CIUDAD Y ARQUIRTECTURA URBANA EN COLOMBIA DE LUIS FERNANDO GONZÁLEZ ESCOBAR
Por Editorial Universidad de Antioquia.
«En materia de arquitectura y urbanismo tenemos precisamente lo que nos merecemos, lo cual nos permite identificarnos plenamente con las formas construidas en todo el territorio nacional. Esa arquitectura es un fiel e implacable reflejo de nuestras aspiraciones, de nuestros sueños y de nuestras derrotas y frustraciones».
(Germán Téllez)
Hasta hace unos pocos años, la imagen de Colombia en el exterior era la de un país caótico, entregado a una perpetua orgía de sangre, tomado por bandas criminales, sicarios, narcotraficantes, paramilitares y guerrilleros. Cualquier información que salía en la prensa sobre el país estaba necesaria e ineludiblemente relacionada con algunos de esos actores. Cuando se daba espacio a las ciudades, se describían como escenarios de confrontación entre las bandas sicariales que ejercían control territorial sobre la mayor parte de ellas. Las imágenes de los paisajes urbanos estaban dominadas por la marginalidad, ya fuera central o periférica. Había un regodeo estético que rayaba en la pornomiseria.
La ciudad formal no era visualizada; su negación era, en parte, obvia, pues el conflicto urbano, de cierta manera generalizado en el país, acaparaba la atención. Solo en los círculos cerrados de la academia y los gremios profesionales afines, se discutía sobre la importancia de su arquitectura y su urbanismo. Pero tales discusiones poco trascendían, tenían un efecto limitado o apenas permeaban las políticas urbanas; si bien se presentaban proyectos importantes, estos quedaban a medio camino, en los planos de los diseñadores o en las oficinas de los administradores. En algunas ocasiones, la preocupación por la arquitectura que se construía en Colombia trascendía las fronteras, como sucedió en la exposición «Architectures Colombiennes», presentada en el Centro Georges Pompidou de París en 1980, que estuvo más centrada en la obra y personalidad de unos pocos arquitectos, especialmente de Rogelio Salmona y su relación con la arquitectura bogotana, que en una mirada amplia e incluyente de la producción nacional.
Un panorama muy diferente se presenta en años recientes, pues se ha volcado la mirada sobre los sucesos positivos que ocurren en algunas ciudades. Un índice notable del cambio, si se quiere un punto de quiebre, se presentó en noviembre de 2006, cuando en la X Muestra de Arquitectura de la Bienal de Venecia (Italia), uno de los eventos de mayor trascendencia a escala mundial, Bogotá ganó el premio El León de Oro en la categoría Ciudades: Arquitectura y Sociedad, superando a otras quince metrópolis del mundo (a saber Barcelona, Berlín, Caracas, Estambul, Johannesburgo, Londres, Los Ángeles, Ciudad de México, Milán y Turín, Mumbai, Nueva York, Sao Paulo, Shangai y Tokio).
Los organizadores del evento y los jurados del premio resaltaron la manera en que la clase dirigente de la ciudad capital de Colombia había logrado transformar el espacio urbano con seriedad, inteligencia y creatividad; también resaltaron cómo las innovaciones en el transporte, la creación de mayores espacios públicos y la destinación de más recursos para los ciudadanos, habían generado procesos de inclusión social, cambios positivos en la percepción de los pobladores y un mayor optimismo frente al futuro. Bogotá era presentada como ejemplo y ofrecía una clara «señal de esperanza para otras ciudades, por ricas o pobres que fueran».
Pero este no es un hecho aislado en la buena imagen de las ciudades colombianas, pues grandes medios de comunicación de diversos países han destacado lo que ha sucedido en Medellín entre los años 2005 y 2010. El periódico ‘The New York Times’, por ejemplo, en julio de 2007, resaltaba la labor realizada por el alcalde de entonces en términos de obras de infraestructura construidas en la ciudad y del mejoramiento de la calidad de vida de sus habitantes. Aparecía, así, una relación entre la construcción de esas obras con la disminución de los índices de criminalidad y la proyección económica y cultural de la ciudad en el continente americano. De hecho, Medellín es cada vez más visitada por misiones internacionales, grupos de planificadores, administradores locales y políticos que querían y quieren conocer de primera mano su nueva cara; además se ha convertido en escenario de actividades académicas que buscan entender qué ocurrió en aquella ciudad, considerada una de las más violentas del mundo, para que en tan corto tiempo se produjera una transformación tan notable.
Estos dos centros urbanos, Bogotá y Medellín, no solo se convirtieron en modelos y ejemplos a seguir para otras ciudades del mundo, sino también en referentes obligados para buena parte de las ciudades de Colombia, que comenzaron a plantear, adaptar y adoptar la manera de intervenir en sus propios recintos urbanos. En los casos de ambas ciudades siempre se han destacado los aspectos político, social, cultural y económico, así como la interrelación de todos ellos con las intervenciones urbanísticas y arquitectónicas. Los nuevos espacios públicos y las diversas y significativas arquitecturas son ampliamente resaltados, no como una consecuencia de los cambios socioculturales, sino como un factor desencadenante de estos.
