Literatura Cronopio

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UN MONSTRUO EN MI LECHO

Por Ana Cristina Restrepo Jiménez*

Nunca les tuve miedo a los monstruos. Jamás.

Y con esto no quiero decir que, a media noche, dejara de pasarme para la cama de mis padres, y nutrir el delicioso vicio que hace nudos con el Psicoanálisis y que los expertos en comportamiento infantil llaman, con espanto, «colecho».

Mientras los niños de mi cuadra forzaban su instinto para no pensar en monstruos, cada que se escondía el sol yo inventaba uno nuevo.

En la verja del jardín, las lagartijas raquíticas se convertían en basiliscos de doble cresta que me amenazaban con su aterradora mirada púrpura.

Y cuando la luna coronaba el cielo, ecos de ladridos azotaban mi ventana. Eran las advertencias del cancerbero, un perro con varias cabezas, custodio del Hades vecino, con placa metálica N. 81 A-03, en la puerta.

Entonces, me asomaba en la habitación de mi hermano mayor, para verificar si también atravesaba un trance monstruoso. Nunca lo encontré. En su cama permanecía un fauno maloliente, con las pezuñas a medio salir de las cobijas arrugadas, y flautas y cornos tirados en un bosque de desorden. Saboreando su propia lengua, en sueños, recitaba:

«Con mi rumor altivo quiero hablar largo tiempo
de las diosas; y, por idólatras pinturas,
despojar todavía cinturas a su sombra…»

(La siesta de un fauno, de Sthépane Mallarmé)

Ni mis hobbits eran los de Tolkien ni mi Patasola la del pueblo de los abuelos. A Nosferatu, creo, no lo ví.

¿Qué otra cosa se podía esperar de la hija de una bibliotecóloga de pre-escolar (obsesionada con la literatura infantil) que inundaba la casa con libros clásicos, nuevas fantasías, historias tenebrosas, graciosas y absurdas, a veces insulsas o torpes?

Amar, buscar, investigar, estudiar, pensar, escribir y soñar la literatura infantil no ha sido una elección. Es mi camino natural.

Dentro de este campo, desde hace más de una década, me inquieta un asunto en particular: el papel del monstruo, esa imagen aterradora que, del cuento clásico al contemporáneo, ha devenido —¿o evolucionado?— en personaje políticamente correcto, amable.

Este análisis sería sencillo si no fuera por la consecuencia lógica de la inversión del rol del monstruo: la transformación de lo «malo» en «bueno», que exige reconsiderar la manera de concluir o cerrar el cuento, cambiar (¿o desaparecer?) la moraleja.

Tal es el proceso que enfrenta la literatura infantil contemporánea.

HISTORIAS PARA NIÑOS Y LOS NIÑOS PARA LA HISTORIA

Se conoce sobre los niños de otras épocas a través del arte, periódicos, diarios, literatura, legislación y escritos que se conservan como testimonio del cuidado de nobles y personajes importantes.

La Modernidad convierte el concepto de «infancia», y sus múltiples transformaciones, en objeto de análisis. La indagación por los ámbitos histórico-políticos e histórico-institucionales que tradicionalmente limitaron la Historia a la esfera pública, desencadena en la profundización del estudio de la vida privada: niños, familia y mujer.

En los siglos XVI y XVII, en Occidente, leer es una actividad de corte religioso. Salvo en los casos de caballeros, literatos y monjes, la lectura es una actividad oral, realizada en público.

En los albores del siglo XVII, la alfabetización se orienta a la enseñanza de la decodificación a los escolares: la comprensión no preocupa. Por temor a la interpretación, los libros de carácter religioso son leídos en grupo.

Con la llegada de la lectura intensiva y la lectura extensiva, se hace necesaria la comprensión del texto.

Hoy, más que un canal de comunicación, la lectura es una vía de acceso al conocimiento, un cauce de opiniones.

