CRÓNICA DE UN ESCRITOR GLOBALIZADO
Por Óscar Osorio*
Caminaba yo en compañía del profesor Fabio Martínez y él me dijo algo así como que yo estaba por ahí en un panel sobre literatura colombiana y globalización en la Feria del Libro. «¿Qué? ¿Cómo así? Yo no sabía nada. Yo no tengo nada preparado. Mejor que me borren, que me den ‘delete’», le dije. Seguí hacia el salón de clases y no pensé más en el asunto. Dos días después encontré mi nombre en la programación de la Feria. Ahí estaba, al lado de otros escritores, éstos sí flamantes. Ya así la cosa se ponía peluda —como decía mi abuelo—, porque —pensé— qué «boleta» no aparecerme por allá, voy a quedar como un… como dicen mis estudiantes. Y como la vanidad también empuja, la idea comenzó a rondar en la cabeza y a quitarme la tranquilidad.
En ésas andaba cuando me encontré con mi amigo Alejandro López, que pasaba por la misma situación. Claro, ambos entendimos que siendo escritores de la casa, y con todas las dificultades que trae un evento de estas magnitudes, a alguien se le haya olvidado comunicarnos con tiempo nuestra vinculación. Pero eso no tenía importancia, lo importante era el honor que se nos concedía y la premura del tiempo. Nos sentamos, pues, a hablar del asunto de la globalización, de la literatura, y de sus relaciones. Tres horas de cafetería muy prolíficas, muy ilustrativas. Con muchas interrupciones —he de confesarlo—, pues aunque la belleza de nuestras mujeres parece un asunto cotidiano, nosotros aún nos empeñamos en sus caderas forradas en bluyines descaderados, en sus ombligos perfectos y descubiertos, en sus turgentes senos apretados por minúsculas blusas.
Pensé que esta moda sí era indiscutiblemente una expresión de la globalización. Sí, nuestras frescas y bellas muchachas parecen muy globalizadas, en varios sentidos, claro. Nos despedimos cerca de las cinco de la tarde. Alejandro se fue muy contento porque ya tenía tema para su intervención. Él se ocuparía del asunto estético, de la poética que la globalización impone por las leyes de un mercado editorial mundial y por la hiperinformación y el cambio en la recepción que esto implica, de esas cosas complejas que a él le gustan tanto. Pero yo seguía en las mismas, yo no sabía por donde entrarle a un asunto tan espinoso.
Tomé el colectivo. Trataba de meditar sobre lo aburridor que resultaría un mundo con una cultura globalizada (excepto tal vez por las chicas globalizadas al presuntuoso y banal estilo gringo. ¿O no? Bueno, tal vez no). Pero de nuevo mi concentración se veía turbada, esta vez porque el Juan Pablo Montoya, calvo y barrigón, que manejaba el colectivo nos tuvo varias veces al borde de un accidente. Claro, uno les dice que, por favor, disminuyan la velocidad, pero ellos se embejucan y rezan su rosario: «Ya lo quisiera ver a usted sentado en esta estufa de mierda dieciséis horas diarias para hacer lo de la entrega y la gasolina, bregando a que quede algo para llevar al rancho, hijueputa». Discurso inteligente y afiladamente argumentado con un machete de 25 pulgadas, que blanden como una extensión de su brazo y de su furia, y, por lo tanto, irrebatible. Uno sabe, claro, que esta gente vive mal, en barrios marginales, de arriendo, comiendo paupérrima comida, llenos de hijos. Éste —pensé— no es un hombre globalizado, no señor. Bueno, aunque lo dudé, por la barriga. Seguí meditando, con dificultad, porque el sol, asesino, despiadado, infame, descomponía algunas axilas y la atmósfera se tornaba cada vez más ingrata.
Al pasar frente a Ciudad Jardín, algunas personas hacían ruedo a un hombre que yacía en el suelo con un tiro en la cabeza. Era un hombre negro, vestido con ropa americana amarilla, zapatillas de marca. Sus ojos paralizados hacia el oriente, como con ansia de un nuevo sol que ya no vendría, y un lago de sangre entibiándole el rostro. Superado el estupor que el hecho me causó, pensé: ¿Qué tiene que ver este hombre asesinado en una calle de la ciudad con la globalización? ¿Y los miles de hombres asesinados en Colombia estarían globalizados? Como la vida, el viaje continuó para nosotros, tan acostumbrados ya a la muerte. Y volví a meditar en la literatura y su relación con la globalización.
