Literaruta Cronopio

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Manuel

MANUEL Y LUCIANA

Por Said Chamie*

Se habían reconocido circunstancialmente en el Gin Bar, antiguo teatro rotativo en el centro de la ciudad, en una noche, que por su tormenta apocalíptica, fuera metáfora y presagio de lo que vendría, pero como suele suceder en los albores del amor, el cortejo mismo se encargaría de ocultar las profecías de la madre natura.

Manuel salió de grabación a eso de las diez treinta, minutos antes de que el cielo llorara granizo. En las puertas del canal de televisión en donde trabajaba como actor principiante, un carro Jeep, de placas KKO 001 lo esperaba; adentro, dos de sus mejores amigos bebían aguardiente acompañados de mujeres de aspecto libertino.

¡Apure marica, que hay que recoger a su futura esposa! Era la voz de Carlos Benavides, o «Buenavida» como le decían en el mundo de la noche. El otro era Felipe, el bailador del grupo, un hombre tan extrovertido en las noches como disperso e inseguro en el día, trabajaba en un negocio familiar de lavandería, su padre al ver que era un portento de fracaso, le abrió un departamento de recursos humanos en una empresa que no tenía más de ocho empleados. El viejo prefirió que su hijo le robara el sueldo —haciendo las carteleras mensuales de eventos y cumpleaños e imprimiendo la nómina que estaba hecha desde siempre en una Epson 2002 con cartuchos intercambiables—, a que un intruso viniera a usurpar ese privilegiado lugar de lucro.

Carlos, a quien llamamos buenavida, había sacado ese jueves de trampa a tres compañeras de oficina para el deleite de sus compinches; un trío de féminas curvilíneas y mirada de lobeznas dispuesto a perder el control bajo el manto cómplice de la noche; el plan estaba organizado desde el día anterior cuando buenavida, quien ya le conocía la desnudez a la más alta, fue a almorzar con ellas al tercer piso del centro comercial en cuyo segundo nivel tenían la oficina. En su mente un baile árabe danzaba entre sedas coloridas y cuerpos desnudos mientras orquestaba su infalible plan.

Mañana nos vemos fijo en el Gin Bar. Dijo buenavida y concluyó con un discurso corto pero concreto. Voy con dos amigos, sin duda mis mejores partidos, cocinan delicioso, son políglotas, bailan como trompos, son la mata de la decencia y el buen gusto, por lo que sé que ustedes serán de su total empatía, y lo que es sin duda sus cartas de presentación: toman guaro y echan chistes. Presumía buenavida mientras las comensales reían desparpajadas con tan notable descripción de lo que sin exclusión sería su soñado príncipe azul. Porque en los albores del amor suele ocurrir que la palabra endulza lo que la ansiedad añora.

Carlos era astuto, tenía diferentes modelos descriptivos para cada tipo de mujer; hacía un análisis concienzudo tomando en cuenta conceptos morales, económicos, educativos, culturales y de alto sentido romántico, y con base en ello trabajaba su discurso de conquista en el cual estaba implícito alardear de sus amigos, después de una generosa concesión a su enternecida personalidad. Sabía escuchar, sin importar lo que ellas dijeran, su rostro se tornaba complaciente buscando el momento oportuno para exhortar un suspiro lánguido que generara confianza a su interlocutor. Hablaba cuando le era posible de la buena vibra que tenía con su madre y de la importancia del respeto en cualquier relación; así mismo mostraba su vulnerabilidad en los aspectos religiosos y ante la injusticia se mostraba implacable. Ni la muerte sería justo para un violador de esos. Decía en innumerables citas mientras sus ojos se inundaban de unas espléndidas lágrimas de cocodrilo. Pero lo que sin duda era su mejor arma, sobretodo en momentos cuando veía caída la fluidez de ideas y la mujer bostezaba disimuladamente, era el misterio que encerraba el cáliz de Jesucristo. El tema de La Sangre Real del mesías nazareno era un tema que dominaba; porque a decir verdad, a ese paria, borracho, mujeriego, compinche de cantina, y amigo del alma, increíblemente lo apasionaba el misterio que encerraba todo aquello.

La tercera invitada se vio llegar con una minifalda de jean azul, negras botas vaqueras, blusa blanca de esqueleto, pelo ensortijado con spray barato —le faltaba el caballo y el sombrero— pensó Manuel, quien desde ese momento y como era su costumbre, lo invadió el nerviosismo- y manoplas de lana negra que cubrían la palma, enseñando sus pálidos dedos terminados en uñas largas parecidas a agujas.

La mujer entró y saludó con picardía a sus dos amigas, Carlos le acercó una copa de aguardiente y luego de estamparle un beso en la boca, la presentó: Ella es la mismísima Inés, qué gustazo.

