EL CASO BOLÍVAR
Por Pablo Montoya Campuzano*
Entre los hombres de la América decimonónica, Simón Bolívar es quien más ha atraído la atención de los últimos narradores colombianos. José Enrique Rodó ya decía en su ensayo sobre el Libertador que pocas vidas como esta, por su carácter de fuerte grandeza, «subyugan con tan violento imperio las simpatías de la imaginación heroica». Pero este heroísmo posee un matiz singular: está fundado más en la derrota que en el triunfo. Nuestros novelistas parecieran continuar la divisa de Pablo Morillo cuando dijo de Bolívar que era «más temible vencido que vencedor».
Al leer las novelas colombianas sobre el militar caraqueño, es fácil concluir que este se yergue como el símbolo no sólo de la derrota política de una nación sino de su inexorable derrota humana. Derrota que, no obstante, está atravesada por la idealización del héroe, si bien ya no se recurre a la helenización que los poetas de la Independencia hacían de los libertadores americanos. El mismo Bolívar comentaba con humor las comparaciones de José Joaquín Olmedo presentes en su «Canto a la victoria de Junín» (1825). Ante tales versos —Olmedo compara a Bolívar con Júpiter, a Sucre con Marte, a Córdoba con Aquiles, a Negochea con Patroclo, a Lara con Ulises—, el prócer opinaba que el poeta exageraba un poco.
Es cierto que a ninguno de los escritores de las últimas décadas se le ocurriría poner carruajes griegos, dioses romanos, negros avernos, corceles impetuosos y mares undosos en las gestas de la Independencia. Sabrían que al hacerlo provocarían ese desolador tránsito de lo heroico hacia lo ridículo. Pero, bajo cierta óptica, casi todos los autores terminan fascinados por el héroe marcial y no evitan el homenaje.
Frustración y soledad son los temas que marcan los últimos días del Libertador. En medio de un estado de postración definitiva, Bolívar llegó a considerarse uno de los tres grandes majaderos de la historia. Los otros dos, según él mismo, fueron Jesús y Don Quijote («Los tres grandes majaderos de la humanidad hemos sido: Jesucristo, don Quijote y yo», le oyeron decir a Bolívar en la Quinta de San Pedro Alejandrino, en diciembre de 1830, días antes de su muerte).
Para los propósitos de los más recientes novelistas colombianos, es este itinerario postrero de Bolívar el más atrayente. Por un lado, es su viaje hacia la muerte. Por el otro, es el menos documentado por la historia y el menos trabajado, hasta la década de 1980, en la literatura. Representa, además, los días en que Bolívar adquirió plena conciencia de que su vida y sus esfuerzos por crear la gran república colombiana habían sido inútiles.
De este recorrido, emprendido desde Santafé hasta la quinta de Santa Marta, se ocupan Fernando Cruz Kronfly en «Las cenizas del Libertador», Gabriel García Márquez en «El general en su laberinto» (1989), Álvaro Pineda Botero en «El insondable» (1997) y Víctor Paz Otero en «La agonía erótica: De Bolívar, el amor y la muerte» (2005). Aunque hay diferencias narrativas en estas obras, todas lanzan sobre la desesperanzada travesía hacia el final del Libertador un halo de grandeza que enaltece esta compleja figura de la historia colombiana.
En su edición para conmemorar el bicentenario del natalicio de Simón Bolívar, la Biblioteca Ayacucho señaló un rumbo particular. Se trata, según el compilador Manuel Trujillo, de mostrarle al lector una faceta más humana y menos heroica del prócer. Trujillo explica en su prólogo: «He privado, pues, de esta selección de textos bolivarianos el concepto de un Bolívar menos ‘histórico’, menos divinizado y más humano, más de piel y hueso, en el convencimiento de que su fascinación y grandeza se hacen mayores cuando se le mira como a un semejante». Entre los textos seleccionados sobresalen algunos que matizan este carácter humano. Es el caso, para citar quizás el más relevante, de la célebre apología del Libertador «Don Quijote Bolívar» (1914) de Miguel de Unamuno.