En ello estaba cuando mi pensamiento fue interrumpido, de nuevo; esta vez por una mujer flaca, mal vestida, sudorosa, que cargaba sobre su barriga fofa, a una criaturita de dos o tres años. Que desplazada, que no tenía trabajo, y no sabía nada del marido, que había desaparecido en el campo y yo estoy vendiendo estos súper cocos para que me colaboren, a tres por quinientos para llevarles el bocado de comida a los cinco niños que tengo. Hablaba mientras el niño jugaba con un palito y dejaba caer mocos sobre los deliciosos súper cocos. Miré a la mujer a los ojos, y allí sin duda habitaba ha mucho tiempo el silencio y la tristeza. Éstos tampoco parecen globalizados, concluí. Y, claro, como yo me finjo poeta, advertí el sentido poético de la vida que, también poeta, hace sus rimas durísimas: mocos en súper cocos, desplazados no globalizados. ¿Y los millones de desplazados en Colombia, estarán globalizados? Increíblemente, por fortuna del azar, logré llegar al paradero que me correspondía. El no-globalizado chofer siguió su ruta suicida y yo mi camino a casa.
Entré a mi casa, besé a mi familia, cené una mejor comida que la que le esperaba al chofer y a la mujer del colectivo, y a sus niños. Reposé un poco y me metí en la red. Parece —pensé— que yo sí estoy globalizado. Centenares de miles de páginas para la palabra «globalización», decenas de miles para «literatura y globalización», miles para «literatura colombiana y globalización». Allí apareció una que invitaba al evento de la Feria del Libro, y recordé, con calofríos, que yo estaba metido en camisa de once varas. Yo tenía tan poco qué decir y estaba seguro que Cruz Kronfli iba a hacer una seria y juiciosa exposición; y lo mismo Darío Ruiz que tendría a disposición treinta o cuarenta citas bibliográficas, y los otros inteligentes y juiciosos escritores, todos ellos muy globalizados.
Como diría la abuela de un amigo mío, no me podía sentar bajo el palo a esperar que me cayeran las guayabas. Bajé algunos textos de internet, nada muy novedoso, lo de siempre, que es un proceso que inicia con la caída del muro de Berlín, el fin del socialismo real, la extensión del mercado global a todo el mundo y la generalización de Internet. Un proceso que integra las actividades económicas, sociales, culturales y ambientales y que supone también la desaparición de las fronteras geográficas, materiales y espaciales. Un proceso que nació trayendo consigo una gran esperanza: era el fin de la guerra fría y la amenaza nuclear, la disminución de los gastos en armamento, la disminución de los conflictos, el freno del crecimiento demográfico en la mayoría de los países, el desarrollo de las energías renovables, el advenimiento de las nuevas tecnologías de la información, la extensión de la democracia, el mayor respeto de los derechos humanos, equidad entre hombres y mujeres, la extensión de la educación, el mayor rechazo de la corrupción.
Luego todo se tornó en una enorme frustración para la gente de los países pobres. Recordé, como si lo estuviera viendo de nuevo, al presidente Gaviria, rodeado de sus muchachos, con voz chillona, diciéndonos: «Colombianos, bienvenidos al futuro». Todos en Colombia felices porque entrábamos al comercio mundial, a la tecnología de punta y con ello saldríamos del subdesarrollo, y ahí sí, a vivir bien bueno, como nos gusta. Sólo restaba esperar que Gaviria y los suyos hicieran lo suyo. Y lo hicieron… nos lo hicieron… y bien adentro. Porque lo que resultó es que la integración global funcionó para los ricos (los países ricos y los ricos de los países pobres, Gaviria y los suyos), pero la mayoría de la población del mundo no participó de sus beneficios.
