JULIO RAMÓN RIBEYRO
Por Álvaro Bustos González*
A Galia Ospina Villalba, sin conocerla.
Escribir sobre un autor que uno admira más allá del fervor, bien porque nos ha descubierto con su palabra leve y diáfana un horizonte de posibilidades lingüísticas, bien porque el trasfondo de sus vivencias y estados anímicos, fuente de su obra, nos impresiona hasta el desasosiego, es un acto de humildad que se debe cumplir con amor.
Mi afecto por la obra de Julio Ramón Ribeyro comenzó el día que leí “Sólo para fumadores” en aquel lejano 1994 de su muerte, uno de los cuentos de mayor perfección que se pueda concebir y que poco tiene que ver con la ficción, puesto que su génesis fue autobiográfico. Luego llegaron sus “Cuentos Completos”, que editó Alfaguara con lujo de detalles, y más tarde apareció su diario personal bajo el sugestivo título de “La tentación del fracaso”, una especie de meteorito que cayó en mis manos y que me tuvo durante varios días al borde del delirio. Yo no recordaba haber leído hasta ese momento a un escritor que hubiera convertido en literatura de manera tan hermosa sus experiencias personales, que hubiera tomado de la penumbra de sus días aquellos motivos que lo llevaban a incinerarse en la convicción de que iba camino de la ruina espiritual y del desastre literario, y todo por la dudosa razón de que no podía o no quería escribir una obra cumbre porque, llegado a esa cima, su vida dejaría de tener sentido.
Impresionado por el espectáculo de sinceridad y por la belleza formal de lo que acababa de leer, afirmé: “Julio Ramón Ribeyro es el mejor escritor latinoamericano que he leído. Digo escritor, no novelista, ensayista ni poeta, aunque la crítica lo haya catalogado como un cuentista de excepcionales aciertos. Asiduo y minucioso lector de diarios, Ribeyro escribió el suyo a saltos de sufrimiento, pobreza y soledad.
Pienso que su escritura, sus palabras exactas y justas, primordiales y transparentes, casi inasibles, tienen en sus manos un valor fundacional. El suyo no es un estilo suelto, desmañado, del que se ufanan con frecuencia los imitadores de Balzac. La suya es una prosa tenue, cristalina, como un vidrio a través del cual se vislumbra el rocío de la mañana. ¿Cómo pudo un hombre de personalidad ávida, me pregunto con deliberada ingenuidad, vehemente y dubitativa a la vez, lector difuso, mujeriego, botarate, nada previsivo ni metódico, bebedor fuerte y prostibulario, escribir una de las prosas más puras y armoniosas de la lengua castellana moderna? Tal vez porque los escritores se nutren de sus propias miserias.
Hablo de su estilo sobrio y sencillo, de su escritura impecable, pero también de su persistente vocación. “Si me he de equivocar, dijo en relación con su vida dedicada a las letras, debo seguir hasta el extravío total”. Y así fue. De Julio Ramón Ribeyro podría decirse que fue un individuo retraído y ciclotímico hasta la exasperación. Las almas pías lo habrían definido como un irresponsable, vicioso y empedernido trasgresor. Fue un ulceroso adolorido y un fumador impenitente, lo cual finalmente lo condujo a una carcinomatosis generalizada, pero sobre todo fue un escritor eminente, con una cultura inmensa y un trasfondo de bondad admirable.
Nunca negó algunas de las influencias más decisivas en su formación, que él les adjudicaba a Stendhal, Chèjov, Balzac, Guy de Maupassant y Thomas Mann. ¿Por qué Ribeyro es el menos conocido de los célebres escritores de su generación, siendo que vivió en Europa y mantuvo contacto con la mayoría de los galardonados? Para mí es un misterio. Es imposible escribir con un lenguaje más claro y preciso. Nada extraño sería que la posteridad, como suele ocurrir, le tenga reservada la gloria que la cicatería humana no le concedió en vida. Tengo para mí que Ribeyro merece ser considerado un clásico de la lengua castellana.