Allí se construyen enlaces entre estos dos caballeros de la desilusión. Pero hay muchos otros textos en los que prevalece la típica nota grandilocuente, como es el caso del «Simón Bolívar» (1893) de José Martí, el «Bolívar» (1912) de Rodó, «El andante caballero de la democracia» (1930) de Guillermo Valencia, o el «Simón Bolívar» de Juan Montalvo. Lo que parece significativo señalar es que entre los textos que Trujillo seleccionó está «El último rostro» (1974) de Álvaro Mutis. Este cuento, o fragmento narrativo, es el que marca el inicio de las nuevas miradas colombianas, hechas de matices sombríos, sobre este personaje.
Lo que precipita la narración de «El último rostro» es el hallazgo de documentos inéditos de gran valor histórico, situación que es utilizada con bastante frecuencia en la narrativa histórica. Como si con ello se quisiera decir que para la literatura tienen más importancia los textos apócrifos del pasado que las versiones oficiales de la historia, ya que lo que pretende la imaginación literaria es nombrar otros matices de lo que sucedió. A manuscritos extraviados en subastas, bibliotecas o archivos privados, recurren novelas como «El insondable» de Pineda Botero y «Conviene a los felices permanecer en casa» (1992) de Andrés Hoyos, un atractivo texto que tiene que ver con Bolívar y la Independencia. El narrador de «El último rostro» da testimonio de un legado de manuscritos vendidos en una subasta de Londres, a finales de la Segunda Guerra Mundial. Ellos son reproducidos ante el lector, y se oye la voz del coronel polaco Napierski. El cuento es el diario que este militar, admirador de la gesta libertadora de América, escribió durante su estancia en Cartagena de Indias cuando el fantasma de Bolívar iba al encuentro de la muerte.
Es en estas páginas donde está mejor reflejado, con más contundencia poética, el abatimiento de los últimos días del Libertador. Abatimiento que, en cierto pasaje del relato, pretende nombrar el fracaso histórico que ha acompañado, y acaso seguirá acompañando, las acciones revolucionarias colombianas. Bolívar, en un arranque de incredulidad, muy propio de la desesperanza del universo poético de Maqroll el Gaviero, el personaje central de la obra de Mutis, dice:
«Aquí se frustra toda empresa humana. El desorden vertiginoso del paisaje, los ríos inmensos, el caos de los elementos, la vastedad de las selvas, el clima implacable, trabajan la voluntad y minan las razones profundas, esenciales, para vivir… Esas razones nos impulsan todavía, pero en el camino nos perdemos en la huera retórica y en la sanguinaria violencia que todo lo arrasa. Queda una conciencia de lo que debimos hacer y no hicimos y que sigue trabajando allá adentro, haciéndonos inconformes, astutos, frustrados, ruidosos e inconstantes. Los que hemos enterrado en estos montes lo mejor de nuestras vidas, conocemos demasiado bien los extremos a que conduce esta inconformidad estéril y retorcida».
Aunque en este pasaje hay una explicación determinista de la naturaleza y el hombre colombiano —que no sólo la pudo tener Bolívar en sus últimos días, sino que ciertamente era la opinión de casi todos los hombres ilustrados de la época—, es este tono de derrota impostergable el que va a impregnar las novelas sobre Bolívar que vendrán después.
Gabriel García Márquez explica en sus «Gratitudes», anexo que introduce al final de «El general en su laberinto», la deuda que tiene con Álvaro Mutis. Según sus palabras, la novela que ha escrito pretende ser el desarrollo del trozo narrativo que su amigo nunca culminó. «El último rostro», empero, no es un texto inconcluso. La crítica, conociendo las intenciones que tuvo alguna vez Mutis de escribir una novela sobre el último viaje de Bolívar, ha visto en el fragmento uno de los relatos históricos mejor logrados del siglo XX en Colombia.
Hay diferencias marcadas entre los textos de Mutis y García Márquez. El uno asume la contención y la síntesis propias del cuento, mientras que el otro se afinca en el desarrollo de los personajes y la descripción de los espacios y los tiempos que corresponden al formato tradicional de la novela. En tanto que el primero otorga a su Bolívar un tono de rotunda descreencia y de amargura total, el segundo, sin olvidar estos elementos, agrega su humor, su noción de sensualismo y su ironía, hasta tal punto que termina llenando la personalidad del Libertador con acentos que hoy se consideran típicamente garciamarquianos.