Felipe Cortés, como mi apellido, y la besó en la mano mientras sus ojos se detenían en el realce de la blusa blanca. Encantada. Dijo acercando su mejilla a la de Felipe; Manuel atisbó un rostro rojizo, totalmente maquillado, llevaba rubor hasta en las orejas y los morados en sus ojos parecían hechos a mano limpia. Hola, Manuel Gómez, mucho gusto ¿Cómo vas? Dijo él. Hola Manu, ¡Uy! ¿Tú eres el que sale en el comercial de Papas Azucena, cierto?

Esa noche el Gin estaba a reventar, el torrencial aguacero no había hecho mella en los rumberos nocturnos y por el contrario al lugar no le cabía un alma, en la entrada una fila de cuarenta personas esperaba bajo la lluvia su oportunidad de ingresar.

Nos jodimos, otro día será. Habló Manuel a sus amigos con total despreocupación, a decir verdad estaba extenuado, trabajó quince horas ese día y solamente habían grabado nueve escenas; el dramatizado era nuevo, la ópera prima del director, y de muchos del elenco contándolo a él, por consiguiente las equivocaciones producto de los nervios y el escaso talento pululaban en esos primeros días. En ese instante, mojándose bajo la lluvia, con sueño y hambre, y con la insipiencia que le generaba el no saber a cuál de las tres mujeres abordaría —pues al parecer Benavides había tenido cuento con todas—, pensó en largarse, decirle a sus amigos, ya vengo, nos vemos adentro del Gin, e irse a casa a conciliar el sueño, total, tenía llamado a grabar temprano en la mañana y no debía trasnochar.

Demasiado tarde, pensó al ver que Felipe ya se había dado sus mañas para entrar por la puerta de V.I.P., que realmente no es otra cosa que un acceso de compinches y conocidos del dueño, modelos menores de edad, cantantitos nacionales de pelos oxigenados y voces destartaladas, putas finas, faranduleros que se creían actores y políticos demagogos de escasa recordación que se alucinaban altruistas. Entraron por allí y engrosaron una nutrida fila en la que había de todo: desde Drags hasta yupies; niños «bien», es decir ridículos hombrecitos enajenados por las pepas, y tristes abuelos roqueros que se resistían dejar de ser hombrecillos enajenados.

Justo en la entrada los ojos de Manuel se rindieron a la silueta de una mujer rubia; llevaba un top ceñido al cuerpo que permitía ver con nitidez el resarcimiento fémino de sus tetas perfectas. Reía desparpajada al tiempo que las plumas de los Drags la ocultaban por momentos hasta perderse tras las puertas, en el universo del bar. Manuel despabiló entonces y tuvo que correr para no apartarse de sus amigos que avanzaban a trompicones en la fila.

El Gin era un espacio amplio de dos niveles tapizados con asientos de teatro y una tarima inmensa al fondo en cuyas tablas se presentaban de vez en cuando bandas de rock con algún reconocimiento, algunas buenas, pocas, pero realmente buenas. El recinto tenía todavía la estructura misma de ese cine porno de los ochenta donde vagabundos dormían en los asientos y morbosos iban a tocarse mientras miraban concentrados cuerpos copulando en la pantalla de tela. Pero ahora eso era otra cosa, las luces y la música habían saneado con retoques y maquillaje la recordada obscenidad de antaño. Sin embargo sólo eran apariencias que a ojos ingenuos pasaban ocultas y hacían de aquel espacio simplemente un bar más.

Manuel subía, sin querer, con sus amigos hasta el segundo nivel, codeándose para poder pasar, pensaba en la voluntad de poder de Nietzsche, no quería estar ahí pero sólo bastaba con algunas palabras de sus compinches para que allí estuviera, allí, oliendo la mezcolanza de perfumes y sudores, de alientos y deseos que se fusionaban y arremolinaban en los cuerpos desinhibidos. Qué extraña forma de divertirse la del ser humano, se decía habitualmente en esos momentos en los que no estaba bebido y podía deleitarse viendo el ridículo en los ojos turbados de cualquier borrachín. Divertirse para el humano promedio no es otra cosa que ésta, entrar a un recinto atestado de gente mojada en sudor y sudar también, aquí todo suda, los vasos, las paredes, el suelo, los labios, las mejillas, los techos, la frente, los codos, los míos, los suyos, los de todos; la música, que muchas veces nada tiene que ver con ese concepto, suena a tope de volumen y el estridente encanto coral, de una horda envalentonada de curdos, hace la segunda voz para que sin duda no se logre entender ni disfrutar siquiera un poco de la melodía como tal; el grito a pulmón herido es la voz líder, cada quien exhorta alaridos frenéticos para que todo el mundo vea y oiga que ese que chilla también se sabe la letra. La ventilación escasea, las ventanas son sólo elementos decorativos y la salida de emergencia es la misma puerta de entrada.