El cuento infantil tradicional, por su extensión y estructura narrativa, también ha sido una herramienta esencial para difundir ideas. Es por eso que, el análisis de los niños en la historia y de las historias que se han escrito para niños, puede acercarnos a las diversas percepciones que de la infancia se ha tenido en Occidente.

Y es que los contextos y eventos particulares de la sociedad, llegan de manera indirecta al niño a través de la literatura infantil.

De cómo se ve al niño, como ser pensante, con sus obvias limitaciones en el manejo de la lógica y la experiencia, depende la apertura de espacios de participación para él en el medio, y entre ellos está la literatura.

Por eso, es de singular importancia el surgimiento del género de la literatura infantil, pues supone el considerar que a un menor le puede gustar leer o que le lean historias. Es una invitación a interactuar con sus semejantes, a ser sujeto activo del medio doméstico y público.

A pesar de que las sociedades hegemónicas del siglo XX parecían abrir paso a la consideración social del niño, la preguerra fue escenario de uno de los grandes retrocesos en la historia de los niños: la industrialización y su aval frente al reclutamiento de menores para trabajar.

Por la trascendencia del contexto histórico en la manera como se define el papel del niño en la sociedad, es posible trazar la ruta que ha seguido la literatura infantil de posguerra para erigirse como mecanismo de difusión o subversión de las ideas dominantes.

El triunfo político y militar que comenzó con el desembarco en Normandía, dejó un  halo de triunfalismo y poder en los Países Aliados. Desde entonces, dos de las maquinarias editoriales hegemónicas por excelencia han sido la británica y la norteamericana.

El mundo editorial, como canal de difusión de ideas, no fue ajeno a la lección que dejaba una Europa semi-destruida: el precio del Nacionalismo.

En la Viena de finales del siglo XIX, con la Teoría del Psicoanálisis, Sigmund Freud atribuye al niño la capacidad de búsqueda, ligada a su facultad de raciocinio.

La valoración de las habilidades intelectuales del menor de edad y de los vínculos de la experiencia infantil con la vida adulta, redimensionan la importancia del niño como actor social y ser individual, con rango de acción en su medio.

Posteriormente, incursiona la Teoría Constructivista de Jean Piaget (1896-1980), con gran influencia en la Psicología del Desarrollo, y cuyo presupuesto es: «el conocimiento no se descubre, se construye». (Es preciso aclarar que en Piaget no se origina el pensamiento constructivista. Su antecedente filosófico es Immanuel Kant).

Bajo la óptica de Piaget, el aprendizaje es un proceso interno de construcción en el cual el individuo participa activamente, adquiriendo estructuras cada vez más complejas.

A partir de la posguerra, y bajo la influencia de estos tres factores (II Guerra Mundial, y las teorías del Psicoanálisis y Constructivismo), la literatura infantil sacude los personajes políticamente correctos y da lugar a la diversidad, la moraleja del cuento tradicional a la sombra de un nuevo concepto narrativo.

EL MUNDO EN BLANCO Y NEGRO

La prosa y poesía para niños han sido formas de diversión y, a su vez, herramientas pedagógicas y de transmisión de costumbres e ideologías.

Mentalidades, valores y normas se evidencian en el cuento a través de la trama, las características de los personajes y la conclusión; el desarrollo de eventos que trae consigo una lección, una visión ética de las circunstancias: la moraleja.

En la obra Antropología cultural, Marvin Harris explica que existe una conexión entre tradición oral y literatura, el «contraste binario», cuya función es develar un valor o posición moral: «Los antropólogos han recogido numerosos datos que sugieren que ciertas clases de estructuras formales se repiten en las más dispares tradiciones de literatura oral y escrita, incluyendo los mitos y cuentos. Estas estructuras se caracterizan por los contrastes binarios, es decir, por la presencia de dos temas o elementos que ocupan una posición diametralmente opuesta. Cabe encontrar numerosos ejemplos de contrastes binarios en la religión, mitología y literatura occidentales…».