Ciertos lectores de la novela, conocedores de los avatares del prócer, han considerado que este es una suerte de García Márquez disfrazado. O mejor aún, que el Libertador adquiere demasiados visos de los coroneles y generales de las provincias caribeñas que atraviesan el mundo narrativo del Nobel. Pero «El general en su laberinto» es una novela y no un libro de historia. Y no es nada extraño, al contrario es esperable, que las maneras de comprender el mundo de un autor impregnen los hechos históricos que recrea. Tzvetan Todorov dice en «Las morales de la historia» (1991) que «no hay hechos, sino sólo discursos sobre los hechos», que «no hay verdad del mundo, sino sólo interpretaciones del mundo». Por tal razón es evidente que «El general en su laberinto» es sólo una interpretación garciamarquiana de su siempre admirado general Simón José Antonio de la Santísima Trinidad Bolívar y Palacios.
García Márquez decidió escribir sobre el último período de Bolívar, porque se trata de un período poco documentado por los historiadores. Los vacíos de la historia, una vez más, según lo estipula la poética de Marcel Schwob en el prólogo de «Vidas imaginarias» (1896), estimulan la ficción literaria. Pero García Márquez imagina este recorrido, así ciertos críticos consideren que «El general en su laberinto» es una historiografía novelada, y así lo escriba apoyado en la bibliografía existente sobre la vida de Bolívar. Mientras el gran derrotado viaja, y este es el recurso empleado por el autor, lo que hace es sumirse en los recuerdos. Frecuentes retrocesos en el tiempo y el espacio que se sostienen en la bibliografía de mamotreto que debió consultar el escritor.
Él mismo ha señalado algunas de las fuentes a las que recurrió, que son las mismas que generalmente tienen en cuenta los novelistas bolivarianos: la enorme correspondencia y los escritos del prócer, las voluminosas memorias de Daniel Florencio O’Leary y una inverosímil cantidad de recortes periodísticos del pasado. Son muchos los momentos imaginados por García Márquez en este viaje —los encuentros con otros militares, o con civiles, o con fantasmas, que Bolívar tiene en Honda, en Mompox, en Cartagena, en Soledad o en Santa Marta—, pero todos ellos, de una forma u otra, están fundamentados en las fuentes consultadas.
El general en su laberinto es una novela ajena a las técnicas novedosas empleadas por García Márquez. Como lo señala Álvaro Pineda Botero en «Del mito a la posmodernidad» (1990), nada hay en esta obra de los eventos arquetípicos de «Cien años de soledad», de la complejidad anacrónica y los tiempos circulares de «El otoño del patriarca» (1975), del fondo mítico griego de «Crónica de una muerte anunciada» (1981), y del espacio desvertebrado de «El amor en los tiempos del cólera» (1985). «El general en su laberinto» marca el inicio del último período tradicional y conservador de la narrativa de García Márquez. Su estructura es simple: un relato lineal que se enraíza en la analepsis. Es curioso, por lo demás, que ante esta supuesta libertad que puede significar el período menos documentado de la vida de Bolívar, García Márquez haya decidido maniatar su imaginación prodigiosa.
Al lado de «Las cenizas del libertador» de Cruz Kronfly, narración barrocamente poética, y que aprovecha esta falta de sujeción histórica para crear un personaje delirante y fantasioso, la de García Márquez se limita a contar muy cuidadosamente los avatares, las rabias, las decepciones y los fugaces entusiasmos amatorios de un Bolívar que se debate entre la fragilidad física y el heroísmo portentoso.
La obra, al publicarse, generó una oleada de polémicas en Colombia. Quienes participaron fueron, en gran parte, las academias de la lengua y de la historia del país. Como si se tratara de tribunales que conciben la novela histórica como un asunto que concierne a las verdades sacrosantas de la patria, esta crítica se fue lanza en ristre contra las falsedades, errores, desmesuras e imprudencias cometidas por el escritor; ella se sintió molesta ante un Bolívar que emite flatulencias, eructa, vomita, tiene mal aliento y lleva siempre más cara de muerto que de vivo. La cotidianidad de Bolívar desde su deterioro orgánico, que es quizás uno de los aciertos de la novela, para estos críticos resultó ser un sacrilegio.
