Literatura Cronopio

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SILVA, CONTEMPORÁNEO DEL TIEMPO

Por Luis Fernando Riascos*

A 150 años del natalicio del poeta colombiano José Asunción Silva, cuando se observan algunos acontecimientos con la distancia de las décadas, como si se tuviera la fortuna de alejarse y verlo todo desde afuera, desde arriba, el resultado es una metáfora precisa de lo que pareciera ser un caos en los hilos que atan el destino, las causas y los efectos.
Parece que existieron días en que a hombres aislados por su soledad se les volteó el destino, no era la suerte en contra, era algo más, escribían sintiendo melancolía por lo que no vivirían, como si la flecha del tiempo se hubiera invertido. Ellos recordaron por momentos el futuro.

José Asunción Silva un poeta de 26 años, fino perfil árabe, pálido, musculoso y de rizos negros en los cabellos y la barba, vive en un día de 1891, en Santafé de Bogotá, una fría ciudad con ambiente de parroquia.

«Por ese entonces una grande aldea, limitada por las iglesias San Diego y La Capuchina… el tranvía de mulas —el testimonio más avanzado de la técnica de transporte—, recorría macilentamente la ciudad… en las salas familiares, un retrato de los octogenarios el día de la boda… el jefe de hogar fuma cigarrillos ‘Legitimidad’ y esconde en el ceibo una botella de ‘brandy’», ésta es la descripción de la Bogotá de ese tiempo hecha por el periodista Fabio Peñarte para ubicar a la Gruta Simbólica, un recinto de poetas que vivió a la sombra de los toques de queda de la Guerra de los Mil Días y tuvo en Silva a su guía espiritual.

Agobiado por la muerte de su hermana Elvira, un amor pecaminoso que lo perseguirá hasta la tumba, José Asunción Silva escribe un poema que hoy, mediando más de 118 años, si se quiere, se puede leer como parte de un guión:

(Plano general a la pareja) Ella estaba con él… A su frente/
pensativa y pálida (corte)/
(a continuación paneo desde la ventana) Penetrando al través de las rejas/
De antigua ventana/ De la luna naciente venían/
Los rayos de plata/
(corte)/
(primer plano al hombre) Él estaba a sus pies, de rodillas/
Perdido en las vagas/
Visiones que cruzan en horas felices/
Los cielos del alma…
(Luz de luna, El libro de versos).

Claro, no se sabe que percepción tenía Silva en ese momento de estas imágenes que iban más allá de la fotografía y la pintura. Pero el poeta siguió penetrando en lo que no existía.

Por los 19 años de edad vivió y estudió once meses en Europa, de regreso a esa Bogotá apartada del resto del mundo, se intentó notar tan culto y educado que se ganó el apodo de José ‘Presunción’. Diez años pasaron de ese viaje y escondido en José Fernández, su personaje autobiográfico, crea una novela que llamó De sobre mesa, plasmó ese tiempo en las grandes capitales de lo que él se convenció era el centro del mundo. En las primeras líneas, otra vez restos de imágenes en movimiento que nadie había inventado.

Como un ojo volando, desde el aire detalla el interior de una casa, su narración va descubriendo en una sala oscura algo que va a ocurrir: una lámpara que ilumina tres tazas de China, un frasco de cristal tallado con licor transparente en el que flotan partículas de oro, un piano con las bujías encendidas, el retrato al óleo de un burgomaestre flamenco dentro de un marco florentino… las brasas de dos cigarrillos y sus espirales de humo ondulante en la penumbra…

Escribe Silva: «Ahí estaban cuatro jóvenes distintos, adormilados por la borgoña noble, el opio letal y la conversación capitosa de una cena espléndida. Uno de ellos dice estar al borde de la congestión, y se dispone a resucitar con un habano y una copa de aguardiente de Dantzing. Otro, derrumbado en un diván turco, se retuerce la barbilla dorada, y dice: —bonita sobremesa—».

Silva reescribiría estas páginas al cabo de dos años debido al naufragio del vapor Amérique cuando regresaba de Venezuela, donde se perdió parte de su obra. Luego de cien años, un hombre que habitó otro extremo del país de Silva, cerca al mar, autor de la historia de una saga mitológica con el apellido Buendía que pobló dicha región por cien años y unos días, llamado Gabriel García Márquez, leyó este fragmento y con asombro comentó:

«Una influencia imposible: el cine… la exclamación —bonita sobre mesa— explica y anticipa el título del libro, justo en el momento que habría aparecido sobreimpreso en la pantalla si hubiera sido una película. El concepto del espacio, el manejo expresivo de la luz, la plasticidad del decorado de ricos en el agonizante siglo XIX en París, la estrategia en la presentación de los protagonistas, son modos propios de contar el cine».

