Literatura Cronopio

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EL DON DE LA VIDA

Por Andrés Páramo Izquierdo*

Fernando Vallejo siempre se repite. Ese remolino indomable que es su literatura camina todas las veces por los mismos senderos. Ahora estrena un libro cuyo título es «El don de la vida» que habla, como siempre, de su tema recurrente: la muerte. De la muerte y la desmemoria, aquellos dos fantasmas que no lo dejan tranquilo y lo obligan a escribir cientos de páginas feroces, agresivas, que devoran y trastornan al lector. Páginas inclementes y prodigiosas que, sin duda, quedarán a pesar de él.

Fernando Vallejo, además, se contradice siempre (como parte de su repetición constante). Es por eso que publica un nuevo libro en Colombia, aún cuando prometió nunca más hacerlo en este país al que juró nunca más volver. Pero igual lo hace.

El pasado 18 de marzo en la Universidad Javeriana —universidad de los padres jesuitas, valga la pena decirlo— Vallejo realizó el lanzamiento de su nuevo libro, mostrándose en persona como la antítesis del narrador agresivo que es en sus libros. Verlo implica desconocer un poco a quien trama toda su literatura. De avanzada edad, parsimonioso al andar, de canas, con una voz tierna, que sonríe todo el tiempo y hace alegre a su público. Él mismo acepta que el narrador de sus libros es un personaje ficticio, que enarbola el lenguaje y lo exagera a tal punto de volverse agresivo y contradictorio.

Vallejo no empezó su propio lanzamiento. Le hicieron tres introducciones, cada una a su modo, que mencionaron entre otras el genio narrador, su franqueza extrema, su odio por la humanidad y por los actos humanos, su desprecio por la iglesia a quien, junto con la política, le endilga todos los males posibles que padecemos en este país. El espacio entonces fue abierto para el tremendo escritor, quien, como siempre, repitió sus mismas ideas.

Esto no  hace de él un mal narrador. Todo lo contrario, su genio radica en haber escrito una docena de libros que transmiten el mismo mensaje, pero que lo cuentan en historias y formas muy variadas. Esas son las piruetas literarias que Vallejo nos brinda: su franqueza y su honda agresividad, que hablan de la condición humana y la muerte, son abordados desde los más finos y románticos relatos de «Los Días Azules», hasta los tristes y ensangrentados de «El Desbarrancadero».

Y es de esperarse. Su recorrido por la literatura sólo puede traer esa amable consecuencia. Vallejo habló de «Logoi, una gramática del lenguaje literario» (su primer libro), un texto altamente técnico cuyo propósito, según el autor, era enseñarse a escribir (porque en las facultades de literatura, por bienintencionadas que sean, no enseñan a escribir). Y nos recordó que el español se está perdiendo —como todo se pierde en la vida— y  lo que queda es un remedo de idioma, que no sobrevivirá unos años más. En los libros sí quedará, pero esto evidencia su teoría del distanciamiento entre el lenguaje literario y el lenguaje no lierario —el de las calles— Habló del narrador en tercera persona, aquella figura abominada por él e inventada por el autor–dios, que todo lo ve y todo lo percibe, generando una literatura falsa y poco interesante.

Luego pasó al tema recurrente de la muerte de la literatura. Todo ya está contado, no hay nada bueno para leer. La poesía y la rítmica (cosa simple para Vallejo, pero en su entender, no muy clara para ningún otro escritor contemporáneo) se acabaron. Y que la literatura muera, dice,  no importa, ya que es un género menor comparado, por ejemplo, con la música.

Y cuando habla de la música, habla de  cómo, junto a otros mil proyectos, también la dejó empezada. Pero esto por defecto, más que hablarnos mal de Fernando Vallejo, nos lo muestra  por sus otras distintas y fascinantes caras: el biólogo (que habló de su vida en la Universidad de Antioquia y su amor por los animales), el músico (talentoso para reproducir la música, pero no para crearla, por no tenerla «inmersa en el alma»), el cineasta (de películas y documentales rústicos hechos sin mucho presupuesto), el lingüista (autodidacta que afirma: «ante la incorrección política, corrección gramatical»), el biógrafo (autor de «Barba Jacob, el mensajero» y «Almas en pena, chapolas negras») y muchas más que se pierden en ese escandaloso «Río del tiempo» que es su vida. La contada y la no contada.

Después de todo esto, habló por fin de su nueva obra literaria «El don de la vida». Una innovación en su estructura narrativa, que más que ser una poderosa prosa cargada de adjetivos, es un diálogo constante. La conversación de un anciano que va hablando y contando los muertos que alguna vez pudo ver o conocer estando ellos vivos. Vallejo va hacia allá, hacia ese mar inmenso y oscuro que es la muerte. Ese tema recurrente, que repitiéndolo, se va transformando en nuevas historias y nuevas formas narrativas.

Vallejo, además, siempre dice la verdad. Por lo menos su verdad. El diálogo es la verdad que él cree, que él trama, que él profesa, pero sobretodo, que él quiere olvidar: «yo escribo para olvidar». El aprisionamiento que fue su vida, que es su vida, afloja un poco los tornillos de los barrotes que lo rodean, a medida que libera la presión con otro libro. Es por eso que vale tanto su literatura.
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* Andrés Páramo Izquierdo es abogado de la Universidad de los Andes con énfasis en derecho constitucional, políticas públicas y derecho probatorio. Ha participado en el consejo editorial del periódico independiente «Periódico Cantaleta» y  participó activamente en el periódico «Al Derecho».

3 COMENTARIOS

  1. Encantada con su lectura, la que siempre me confirma mi admiración por Vallejo. Gracias por su aporte intelectual a Revista Cronopio.

  2. Andrés, un muy buen artículo, y una muy buena imagen de lo que es Vallejo.

    Mi exposición a él se ha enfocado en su aspecto más…cabrón. Sin embargo, y a pesar de que me toca leerlo en determinados estados de ánimo, es un escritor que entre letra y letra nos manda mensajes importantes, profundos, pesimistas, pero a la vez (y quizás para su desgracia) esperanzadores.

    Su olvido es nuestra ganancia. Y ojalá que todavía le queden cosas por olvidar.

    Yo me despido con la frase de él que más recuerdo en estos días de coyuntura política, del desbarrancadero.

    «¡Qué va, Colombia no se acaba! Hoy la vemos roída por la roña del leguleyismo, carcomida por el cáncer del clientelismo, consumida por la hambruna del conservatismo, del liberalismo, del catolicismo, moribunda, postrada, y mañana se levanta de su lecho de agonía, se zampa un aguardiente y como si tal, dele otra vez, al … desenfreno, al matadero, ¡al aquelarre! Colombia, Colombina, Colombita, palomita…»

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