Es decir, muchos bolivaristas no resistieron la avanzada narrativa de lo que Trujillo pretendió hacer en 1983, en su compilación de valoraciones sobre la humanidad de Bolívar para la Biblioteca Ayacucho. Por otro lado, surgieron las protestas de quienes respetaban la figura de Francisco de Paula Santander. Como en varios pasajes de la novela se mancilla la memoria de este prohombre —se le dice «cruel», «formalista», «conservador», «truchimán», «avaro», «cicatero», «pescado muerto»—, llovieron acalorados comentarios. Y como si esto fuera poco, brotaron denuestos de un lado más, porque en la novela hay una visión peyorativa de los defectos cachacos, es decir de los colombianos andinos, y una valoración exagerada de las virtudes caribeñas, es decir de los colombianos de la costa Atlántica.
Lo que sucedía, al ventilarse estos debates poco literarios y sí penosamente políticos e infantilmente regionalistas, era que Bolívar continuaba siendo un tabú. Pero la novela de García Márquez es un homenaje, dueño de un eximio dominio del oficio novelístico, que el espectro de Bolívar y otros militares latinoamericanos del siglo XX estaban esperando desde hacía años.
Como dice John Lynch en su biografía (2006), Bolívar es un personaje que ha suscitado muchas polémicas: «Para los historiadores liberales fue un luchador que combatió la tiranía. Los conservadores crearon a su alrededor un culto. Los marxistas lo rechazaron por considerarlo el líder de una revolución burguesa». En la dirección valorativa que plantea el historiador inglés, a Bolívar lo siguen reclamando como bandera de lucha las guerrillas colombianas, aunque sea el símbolo de la democracia gubernamental que combate a esas mismas guerrillas. Allí lo defienden los ideólogos derechistas del régimen autoritario del presidente Álvaro Uribe. Allá lo reclama como modelo el populismo autoritario de izquierda del presidente Hugo Chávez. En estas múltiples sendas de la recepción bolivariana, uno de los rasgos visibles de «El general en su laberinto» es ver cómo Bolívar se ha arraigado con fuerza en una cierta visión de la izquierda que las letras latinoamericanas han forjado del héroe.
Mientras que el relato de Mutis pareciera abogar por un Bolívar que se arrepiente de todo su fárrago revolucionario por considerarlo inútil, el de García Márquez jamás pierde la esperanza en su idea de formar la gran nación unificada de Suramérica. Su Bolívar, como el que pinta Gerhard Masur en su biografía sobre el Libertador (1948), en medio de las desilusiones y desengaños más penosos sigue siendo «un idealista que jamás enterró sus esperanzas».
Lo que representa «El general en su laberinto» es la entronización literaria de un Bolívar antiimperialista, democrático, republicano y amante de los derechos de autodeterminación de los pueblos. Para matizar esta faceta, la novela minimiza la personalidad autoritaria, el carácter marcial, el perfil dictatorial, su amañado misticismo moral y los visos megalómanos de este titán de las armas decimonónicas. Fueron estos rasgos los que permitieron que, en principio, a Bolívar se le viera como un personaje reaccionario, ajeno a las transformaciones populares que anhelaban las «verdaderas» fuerzas revolucionarias de la segunda mitad del siglo XIX.
El recorrido de un Bolívar de derecha, máximo exponente de los intereses de las clases hacendadas de la América del siglo XIX, hacia un Bolívar de izquierda, precursor de un socialismo tropical que tiene en el castrismo y el chavismo sus mejores baluartes de la segunda mitad del siglo XX y los inicios del XXI, está implícito en la novela de García Márquez. «El general en su laberinto» es ese punto culminante en que la izquierda latinoamericana logra expropiar una tradición bolivariana que fue posesión de las huestes más conservadoras de finales del siglo XIX.
Baste recordar, como lo señala Ibsen Martínez en su ensayo sobre Marx y Bolívar, que al Libertador lo reclamaron para su ideología los dictadores venezolanos Antonio Guzmán y Juan Vicente Gómez. En Colombia, partidarios del más atrabiliario autoritarismo, como Sergio Arboleda, Rafael Núñez y Miguel Antonio Caro, lo consideraron su guía político. Luego, en la primera mitad del siglo XX, fascistas como el colombiano Silvio Villegas intentaron unir el ideario de Bolívar con el del fascismo de Musssolini y el nazismo de Hitler. Villegas creía —y ahí está su incendiario libelo «No hay enemigos a la derecha. Materiales para una teoría nacionalista» (1937)— que tanto las figuras de Mussolini y Hitler como la de Bolívar reconstruían con grandeza el orden y la autoridad. Los tres eran defensores de la religión, las jerarquías y la disciplina marcial como métodos para alcanzar la estabilidad de la nación.