Por esos días, del otro lado del mundo, en París, un par de hermanos de apellido Lumière, desconocido para Silva y Silva para ellos, experimentan en sus laboratorios con los primeros rollos fílmicos, y exhiben fragmentos de la realidad en movimiento en pantallas enormes, pero lejos de un lenguaje propio y consolidado como el de De sobre mesa que sólo se empezaría a gestar con Georges Méliès entrado el siglo XX.

Silva no fue el primero ni sería el único en reflexionar e idealizar hechos que eran futuros para el grueso de la humanidad, hacía casi cuatrocientos años había vivido en Italia un genio que se llamó Leonardo di ser Piero da Vinci, que además de artista, escritor y filósofo, se aproximaba a la ciencia sin explicaciones teóricas, ni experimentos, en cambio, describía y dibujada hasta los últimos detalles de los fenómenos que observaba.

Leonardo da Vinci fue el maestro del Renacimiento, un movimiento inspirado en la antigüedad clásica y en la consolidación de la importancia del hombre en la organización de la realidad histórica y natural, desplazando a Dios. Uno de sus manuscritos es el Códice Atlántico, ahí se incluye un artefacto parecido al helicóptero, el esnórquel de buceo, paracaídas, submarino y un dispositivo de engranajes que se cree era una máquina para calcular, todos éstos siglos antes de su invención.

La obra de Silva, al igual que da Vinci, no entiende de tiempos convencionales, pero había uno que deseaba y con el que el poeta convivió: el tiempo de la muerte, punto de encuentro con Elvira, al cual caminaba como si se tratase de un abismo que bordeaba enceguecido, era su pasado y futuro añorado, lo visionaba y manchó toda su obra:

Cuando ya de la vida
el alma tenga, con el cuerpo, rota
y duerma en el sepulcro
esa noche, más larga que las otras,
mis ojos, que en recuerdo
del infinito eterno de las cosas,
guardaron sólo, como de un ensueño,
la tibia luz de tus miradas hondas,
al ir descomponiéndose/entre la oscura fosa,
verán en lo ignorado de la muerte,
tus ojos,… destacándose en las sombras

(Estrellas fijas, Poesías varias)

Al notarse este cruce de hechos, el lenguaje cinematográfico en una novela anterior al séptimo arte, que dejan el tiempo al desnudo, mostrándolo flexible, perturbable, se piensa en el universo de Jorge Luis Borges, donde el tiempo es más cercano a un poema, que es un anhelo, que a la historia de un hecho.

En El jardín de senderos que se bifurcan Borges narra el crimen de Stephen Albert, a manos de Yu Tsun, catedrático oriental al servicio de las fuerzas alemanas durante la Primera Guerra Mundial. Se entiende y se reitera en el relato que el muerto debió ser Tsun, pero la decisión inesperada de Tsun de dispararle a Albert, parece un fragmento de otra historia.

Son los mismos personajes quienes previamente al asesinato, hablando de la novela de un tal Ts`ui Pen, explican lo que les está sucediendo, le dice Albert a Tsun que «en todas las ficciones, cada vez que un hombre se enfrenta con diversas alternativas, opta por una y elimina las otras, Ts`ui Pen opta —simultáneamente— por todas. Crea, así, diversos porvenires, diversos tiempos… en algunos existe usted y no yo; en otros yo, no usted; en otros los dos. En éste, que un favorable azar me depara, usted ha llegado a mi casa; en otro, usted, al atravesar el jardín, me ha encontrado muerto; en otro yo digo estas mismas palabras, pero soy un error, un fantasma…»

Al otro extremo del conocimiento, un físico en una silla de ruedas, sin habla: Stephen Hawking, parecía evocar a Borges y a Silva. En una misión parecida a una epopeya griega, que él llama Teoría Cuántica de la Gravedad, que intenta encontrar el orden, entre miles de millones de posibilidades, en que el universo encontró las condiciones apropiadas para evolucionar correctamente, propuso:

«Una partícula no tiene simplemente una historia única, en lugar de eso se supone que sigue todos los caminos posibles, cada historia de las que interviene describirá no sólo el espacio-tiempo, sino también todo lo que hay en él, incluido cualquier organismo complicado, como seres humanos que pueden observar la historia del universo… qué significado puede ser atribuido exactamente a las otras historias, en las que nosotros no existimos, no está claro».

En una Londres de 1885  que terminaría por igualarse a una de 1938, de nuevo aparece esa combinación simultanea de posibilidades, al estilo del Jardín de Borges, dejando a un personaje real intrometido en un universo ficticio y haciendo afirmaciones que nutrirían la realidad en el futuro.