A Manuel le pasan el tercer trago de la noche y prefiere degustarlo con parsimonia a bebérselo como dictan los cánones del buen libador de anís: «Pal centro y pa’ dentro». Aquella noche optó por tener la fiesta en paz, tomarse unas pocas copas, hacer una moderada labor social sin perder los estribos y largarse tranquilo a casa.

No había pasado veinte minutos y sus dos compadritos ya tenían atenazadas a las novias de turno en tanto que, la que le quedó a Manuel, más por descarte que por intuición, al ver que el muchacho no presentaba interés inmediato, aceptó bailar con un nuevo pretendiente que a duras penas podía levantar la cabeza, no los ojos, de la ensopada en la que estaba.

El calor era arrasador, el infierno debe ser así, por lo menos uno de sus anillos, el último. Y pensar que yo me veo igual que cualquiera de los aquí presentes cuando me emborracho, qué vergüenza, me siento como un padre viendo a su hijo en éstas. Cuando me case todo va a ser distinto, creo que la única forma de dejar la noche es alejándome de los que la concurren, si mis amigos sólo me sirven para ocultarme en estos antros y amanecer con guayabo, es poco lo que me pueden aportar entonces, así que para cuando llegue esa mujer, la media naranja que según la sabiduría popular tenemos cada uno en esta vida, dejaré mis actividades mundanas así me toque desistir de mis cómplices, quizás esa sea una buena forma de tantear la amistad. Pensaba Manuel mientras atisbaba cómo Felipe echaba mano sin pudor a la mujer de la falda.

Respiró profundo y decidido a largarse sin mirar atrás emprendió la fuga; sólo fingiría ir al baño, descendería al primer piso y se perdería en el río de cabezas entre luces y sombras hasta llegar a la puerta, así saldría de ese pequeño reino para unirse a otro: el del sueño profundo.

¿A dónde va mijo? La voz estridente de buenavida obligó a Manuel a la improvisación. Voy por una cerveza a la barra de abajo. Espere yo lo acompaño, gritó el Carlitos sonriente mientras besaba por enésima vez los labios anisados de su acompañante.

Juntos bajaron como pudieron por la escalera hasta llegar a la barra, por un instante, Manuel pensó en decirle la verdad a su amigo, tal vez él se compadecería al saber que llevaba quince horas trabajando, con un sueño acumulado de cuatro días de grabaciones infortunadas y con tan sólo un sánduche de queso de refrigerio en el estómago, acompañado de una soda sin gas, pero que decía con gas, que sirvieron en el canal. Sin embargo el castillo de arena se derrumbó por el aliento de buenavida. Bueno mijo, ahora más tarde nos vamos para su casa y les cobramos a cada una de estas damas la invitación. En ese instante imaginó su pequeño apartamento atestado de botellas y cenizas regadas en la alfombra, a las mujeres borrachas y con el maquillaje corrido producto del vaivén de las feromonas, y a sus amigos bailando descamisados como estriptiseros sudados.

Cerró los ojos y cuando los abrió vio a Carlos dirigirse a una de las que atendían en la barra, entonces supo que debía largarse solo, y en ese preciso momento, sin vacilar, emprendió el escape hacia la puerta. Giró a la derecha y caminó casi reptando por los cuerpos aprisionados como fósforos, faltaban diez metros para salir, empujaba con fuerza buscando huecos donde no los había, seis metros, el calor era incontenible y los escotes de las mujeres lo inducían a quedarse. Tres metros y estoy fuera, se dijo en tanto unas manos gruesas y carrasposas como lijas le taparon los ojos. Adivina quién soy. La voz no le dijo nada pero por la textura de esas manos pensó de inmediato en la figura enhiesta de un cocodrilo, un reptil de esos parado en dos patas que le hablaba por detrás. No sé, no soy bueno adivinando. Dijo suavemente como si estuviera en una biblioteca. Luego de unos segundos sintió que los pesados dedos ya no le impedían ver, y entonces se volteó intrigado y atisbó a una morena colosal vestida con un traje azulado de lentejuelas plateadas, maquillada de rojos y bermejos en ojos y carrillos, y marcada en sus labios con un colorete azul petróleo. En su cabeza una peluca amarilla encendida la decoraban tres cachos azules en forma de cono. Manuel la vio de arriba abajo pero nada de su estruendoso vestuario sirvió para recordar, ni los tacones altos en forma de plataforma, ni los guantes brillantes hasta los codos, ni mucho menos el olor de naftalina que expedían sus pechos. La morenaza se le acercó un poco más y Manuel nervioso pudo revelar el misterio al ver una sonrisa de piano que se estiraba como melcocha. ¡Andrés! No jodás, Andrés Velásquez.