Hubo otros, como Ernesto Giménez Caballero, que señalaron a Bolívar como el padre americano de la dictadura de Francisco Franco. De otro lado, los comunistas de varios partidos latinoamericanos —el cubano José Antonio Mella, el peruano José Carlos Mariátegui y el colombiano Gilberto Vieira— muy rápido enmendaron el error de Karl Marx al escribir su célebre semblanza ignominiosa sobre un hombre que, según ellos, puede verse como el gran precursor del antiimperialismo yanqui y el supremo adalid de la justicia y la libertad.
Gilberto Viera dice en «Sobre la estela del Libertador. El criterio marxista acerca de Bolívar» que el Marx que escribió las líneas sobre Bolívar «no estaba en condiciones de juzgar acertadamente al Libertador, porque a mediados del siglo pasado en Europa se tenía el concepto más confuso y equívoco sobre el héroe americano». En tal juego de sinuosos vectores es donde se sitúa la novela de García Márquez. Pues es en la ideología de izquierda, para la cual la vida castrense es el espacio donde se hallan los máximos paradigmas heroicos, que el autor colombiano, inclinado a escribir sobre militares en desbandada, talla su homenaje.
La empresa de García Márquez no hace caso a lo que Marx, mal informado y errático, planteaba a propósito de las circunstancias y condiciones que permitieron a un personaje tan «mediocre» como Bolívar hacer el papel del héroe. Para Marx, en la nota que escribió hacia 1857 para la «New American Cyclopaedia», este héroe es un palurdo, un hipócrita, un chambón mujeriego, un inconstante, un botarate, un aristócrata con ínfulas republicanas y un mendaz ambicioso cuyos éxitos se deben a la asesoría de un manojo de militares extranjeros.
«El general en su laberinto», en cambio, resalta en su protagonista los ademanes finos, el carácter transparentemente enérgico, el exquisito tacto frente a las mujeres, la perseverancia única, la inclinación hacia el silencio, el republicanismo sin mácula y la certeza de que lo peor del poder es la ambición. Sin desconocer algunos contornos burlescos que rodearon el último viaje de Bolívar, García Márquez indaga más bien sobre las circunstancias que empujaron al héroe hacia la derrota. La novela nunca pone en duda este heroísmo a pesar de insistirse siempre en las honduras de su desfallecimiento. Para su narrador, el supremo encanto de la vida del general es su fracaso; recalca siempre en los «años de guerras inútiles y desengaños del poder» vividos por el Libertador. Este último sabe que su nombre será «vituperado y su obra pervertida en la memoria de los siglos». Que a su labor se la llevará el carajo. Que el precio de la Independencia ha sido excesivamente caro. Que su vida se ha extraviado en un sueño «buscando algo que no existe». Que «América es ingobernable y el que sirve a una revolución ara en el mar».
Los puntos culminantes de esta derrota se manifiestan cuando a un gozque sin nombre, sarnoso y miserable, que rescatan herido de una jauría, el mismo Libertador lo llama Bolívar. O cuando el mismo general se da cuenta de que su comitiva militar está consumida no sólo por la inactividad y la falta de sueldos, sino por una gonorrea implacable que no respeta los villorrios donde se detienen. Empero, el narrador no deja que a su viaje recreado lo arrase esta desmoralización en apariencia sin fisuras. García Márquez no ignora que lo más suculento del fracaso es la visión heroica que de allí se desprende. A cada momento, y en esto consiste la voluntad laudatoria del autor, Bolívar surgirá impetuoso, rápido, magnánimo, arrojadizo, sabio. El Bolívar de García Márquez es, en definitiva, «el enfermo más glorioso de las Américas» y acaso de la novela histórica latinoamericana.
Así, en tal estado de calamidad moral y con el cuerpo hecho migajas por la enfermedad, suplantará al capitán de turno y evitará que su embarcación naufrague en el gran río de la Magdalena. Al jugar a las cartas con sus hombres, vuelve a su mirada cansina el fulgurante ardor del militar imbatible. Coquetea con algunas bellas mujeres que se atraviesan en su éxodo. Y en esos «escrutinios del pasado», que construyen una buena parte de la novela, no se vacila en aumentar las dimensiones del héroe.