Tiempo después encontré su “Antología personal”, editada por el Fondo de Cultura Económica, en la que, en una apretada selección, convivían cuentos, artículos literarios, obras de teatro, un breviario de sus “Prosas apátridas” y de los “Dichos de Luder”, y los trozos iniciales de su truncada autobiografía, en la que Ribeyro recuerda que su tatarabuelo Juan Antonio Ribeyro y Estada y su bisabuelo Ramón Ribeyro y Álvarez del Villar fueron rectores de la Universidad de San Marcos, presidentes de la Corte Suprema de Justicia y Ministros de Relaciones Exteriores del Perú. Sus ancestros, pues, estaban marcados por las disciplinas jurídicas, una circunstancia que le sirvió a la familia para inducirlo a estudiar Derecho, cosa que hizo a disgusto en la Universidad Católica, período que se convirtió para el escritor en ciernes en el laboratorio de donde extrajo años más tarde los elementos anecdóticos a partir de los cuales escribiría “Los geniecillos dominicales”, la novela que le sirvió de pretexto para referir con nombres cambiados las andanzas sicalípticas y etílicas de sus compañeros y amigos de juventud. En su madurez escribió “Cambio de guardia”, un trabajo de narrativa con visos experimentales del cual nunca estuvo completamente satisfecho.
Ido a España a estudiar periodismo, comenzó la trashumancia europea que lo llevó a Paris, Londres, Amberes, Berlín y Munich, ciudad en la que, a los 26 años, encerrado en un cuarto de alquiler, con una temperatura de menos 30 grados centígrados, escribió “Crónica de San Gabriel”, a mi juicio su mejor novela, en la que recrea su estancia adolescente en una finca de la familia en la sierra peruana, y que se distingue del criollismo indigenista de Ciro Alegría y de José María Arguedas porque en ella Ribeyro esboza sólo de modo tangencial los temas sociológicos y más bien focaliza su relato en la diversidad de caracteres que allí concurrían, en especial sus acercamientos inseguros hacia una prima que se portaba con él de forma ambigua, tal como si fuera una sirena, que cuando se la va a atrapar desaparece, obteniendo con ello una gozosa satisfacción tocada de malignidad. El origen de esta novela, que Ribeyro construyó en un lapso breve (hay que recordar que “La cartuja de Parma” la escribió Stendhal en 52 días), estuvo en el comentario de un amigo suyo, Eduardo Escobar, quien le espetó a Julio Ramón que él tenía más actitud para la crítica que para la creación. Ribeyro, con todo el furor de su juventud a cuestas, herido en su orgullo, respondió entonces con aquella obra de marca mayor.
Por aquellos pagos el padre de Ribeyro había muerto prematuramente. Muy en contra del ateísmo del progenitor, la madre, una mujer piadosa y abnegada, hizo ir a la casa a un sacerdote para que oficiara el funeral. El tal cura, que resultó un impostor de siete suelas, cobró por anticipado unas plegarias que con toda seguridad nunca llegaron al cielo. Esta muerte temprana tuvo un efecto deletéreo sobre las economías de la familia, hasta el punto de que Julio Ramón, que en Europa malvivía con estíticas ganancias, debía mandar a su madre algunos estipendios para su manutención.
Ya por aquel entonces Julio Ramón se había dado cuenta de que la duda, el signo más prominente de su inteligencia, era la tara más ominosa de su carácter. En efecto, en sus “Cartas a Juan Antonio”, su hermano, de las cuales existen dos tomos póstumos, es notorio el derrotismo anticipado del escritor sobre el valor de su incipiente obra y sus reales posibilidades en el ámbito de la literatura.