Las cifras lo demuestran. Según el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), en 1960 el 20% más rico de la población mundial ganaba 30 veces más que el 20% más pobre, en 1990 la proporción era de 60 a 1, y en 1997 la diferencia era de 74 a 1, y crece la diferencia. Esto conlleva un aumento de la exclusión social, el desempleo y la pobreza. En América Latina, el número de pobres y de indigentes aumenta año tras año mientras se profundiza la globalización. ¿Y qué le toca a los países pobres de los millones de millones de dólares que se mueven por el ciberespacio? Los emisarios de los ricos, El FMI y el BM, obligan a los países pobres a privatizar las empresas públicas y a reducir los gastos sociales y de protección ambiental, les quitan capacidad de decisión y arrodillan a los dirigentes en favor de las grandes multinacionales.
Claro —pensé— por eso la educación pública en Colombia va de capa caída. Ahí está la razón para que a los profesores nos paguen menos, para que los profesores nombrados disminuyan y los contratistas aumenten, y no nos acrediten en credenciales. Sí, claro —concluí— yo soy un profesor globalizado. Globalizado por el neoliberalismo, eso que Vargas Llosa dice que no existe y que ese maravilloso escritor, científico, músico y premio Nobel de Economía Manfred Maxneef ha criticado denodadamente. Neoliberalismo que ha ampliado y ahondado la zanja entre los pobres y los ricos, y que ha conllevado una catástrofe social en la mayoría del orbe. Además, el sueño de la aldea global que traía la Internet y las nuevas tecnologías tampoco se ha realizado para los más pobres, que no tienen computador. En fin, lo que pude constatar en mi rápida indagación es lo que ya sabía, lo que todos sabemos, que el sueño de la globalización se ha tornado en una pesadilla infernal para los países tercer mundistas.
¿Pero, qué tiene que ver esto con la literatura colombiana? Revisé mis últimas lecturas, unas cuarenta novelas alrededor del tema de la actual violencia colombiana, esta violencia que en las alas del narcotráfico (uno de los mayores beneficiarios de las nuevas tecnologías y de la globalización) se ha elevado hasta el delirio. Recordé al chofer, a la desplazada, al asesinado; éstos eran los personajes de esas novelas. ¿Y cuál era el tema, más allá, en lo profundo, de qué me hablaban estas novelas? ¿Y los personajes que me había encontrado ese día? Ni unos ni otros parecían gente globalizada, es decir, tal vez sí, estaban muy globalizados, en la globalización de los países pobres, la que no tiene nada ver con el sueño de la democracia y el advenimiento de la era feliz de las nuevas tecnologías.
Luego pensé en los escritores. Nosotros sí exhibíamos globalización: viajábamos por el mundo cibernético a velocidades extraordinarias; nos contactábamos con escritores, editores y tendencias estéticas de otras latitudes; leíamos revistas electrónicas; asistíamos a museos virtuales y a teleconferencias; poníamos textos y los vendíamos por Internet. Todo eso nos hacía felices. Sosteníamos un diálogo estético de impresionante actualidad que orientaba nuestra propia escritura, algunos para el mercado editorial y otros al margen de él. Sí, la mayoría de los escritores vivíamos en un mundo globalizado, y eso nos hacía felices; pero nos empeñábamos en el tema de un tejido social no–globalizado, premoderno y en descomposición, y eso nos hacía infelices.
La literatura colombiana vuelve desde hace años sobre el tema de la desigualdad, la inequidad, la exclusión y la violencia; es, creo, una literatura de la frustración: de la frustración social e individual, de la frustración humana. Recordé los cantos de sirena en la melodiosa voz de Gaviria y —pensé— que, como a los marinos de la antigüedad, a nosotros esta voz delicada nos llevó al naufragio, y en eso estamos, en pleno naufragio, y de eso se está ocupando buena parte de la literatura colombiana, del derrumbe social, que se ha profundizado por la globalización.
Hice una rápida revisión de esta literatura y confirmé esta afirmación. La excelente novela Angosta, de Abad Faciolince, nos sintetiza ese mundo inequitativo y violento, con la vanidad y la frialdad de los habitantes de Tierra Fría, las dificultades y el servilismo de los de Tierra Templada, y la humillación y la indignidad de los de Tierra fría; todos atravesados por una violencia irracional. Los ejércitos de Evelio José Rosero, es una maravillosa novela que nos deja un testimonio desgarrador de las múltiples violencias a que son sometidas las gentes del campo; la obra de Laura Restrepo también se ocupa en extenso del asunto: desde los desplazados de La multitud errante, pasando por la metáfora textual sobre la violencia colombiana de esa extraordinaria novela Leopardo al sol y de la dislocación social con Delirio.