Aquí se dice que Bolívar atravesó un torrente del Orinoco y, nadando con una sola mano —la otra se la hizo amarrar a la espalda—, ganó la competencia a diestros nadadores llaneros. Allá se habla de las miles y miles de leguas, el equivalente a más de dos vueltas al mundo, que anduvo Bolívar a caballo en sus jornadas libertarias. Acá se explica que la inteligencia de Bolívar fue la más clarividente de todas las que promovieron la Independencia. Y más allá se aclara que no hubo bailarín más resistente y encantador en todas las fiestas de esa América guerrera de la cual el caraqueño fue el exponente más ostentoso.
«El general en su laberinto» se funda en un propósito incómodo, al menos para quien trate de entender con objetividad los avatares del militar venezolano: la pretensión de la novela es hacer creer que el fracaso de Bolívar debe verse como una consecuencia de su honradez sin tacha, de su desprendimiento ejemplar, de su generosidad y su buena voluntad; por lo demás, en un ambiente plagado de generales corruptos y de leguleyos insensatos que jamás comprendieron la grandeza de su sueño americano. En uno de los pasajes, el narrador hace decir a Bolívar que su ambición monárquica, aquella que lo precipitó a los barrancos de su carrera política, se debió a los consejos de algunos falsos amigos:
«Fueron ellos, aclara el general, los que me embarcaron en el desastre de la Convención de Ocaña, los que me enredaron en la vaina de la monarquía, los que me obligaron primero a buscar la reelección con las mismas razones con que después me hicieron renunciar, y ahora me tienen preso en este país donde ya nada se me ha perdido».
Es en este tipo de discursos donde es posible rastrear el propósito de García Márquez al escribir una novela sobre el prócer. Bolívar fracasa, no por el inevitable sino de violencia y caos que han forjado las estructuras políticas, económicas y culturales de la reciente independencia, no por la sed viciosa de poder de los caudillos libertadores, sino porque en los intríngulis de la revolución se interponen una serie de personajes oscuros o de situaciones morbosas que impiden el logro de la unidad y la libertad por las armas. Pero sería ingenuo concluir que este Bolívar es el indicado para comprender mejor una época turbia, plagada de masacres, desplazamientos colectivos y miserias sin fin en las cuales no está exenta la responsabilidad del Libertador.
Para humanizar a Bolívar, «El general en su laberinto» acude a un mecanismo que Lukács define en su libro «La novela histórica». Apoyado en lo que Hegel denominaba «psicología de camarero», el crítico marxista pone en evidencia las pequeñas particularidades humanas, las menudencias de la cotidianidad, los chismes de alcoba que van en contra de la monumentalización romántica del héroe. García Márquez se sirve con frecuencia de esos detalles que permiten saber cuánto pesó Bolívar durante el viaje en cuestión y cuánto habría de pesar en su muerte, cuánto medía según las fichas médicas y según las militares, y cuál fue el número de su calzado; en algún momento se dice la cantidad de mujeres que el prócer venció en los tálamos combativos del amor. Este mecanismo de buscar en las minucias privadas de Bolívar alcanza sus límites cuando el narrador explica cada uno de los paliativos con que la ciencia médica intentó aliviar sus últimos tormentos. El héroe así se torna más humano, pero también deja en el lector el regusto de la heroica resistencia.
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* Pablo Montoya Campuzano es un escritor colombiano, radicado en París. Es autor de los siguientes libros: Cuentos de Niquía, la Sinfónica y otros cuentos musicales, Viajero, Razia. La sed del ojo y Lejos de Roma. Este es un capitulo del libro «Novela histórica en Colombia, 1988-2008» de la Editorial Universidad de Antioquia.
El formato ensayo escogido para elaborar el texto es plausible. Atiza la discusión desde diferentes modos de recepción de la figura del prócer. Sin embargo el divertimento del cuento, en «Adiós a los próceres» aborda el intríngulis del bailarín con tendencia a la «maricada» con mayor regocijo. Es sentirse satisfecho al terminarlo.
Me resulta muy notorio que Pablo nos hable de la literatura colombiana, y mucho más cuando se trata de la novela histórica, género poco tratado en la medianía de la crítica literaria de Colombia. Seguramente este nuevo libro de Montoya marcará un nuevo punto de referencia para la crítica y la historia de la literatura colombiana. En este libro, que se aleja de los habituales coqueteos y elogios de los círculos literarios, y de las propagandas de la industria editorial, hay una mirada crítica, propia de un lector riguroso y poco convencional.