José Fernández asiste a una consulta con un médico místico, de «mejillas sonrosadas y llenas que contrastan con la barba rizosa y gris y la singular vitalidad que revelan sus miradas y los ágiles movimientos del cuerpo recio y membrudo no debilitado por los sesenta y cinco años… un hombre envejecido en el estudio de las miserias humanas».

Llegó al consultorio del médico John Rivington, porque había conocido meses atrás en Ginebra a una mujer de unos quince años de nombre Helena de Scilly Dancourt, la pérdida de su rastro le había provocado la visión de un fantasma, una mujer vestida de blanco con lirios en la mano y pronunciando la frase «manibus date Lilia plenis».

Fernández llegó en perfecta salud corporal pero en la búsqueda de auxilios que la ciencia pudiera ofrecerle para mejorar el espíritu. Rivington le practicó una serie de curiosos ejercicios físico-mentales: «Haciéndome permanecer de pie, sentarme, recostarme, contar, vendándome los ojos para picarme con alfileres, traducir por escrito un texto de Aristófanes… comenzó otro examen casi desnudo sobre un diván marroquí negro, examen durante el cuál analizaba yo el extraño efecto que habían producido sus palabras…»

La conclusión de Rivington, propia de otro médico, un joven austriaco desconocido por los días en que Silva escribía esas páginas, pero decisivo en la historia de la humanidad en las próximas décadas, explicaba la reaparición de una impresión causada por una pintura en su niñez, que formó un recuerdo que se durmió hasta conocer a Helena.

Dijo Rivington: «Porque un recuerdo de esta pintura y de la leyenda que tiene al pie vistas por usted hace muchos años, resucitó en su memoria, gracias a la analogía que hay entre la fisonomía de su amada y la que representa este dibujo… La memoria es como una cámara oscura que recibe innumerables fotografías. Quedan muchas guardadas en la sombra; una circunstancia las retira de allí, recibe la placa un rayo de sol que la imprime…»

Sigmund Freud quien al fundar la disciplina del psicoanálisis seria decisivo para la historia de la humanidad, evidenciando el significado inconsciente de palabras, actos y fantasías, en junio de 1938, con más de setenta años, barba y cabeza blanca, escribía en Londres : «La influencia más poderosa, de tipo compulsivo procede de aquellas impresiones que afectan al niño, hecho extraño que habremos de facilitarnos su comprensión comparándolo con una placa fotográfica, que puede ser revelada y convertida en imagen al cabo de un intervalo arbitrario» (Moisés y la religión Monoteísta).

Rivington y Freud, devotos de la ciencia y la razón como lo era Silva, se confunden en ese  espacio-tiempo de la ficción (no de la mentira), uno hijo de la academia europea y el otro, Rivington, hijo de su Dios padre Silva, que a su vez vivía sin Dios ni ley, influenciado por  el positivismo, la ciencia experimental, corrientes tan humanas como su refugio en experiencias, seres y mundos desaparecidos, inaccesibles, ganándose el sello de poeta modernista:

En los brazos de un doctor y un sacerdote
un enfermó expiró.
Ateo en sus últimos momentos
creyó en la religión.
El cura entre sus notas escribía
con frenético ardor:
«Aunque ateo vivió, se ha convertido,
que lo bendiga Dios!»
El doctor en sus apuntes
consignado dejó:
«El enfermo perdió el conocimiento
desde ayer a las dos»

(Puntos de vista, Poesías atribuidas a Silva)

Hoy, unos 40860 días después de que José Asunción Silva acompañó a unos invitados al portón de su casa en Bogotá, alrededor de la media noche, y se fue a su alcoba para dispararse un tiro de revolver donde tenia dibujado su corazón, mientras duerme esa noche más larga que las otras, cuando del cine han brotado obras de maestras como las de Stanley Kubrick, y el psicoanálisis ha penetrado los estudios de las ciencias sociales, queda la impresión que su verdadero tiempo llegó.
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* Luis Fernando Riascos nació el 30 de mayo de 1982, es Comunicador Social-Periodista egresado de la Universidad Autónoma de Occidente. Inició su labor periodística en el periódico universitario El Giro. Ha colaborado con perfiles y crónicas para medios el Periódico del Sur, y Pacífico Siglo XXI. Ha complementado su labor periodística para prensa escrita con el periodismo de carácter científico ejercido en instituciones como la Universidad Nacional y la editorial Promulgar Creatividad. Actualmente escribe para la revista Èbano Latinoamérica, única revista colombiana dedicada a exaltar el invaluable aporte de la cultura Afro.

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