Antes de radicarse definitivamente en París, Ribeyro regresó al Perú. Su fama era discreta, como lo fue siempre, porque él se mantuvo ajeno a la publicidad y a los clamores editoriales. “Los gallinazos sin plumas”, sin embargo, su primer libro, había sido recibido con alborozo. El cuento que le sirvió de título a esa primera recopilación muestra a un escritor sensible y solidario con sus congéneres, que al describir los abusos de un viejo patán con un par de pajarillas a los cuales obliga a ir a buscar desechos y mendrugos en la zona de los acantilados, se pone del lado de los débiles, de los que no tienen voz, de los que están excluidos del festín de la vida. ¿Tiene algún significado que el conjunto de la obra cuentística de Julio Ramón Ribeyro se llame “La palabra del mudo”? ¿No encierra este párrafo inicial de “Los gallinazos sin plumas” un exordio maestro a una obra que en su conjunto resultó igualmente maestra?:
“A las seis de la mañana la ciudad se levanta de puntillas y comienza a dar sus primeros pasos. Una fina niebla disuelve el perfil de los objetos y crea como una atmósfera encantada. Las personas que recorren la ciudad a esta hora parece que están hechas de otra sustancia, que pertenecen a un orden de vida fantasmal. Las beatas se arrastran penosamente hasta desaparecer en los pórticos de las iglesias. Los noctámbulos, macerados por la noche, regresan a sus casas envueltos en sus bufandas y en su melancolía. Los basureros inician por la avenida Pardo su paseo siniestro, armados de escobas y de carretas. A esta hora se ven también obreros caminando hacia el tranvía, policías bostezando contra los árboles, canillitas morados de frío, sirvientas sacando los cubos de basura. A esta hora, por último, como a una especie de misteriosa consigna, aparecen los gallinazos sin plumas”.
En ese viaje al Perú, a Ribeyro le tocó vivir un episodio risible que demuestra los rasgos anónimos que padecía su trabajo literario. Un curita de pueblo, feliz por la presencia del joven escritor, al calor de la verbena y de unas cervezas, después del almuerzo con ají de gallina se hacía lenguas por haber departido con Julio Ramón Ribeyro, ¡el famoso autor de “La ciudad y los perros”!
Vargas Llosa y Julio Ramón Ribeyro fueron amigos durante treinta años. Para Ribeyro, el éxito fulgurante de Vargas Llosa no sólo era merecido sino que en una de sus “Cartas a Juan Antonio” se pregunta si no estarían ante la presencia de un genio. A la inversa los elogios eran igualmente elocuentes. En la compañía de Alfredo Bryce Echenique solían hacer en París tertulias en las que, sin perder de vista los matices conceptuales propios, había respeto y mutua admiración. Ambos apoyaron los comienzos de la Revolución Cubana y firmaron manifiestos en los que daban apoyo moral a los nacientes movimientos guerrilleros de su país, y ambos trabajaron en la France Press en un ambiente de cordialidad. Luego tuvieron tiempo suficiente para decepcionarse del rumbo personalista y dictatorial que tomó aquella Revolución.
Me parece, sin embargo, que si hubo alguna crítica de Ribeyro a la evolución del estilo de Vargas Llosa, ésta se debió a que compartía una opinión de Luis Loaiza, otro prominente intelectual peruano de la época, en la que éste aseguraba que Vargas Llosa era un Balzac que quería escribir como Flaubert. Esto, por supuesto, no es motivo para disputas mezquinas entre amigos. La ruptura sobrevino a raíz de una declaración pública de Ribeyro en apoyo a la nacionalización de la banca que proponía Alan García durante su primer gobierno, lo cual disgustó a Vargas Llosa, quien se hallaba en la orilla contraria. Pero la gota que rebosó la copa apareció por el lado de un correveidile, quien le sopló a Mario que Julio Ramón le mandaba a decir que no se preocupara por sus palabras, que ellas no pasaban de ser frases de compromiso. Y ahí fue Troya. Vargas Llosa se sintió traicionado, acusó a Ribeyro de servilismo (Ribeyro había sido nombrado en un cargo diplomático en París por el General Velasco Alvarado y lo había conservado a través de los años en virtud de que sus ingresos por la venta de sus libros eran escasos y sólo hasta ese entonces se había permitido cierta holgura) y lo bajó del pedestal en que afectuosamente lo había mantenido.
El resentimiento de Vargas Llosa fue enorme. En sus memorias de “El pez en el agua”, para mi sorpresa, se refirió a Ribeyro apenas como un escritor estimable. A la muerte de éste, cuando todo el mundo esperaba una nota necrológica de Vargas Llosa sobre su antiguo amigo, ella nunca se produjo. Me da la impresión de que Mario olvidó aquella máxima de don Jacinto Benavente: “Duras necesidades de la vida pueden obligar al más noble caballero a empleos de rufián, como a la más noble dama a bajos oficios”.