Pero no todas las ciudades de Colombia han seguido con fidelidad el «modelo»; se han inspirado en lo realizado en Bogotá y Medellín para asumir sus propuestas desde una perspectiva más propia, acorde con sus realidades geográficas y ambientales, y teniendo en cuenta las necesidades locales, los costos y las características urbanas, así como las particulares búsquedas formales y espaciales de los arquitectos proyectistas de cada ciudad. Pero, en suma, la mayor parte de las capitales departamentales ha avanzado en propuestas de transformación de los entornos urbanos.
A pesar de los cambios logrados, la violencia, aunque temporalmente haya disminuido, no se ha ido de estos escenarios urbanos. El conflicto sigue latente. Las desigualdades sociales continúan siendo altamente desproporcionadas, a pesar de aparecer atenuadas muchas veces en las estadísticas. Pero lo cierto es que se respira un aire de optimismo, de renovadas esperanzas, en el que la configuración de lo público, vista no solo como la construcción del espacio público y la renovación de la estética urbana, ha comenzado a jugar un papel fundamental. Independientemente del tipo de acciones emprendidas, se ha impuesto un nuevo paisaje urbano. Así, el diseño y la arquitectura urbana han dejado de ser solo asunto de especialistas, para ser tenidas en cuenta y discutidas también por las comunidades y la sociedad en general, como parte fundamental de las políticas de ciudad.
En sentido paralelo a las predominantes e irracionales formas de rentabilizar el suelo urbano y a una ya larga tradición de ramplonería arquitectónica mercantil, asistimos en los últimos años a un renovado interés de algunos sectores por intervenir la ciudad, recuperar los espacios públicos y redefinir su arquitectura. No quiere esto decir que antes no existiera ni tuviera importancia la arquitectura. Ella apareció cuando nuestras ciudades comenzaron a configurarse, y llegó a desarrollarse plenamente como una actividad profesional altamente reconocida a partir de los años treinta del siglo XX, con su institucionalización y formalización académica, lo que condujo a que el diseño arquitectónico tuviera gran reconocimiento por su calidad y viviera, incluso, una supuesta «edad dorada» en los años cuarenta y cincuenta del siglo pasado, aunque en esos momentos los arquitectos estaban más preocupados por el edificio aislado y la interioridad que por la relación con el espacio público y con el resto de la ciudad, lo que llevó a decir al arquitecto Sergio Trujillo Jaramillo que Colombia se ha caracterizado por tener el mejor conjunto de arquitectura de Latinoamérica, pero también, e indiscutiblemente, por tener las más feas y caóticas ciudades.
Y ahí radica la importancia del viraje en la actitud entre finales del siglo XX y principios del XXI: el redescubrimiento y la conciencia de lo urbano. La misma arquitectura redescubre lo urbano, pero acompañado de la política y la configuración de lo público, especialmente en términos del espacio. Desde finales de los años setenta ya había una enorme preocupación por la crisis de la ciudad colombiana y sus múltiples problemáticas. Fueron varios los intentos por solucionarlas desde los denominados planes de renovación urbana, pero no parecieron tener efecto, pues la política, el ordenamiento del territorio y la planeación urbana carecían de arquitectura; a su vez, los responsables de la arquitectura no tenían una visión de la política, de la cultura ciudadana, de la importancia del espacio público como constructor de ciudadanía, y de otros aspectos que solo comenzaron a interrelacionarse después de los años noventa.
Había un paralelismo entre lo uno y lo otro, que comenzó a dislocarse, a cambiar de rumbos, hasta llegar a puntos de encuentro. Las nuevas propuestas, entonces, sacaron a la arquitectura de su ensimismamiento y la conectaron con la ciudad y lo urbano; y cuando las administraciones asumieron estas propuestas en sus políticas urbanas, se le otorgó carta de ciudadanía a la estética y a la belleza que tanto se le reclamaban a la arquitectura de lo público. Hoy toda esta relación ha configurado un nuevo paisaje urbano en las principales ciudades. Obviamente, como lo plantea Trujillo Jaramillo, las ciudades nuestras no han dejado de ser, en buena medida, feas y caóticas, pero sí debe reconocérseles que han comenzado a ser más humanas e incluyentes, y que han entendido que la arquitectura y la estética juegan un papel crucial en la transformación, no solo física, sino también sociocultural.
Luis fernando . Me gustaría ver también otras de tus obras en la web.
Me siento orgulloso de este supieño , obrero incansable, en la búsqueda y producción de conocimeinto