La estructura del cuento de hadas tradicional presenta una división rotunda entre el bien y el mal, sin matices.

El contraste binario es claro en los grandes monumentos literarios para niños: Buena: Caperucita Roja / Malo: el lobo. Buena: Blancanieves / Mala: la madrastra. Buenos: Hansel y Gretel / Malas: la madrastra y la bruja de la casita de chocolate.

La consecuencia, a mediano plazo, de la difusión de dos teorías, Psicoanálisis y  Constructivismo, es la confianza en la capacidad del niño como hermeneuta, como ser capaz de lectura, independiente, y con la habilidad de ensamblar los elementos narrativos para establecer una relación interpretativa directa (no mediada por el adulto) con la obra de arte que es el texto literario.

En esa línea conceptual e histórica, el cuento infantil Donde viven los monstruos, de Maurice Sendak, es representativo de la trasgresión en la moraleja.

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LOS MONSTRUOS DE SENDAK

Desde su publicación, en 1963, Donde viven los monstruos despertó polémica por el comportamiento políticamente incorrecto de Max, y por las ilustraciones espeluznantes, míticas y burlonas, realizadas por Sendak.

Max, disfrazado con un traje de lobo, encarna los sueños y profundos deseos de trasgresión de los niños, en un relato ligado al psicoanálisis infantil. Francis Spufford, autor de The Child That Books Built (El niño que los libros construyen), asevera que Donde viven los monstruos es «uno de los pocos libros ilustrados que logran un uso deliberado y bello de una historia psicoanalítica de rabia».

No es osado afirmar que Donde viven los monstruos establece un punto de quiebre en la concepción de la moraleja del cuento infantil, a partir de los valores que representan sus personajes y sus acciones.

El personaje de Max, pequeño Ulises que parte hacia una aventura imaginaria dejando a su madre (cual Penélope) en casa, es susceptible de ser visualizado como una subversión al rol del niño políticamente correcto.

Bajo estas condiciones la dinámica del contraste binario es muy sutil, casi imperceptible…

¿Es Max (quien amenaza a su mamá y luego vuelve a ella) bueno o malo?

¿Los monstruos (pavorosos en imagen, amorosos en su relación con Max) son buenos o malos?

¿La madre de Max (figura de castigo, pero también de espera paciente, de compañía protectora) es buena o mala?

A partir de la obra culmen de Sendak, es posible evidenciar el cambio en el concepto narrativo desde cuatro elementos específicos:

1. El bosque (que deviene en selva en la obra de Sendak): espacio mental y real de lo desconocido para el niño.

2. La figura de autoridad: manifiesta en la relación adulto-niño, y en el significado de la imagen de la luna, permanente en las ilustraciones, como concreción de la figura mítica de la madre.

3. La ética social de los protagonistas: personajes políticamente incorrectos.

4. El monstruo: representación fantástica en el niño de sí mismo y de quienes son distintos a él. El monstruo es también la manifestación de su oposición o rebeldía ante el mundo circundante.

Gracias a la literatura infantil contemporánea los monstruos salieron del clóset.

Tal vez por eso nunca les he temido: los ví salir, uno a uno, en desfile, frente a mí.

Ni mis hobbits eran los de Tolkien ni mi Patasola la del pueblo de los abuelos. Todavía, agobiada por el trasnocho, espero a Nosferatu.

Si de niña fui la princesa del colecho, ahora soy la reina (mis hijos llegan a mi cama con la segunda o tercera campanada de la madrugada).

Y es que no importa en dónde esté mi lecho: un monstruo, siempre, se acuesta a mi lado.
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* Ana Cristina Restrepo Jiménez es periodista de la Universidad Pontificia Bolivariana, Especialista en Periodismo Urbano e Historia del Arte. Es columnista de varios medios nacionales y regionales. Su pasión como se puede ver en este texto es la literatura infantil.

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