De Ribeyro se decía que era un escritor sombrío, escéptico y trágico. Yo no tengo igual ver. Sus cuentos, en los que sin duda fluye discretamente, con sus expectativas ilusas y sus frustraciones remediables el rumor de la vida de la gente del común, están salpicados de sucesos irónicos o ridículos, y en algunos de ellos se nota un tímido asomo de la fantasía. Perecería, además, que en la escritura de Ribeyro estuvieran arraigadas la aristocracia de la lengua y la hidalguía del pudor. La sola textura de sus relatos, las sutilezas que los acompañan y que apenas se perciben como el lento y apagado sonido de un diapasón de encajes, son suficientes para saber que, a pesar de todo, de su andar absorto y de su mirada lúgubre, ahí había un hombre capaz de gozar y de ser feliz con el acto de escribir. Sobre sí mismo, en su diario anotó alguna vez: “Escritor discreto, tímido, laborioso, honesto, ejemplar, marginal, intimista, pulcro, lúcido: he allí algunos calificativos que me ha dado la crítica. Nadie nunca me ha llamado gran escritor. Porque seguramente no soy un gran escritor”.
El estilo clásico de Ribeyro llevó a sus contemporáneos a decir que él era el mejor escritor peruano del siglo XIX. Elogio que le hicieron. Si no hubiera sido así, si se hubiera sumado al ventarrón de los gustos exóticos que caminaban detrás del “boom” de la novela latinoamericana, quizá su obra se habría desnaturalizado. Creo que a Ribeyro le convino no montarse en el tren de los resonantes tirajes editoriales, que se diseminaron como un gas explosivo. Su concepto de la literatura nada tenía que ver con aquel frenesí de aplausos. Él mismo lo dijo: “Quién, Dios mío, quién comprenderá que cada palabra que he escrito he tenido que pensarla laboriosamente y la he puesto sin dejarme vencer casi nunca por la facilidad. Cuántas horas de una vida, a cuya seducción he sido tan sensible, he tenido que sacrificar por alinear una palabra tras otra, sin ninguna esperanza de recompensa ni de éxito, atento sólo al veredicto de mi propia conciencia, sin otro premio tal vez que la satisfacción de haber obrado bien. Así, escribir bien es un acto profundamente moral donde estética y ética se confunden”.
Tras los pasos de Julio Ramón Ribeyro, de su horizonte marino que él en sus postreros días miraba desde la atalaya de Barranco, de las azoteas de Miraflores donde jugaba en su infancia, y del bar donde se reunía en últimas con estudiantes que lo veneraban, encontré en una modesta librería de Lima sus ensayos recopilados bajo el nombre de “La caza sutil”. No me extrañó hallarlos en los bajos de un estante, con una carátula envejecida, resguardados del tiempo en una bolsa transparente que sólo buscaba adecentar su vetustez. Ya me había pasado años atrás con las “Prosas apátridas”, que un amigo limeño me había hecho el favor de buscar como aguja en un pajar, hasta que las descubrió casi como material de desecho en el fondo de una caja de cartón húmeda. Hoy, sin embargo, las “Prosas apátridas”, breves pero hondas miradas filosóficas y estéticas, gozan de una reputación envidiable, y los ensayos han vuelto a ser puntos de referencia para los estudiantes de literatura, que desvelan con ellos una faceta de Ribeyro que no es la más conocida, la de un autor hipercrítico, lógico como un aristotélico y brillante como un predestinado.
En uno de esos ensayos, dedicado a los problemas del novelista, sustenta la tesis de que la función del escritor de ficciones no es, en contraposición a la del científico, la de transmitir un saber sino una vivencia. Ribeyro sostiene que la novela se dirige más a la afectividad que a la inteligencia, ya que por el camino de la emoción se llega al reino de lo memorable, que es el reino de la literatura. En otro ensayo magistral, dedicado a “El otoño del patriarca”, una obra que le mereció, al igual que “Cien años de soledad”, rendidos calificativos, Ribeyro se duele de que el dictador de García Márquez, que por su simpatía y extravagancias terminó por despertar algún deleite, no hubiera sido pintado también como un hombre odioso, capaz de suscitar aborrecimiento y temblor, como es lo propio de quienes ostentan el poder absoluto.