También las dos novelas de Darío Jaramillo Agudelo: El juego del alfiler y la preciosa Cartas cruzadas, recuperan los hilos de un tejido social descompuesto en la violencia del narcotráfico, y nos dan cuenta de una sociedad tremendamente frustrada y sin horizonte. Y la novela En voz baja, de Darío Ruiz, que hace una entrada muy poética a ese sentimiento de frustración social ante la vulgaridad y la lógica social perversa de los nuevos ricos del narcotráfico. Y la novela Hijos de la nieve de José Libardo Porras, que es una novela sobre la frustración social, familiar e individual que acarrea el narcotráfico. Y la novela La lectora de Sergio Álvarez; y el reportaje Noticia de un secuestro de García Márquez; y el valioso libro de crónicas Tierra posible de Alejandro López; y varios de los trabajos de Germán Castro Caicedo, vuelven todos sobre la frustración social y la violencia. Y toda la novelística del sicariato (Rosario Tijeras de Franco Ramos, La Virgen de los sicarios de Fernando Vallejo, Sicario de Mario Bahamón Dussán, Morir con papá de Óscar Collazos, Sangre Ajena de Arturo Álape), que hacen inmersión desde distintas perspectivas sobre ese fenómeno nefasto, y que nos hablan de la exclusión, la marginalidad, la violencia, la frustración social. Y los treinta libros sobre la guerra escritos por mujeres, que la profesora Carmiña Navia recupera en ese estupendo trabajo Guerra y paz en Colombia, miradas de mujer, con el que ganó el premio Casa de la Américas, indagan sobre el tema: exclusión, violencia, marginalidad, frustración. Y yo, en mi libro La mirada de los condenados, y en los poemas de La balada del sicario y otros infaustos y El cronista y el espejo hablo de lo mismo. Y los escritores del taller Calíope, en su texto colectivo La sucursal del cielo, hacen lo propio. Y la lista continúa.
Sí, lo confirmé, un cuerpo importante de la literatura colombiana lleva años hablando de lo mismo: la exclusión, la miseria, la inequidad, la injusticia, la violencia, y el profundo sentimiento de frustración social que nos embarga. Asuntos que, sin lugar a dudas, la globalización ha acelerado, ha profundizado, ha llevado a límites insospechados. Y puede uno pensar que hacia el futuro, con un panorama nada esperanzador, la literatura colombiana tendrá que seguir en el tema, buscando caminos de expresión para dar cuenta de la situación dramática a que nos está llevando a los pobres del mundo el sueño de la globalización. Aunque el asunto es tan terrible yo estaba contento, porque al fin había encontrado el tema para mi intervención, incluso el título: Literatura colombiana ante la globalización: frustración y violencia. Ahora sería cuestión de sentarme a escribir.
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* Óscar Osorio es profesor Titular de la Universidad del Valle y candidato a doctor en el programa de Literaturas Hispánicas y Luso Brasileras del Centro de Graduados de la Universidad de la Ciudad de Nueva York (CUNY). Ha publicado los libros: La balada del sicario y otros infaustos (2002), Historia de una pájara sin alas (2003); La mirada de los condenados (2003); Poliafonía (2004); Violencia y marginalidad en la literatura hispanoamericana (2005); Hechicerías (2008); El cronista y el espejo (2008). Con esta novela ganó en España el XXXII Premio Cáceres de Novela Corta 2007. Hace parte de la antología Encuentro 10 poetas latinoamericanos en USA (2003), es coautor de los libros Nueva novela colombiana (2004) y Yo hablo, tú escuchas, ella lee, nosotros escribimos, una pedagogía compartida (2007). También ha publicado ensayos, crónicas y poemas en revistas como Poligramas de la Universidad del Valle, Hybrido de New York, Con-textos de la Universidad de Medellín, Ciberayllu adscrita a la Universidad de Missouri (USA), Letras Hispanas adscrita a la Universidad de las Vegas (Nevada, USA), Semana.com, Letralia. Es miembro fundador del Taller Literario Botella y Luna.