Literatura Cronopio

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LA SENDA DEL LOBO

Por Joaquín Albaicín*

Mi abuela hablaba de lobos  como si se tratara de los maquis que, al caer la noche, descendían desde sus vivaques en la Fuente de la Ardilla hasta ‘Villa Carmela’ y otros chalets de San Rafael. ¡Esos sí que eran lobos a los que se les veía las orejas! Tras requisar, taciturnos, algunas mantas y provisiones, partían con el mismo sigilo con que llegaban. Otro lobo hizo más ruido en aquel pueblo donde veraneaban bustos como Muñoz Grandes, Lerroux, González Ruano, Manolo ‘Caracol’ o el novillero Juan Gálvez… Fue en la Navidad de 1948 cuando bajó. De poderoso tórax, rondaba en avanzadilla de exploración el preventorio infantil cuando el vecino Mariano Vázquez, de permiso de la mili, lo tumbó patas arriba de un disparo.

El hijo del bosque se había aventurado solo en el pueblo. ¿Curioso? ¿De caza? Se ha hablado mucho —en la literatura y la tradición oral— de los piratas como «lobos solitarios», quizá a cuento de que el lobo que anda solo debe, por lo general, su aislamiento a haber sido expulsado de su manada, lo mismo que los Morgan, Oloneses y Barbanegras de todos los tiempos. Este animal ha sido también proverbialmente asociado al septentrión, y las razones para ello tienen, en el fondo, poco que ver con el habitat tradicional de sus merodeos. ¿Cuándo, en efecto, se ha leído o escuchado que los lobos «suban», es decir, se desplacen desde el sur? No. Siempre «bajan», abandonando un escondite o reino más alto. Incluso el Lobo que contó a Rubio y Cerdán su peripecia de topo en ETA bajó —hijo de la niebla— del norte.

Me he visto de una tacada tres películas sobre el tema: la que narra la peripecia de ese lobo pasado por la cirugía plástica, «La hora del lobo», de Ingmar Bergman y «En compañía de lobos», de Neil Jordan. La del lobo, dice el pintor Johann en la película sueca, es la hora en que expira más gente y nacen más niños, lo que nos remite a la Puerta de Cáncer o Solsticio de Verano. Pero este lobo escandinavo aburre a las ovejas, que es lo último que le puede pasar a uno de su especie. Ni siquiera aparece en la pantalla. Todo se limita al discurso ese de la fiera de los prejuicios, en concreto los del sueco medio (personalizado en el aludido pintor, que, temeroso de la oscuridad y de las huellas dejadas por los lobos bajo la ventana de su cabaña, planta para exorcizarlas unas flores al pie de la misma). Atrás quedaron, sentencia pomposo Johann, los tiempos en que la noche era para dormir, soñar y descansar. No le valen, claro, de nada ni las florecitas ni las frases hechas: el lobo coñazo se lo zampará con patatas de un bocado freudiano.

En la película de Jordan, la historia transcurre en un bosque al que no llega nunca la luz del sol, un bosque que uno diría subterráneo y alumbrado por su propia luz interior, como mineros —en el sentido alquímico de la palabra— parecen sus habitantes. Su lobo es el lobo feroz del cuento de Caperucita, un predador onírico paseante sobre la hojarasca del sueño y cuya mirada, casi inofensiva en tiempo de vigilia, por la noche mata. «Nunca te apartes del sendero, nunca comas una manzana que el viento ha tirado y nunca te fíes de un hombre con cejas que se le juntan», enseña la abuela, que instruye también a la nieta en la diferencia entre los lobos peludos por fuera y los peludos por dentro, mucho más de temer estos últimos.

¡Ah! Me olvidaba… Por completar este mini ciclo privado constatando lo que haya ganado Paul Naschy con los años, quiero ver «Licántropo». Y he revisitado también al falso lobo de «El Bosque», de Shyamalam, para ratificarme en los valores ocultistas de Pennsylvania, donde en sólo una semana se encuentra uno con una cofradía de buscadores de yetis, el frontispicio de una logia, la alfombra que Nicolás II regaló a María de Rumanía el día de su boda o una casa encantada.

Pero estábamos con el ejemplar abatido en 1948 en San Rafael. A veces —a partir de la utilización por la casta sacerdotal de un simbolismo zoológico para representar realidades sagradas— hemos reflexionado y escrito sobre la espiritualidad del mundo animal, que presupone la existencia de inteligencia en el mismo.

Nos hubiera gustado, por ello, haber podido escuchar de boca del propio lobo qué hacía merodeando por el preventorio. Hace poco leíamos que los neanderthales «hablaban», pero en una lengua «tosca». ¡Como si de verdad alguien supiera de cierto lo que era un neanderthal, o tuviera el hombre actual algún derecho a juzgar o no ‘toscos’ a los habitantes de un pasado cuya mente ni siquiera alcanza a concebir…! Pero lo que nos interesa es que el artículo continuaba hablando —por boca del director de la Fonozooteca del CSIC— de los idiomas animales, de que no suenan igual los aullidos de todos los lobos: no registran, por ejemplo, la misma vocalización en la Península Ibérica que en Canadá. De que hay, pues, culturas distintas en el seno de una misma especie o subespecie animal. Una pena, que no podamos ya visitar el zoológico de la Biblioteca de Alejandría, cuyas leoneras no me cabe duda de que alojaban aún más de un cuadrúpedo portador del suficiente atavismo para poner firmes a toda la comunidad científica actual.
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* Joaquín Albaicín es escritor, conferenciante y cronista de la vida artística, sus artículos y relatos, así como sus críticas de arte flamenco han aparecido en diarios como ABC, El País y Reforma (de México), y revistas como El Europeo, Vogue, Granta, Sur-Exprés, Axis Mundi, Letra y Espíritu, La Clave, Generación XXI, Debats, Amanecer, Web Islam, 6 Toros 6, El Ruedo, MAN, Próximo Milenio, The Ecologist, Más Allá y Omarambo.

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