No mi querido, ese marica ya se fue, ahora soy ¡Andy, la Iluminada!, gritó el travestido extendiendo sus brazos. Manuel jadeó encantado y no supo qué hacer, si acceder al abrazo que se le venía encima y recordar a su amigo del barrio, con quien jugaba fútbol en los parques y cazaba pájaros con cauchera o recurrir a otra retórica y recordar lo que su padre hizo cuando él tenía diez años y vio cómo el emplumado pollo del asadero del barrio, abiertamente homosexual, cargaba de brazos al pequeño Maño, como era llamado en casa el ahora actor. Don Germán encendió al disfrazado a pata y puño, y la desesperación de saber que en plenos ochentas un mariquetas tocaba a su hijo mayor, lo hizo perder el pudor mismo y contradictoriamente a su moral, terminó arrancándole el labio superior de un mordisco que para muchos fue entendido como un beso pasional.

Pero Manuel no hizo ni lo uno ni lo otro, pues una vez recibió el abrazo de oso de su antiguo amigo quien lo levantó por la cintura y besó en la mejilla, sus ojos otearon tras la espalda de Andy, los labios jugosos de la misma mujer que habría de ver en la entrada. Allí estaba, mirándolo risueña.

Bájame ya, gritó molesto, dándose cuenta del entorno, no me apenes más… la verdad Andrés… o como sea que te llames, me agradó verte… y saber en qué andas, pero ya estoy de salida, así que hasta pronto. Pero Andy no estaba dispuesto a dejarlo ir, entonces dijo una frase, tal vez la única, que haría que Manuel cambiara de opinión. Pero cómo te vas a ir sin ver a Luciana ¿Te acuerdas de mi hermanita, verdad?

Sin duda alguna puso su mejor cara de estúpido, en ese momento comprendió la transformación de un gusano en mariposa ¡Pero si ella era! La misma escuálida muchacha entrometida que se sentaba al lado de la cancha para vernos patear un balón y le decía a su hermano cómo debía hacerlo; la que le ayudaba a encontrarnos por todo el conjunto cuando al ahora trasvestido le tocaba buscarnos en las escondidas. Ella, la de los frenillos plateados y el pelo hirsuto jalado desde la corteza capilar ¡Era increíble que fuera ahora semejante pecado terrenal! ¡La mismísima hembra que se sabía hermosa! La misma que lo embrujó en la entrada del Gin bar entre plumas y lentejuelas.

Manuel cerró la boca antes de que las babas se deslizaran por sus labios y acercó tímidamente la mano hacia ella, pero fue la fémina quien habló primero. Hola soy Luciana, no sé si me recuerdes, la menuda hermanita de Andy, la que le soplaba el escondite de ustedes por wolkie–tolkie… algunas cosas han cambiado pero los recuerdos siempre permanecerán intactos ¿Manuel, cierto?

Ella besó la mejilla del actor quien guardó su mano extendida y juntos sonrieron, luego él contestó. Sí que han cambiado las cosas —recordando sin mirar al antiguo Andrés y luego a las tetas prominentes de la diosa— pero ciertamente los recuerdos son eternos, todavía tienes la misma mirada desafiante. Los tres rieron y Andy habló en tanto prendía un cigarrillo delgado desde su interminable boquilla. Toda una diva la loca esta, pensó Manuel. Ella fue quien te reconoció mi viejo amigo, dijo el cocodrilo.

De esa noche se recuerda poco, la teoría del eterno retorno de Nietzsche se hizo manifiesta, Benavides y Cortés se amarraron una melopea griega tan normal que perdió importancia aquella salida, terminaron en la casa de Manuel como era de esperarse y las mujeres fueron objetos de deseo y la moralidad de sus cuerpos sucumbió a las mieles de la pasión. Nunca más volvieron a salir con buenavida, después en la oficina se saludaban como compañeros y de vez en cuando la picardía del recuerdo los hacía exhortar una sonrisa. Para el actor en cambio todo fue distinto, no hubo besos ni mucho menos caricias, de hecho no se tocaron en toda la noche y la madrugada, sin embargo muchas veces mil palabras valen más que una imagen, y en ellos estaba claro que era así. Luciana dejó que su hermano se fuera a bailar al centro de la ciudad como era su costumbre luego de las 3:00 a.m.; nunca se había marchado sin ella, pero Andy comprendió y antes de irse con su grupo de emplumadas le dejó un billete de $50.000.
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