En general no son muy visibles las mujeres en la obra de Ribeyro. Sus alusiones a ellas, salvo por la nostalgia y gratitud con que en su diario recuerda a dos de sus amores primarios, Mimí y C., no parecen muy edificantes. A Alida, su esposa, escasamente la menciona, y es llamativo que jamás se hubiera referido a la constante viajadera de ésta, cuya actividad como “art dealer” se desparramó entre la seca y la meca, y cuya afición por las vacaciones en las costas del Mediterráneo era proverbial.
Muerto Ribeyro de cáncer sin dejar de fumar ni de beber, la avalancha de las reediciones de sus libros me hicieron abrigar la esperanza de que por fin había llegado el momento de la justicia, pero mis anhelos fueron vanos. Después de Ribeyro murió Roberto Bolaño, quien al enterarse de su mortal afección hepática dejó el trago pero no el cigarrillo. Posteriormente se fue Germán Espinosa, inundado de humo y de licor a pesar del cáncer de la lengua que, como una carcoma, lo iba difuminando. Todos fumaron y murieron en olor a alquitrán, pero el caso de Ribeyro era diferente: si no disponía en vida de un cigarrillo no podía escribir, de tal suerte que prefirió morir antes que abandonar la literatura.
A los diez años de su muerte, en diciembre de 2004, me quejé en público del generalizado mutismo ante su legado, y dije:
“Hoy se cumplen 10 años de la muerte de Julio Ramón Ribeyro, un escritor que se inmoló en la neblina de su exquisito prestigio, convertido en objeto de culto por parte de unos pocos iniciados, y quien depuró la excelencia de su estilo en el único ámbito posible para un artista verdadero: en la voluntaria marginación de las modas y los tintineos del comercio y la banalidad. Su escritura nunca estuvo alejada de lo real, siempre bajo la premisa de que un texto se aniquila a sí mismo al convertirse en un objeto lingüístico autosignificante que no remite a un mundo diferente al de su propia estructura. Para el peruano las fronteras entre los géneros literarios son artificios muchas veces frágiles y difusos, y su catalogación en uno u otro sentido es a menudo un asunto episódico. Su deseo no era el de ser definido como cuentista, novelista, ensayista o dramaturgo, sino simplemente como escritor”.
Ribeyro escribió cuentos, novelas, ensayos, teatro y páginas inolvidables, y en las postrimerías de su existencia ganó el premio Juan Rulfo de literatura, cuando ya era imposible desconocer el valor de su prosa refinada: “En cada una de las letras que escribo está enhebrado el tiempo, mi tiempo, la trama de mi vida”.
El común no entiende que algunas personas menosprecien los reflectores y los escenarios, y que opten por el silencio cuando no hay nada apreciable ni importante sobre qué pronunciarse. Así era Ribeyro, una especie de cartujo de la palabra referida a los avatares cotidianos en medio del tumulto de la literatura de relumbre.
Inusual en el medio de la literatura, Ribeyro escribía como un hombre de ciencia. Era un escéptico que había llegado a la conclusión de que la humillación, las frustraciones, la precariedad y la desdicha son la verdadera sustancia del hombre y de la vida. Parecía un cronista de lo sombrío, un ángel caído al que rodean los tullidos, los tarados, los pordioseros y los parias. ¿Por qué, entonces, una visión tan opaca y resignada ejerce tanta fascinación? ¿Por qué su literatura, siendo como él, gélido y distante, luce tan cálida, generosa y humana?
“Conocer el cuerpo de una mujer —decía Ribeyro— es una tarea tan lenta y encomiable como aprender una lengua muerta. Cada noche se añade una nueva comarca a nuestro placer y un nuevo signo a nuestro ya cuantioso vocabulario. Pero siempre quedarán misterios por desvelar. El cuerpo de una mujer, todo cuerpo humano, es por definición infinito. ¿Quién puede dar testimonio de las conversaciones que dormidos entablan los amantes? Apagada la luz, abandonados al sueño, algo en ellos permanece vigilante. No su espíritu ni su conciencia, sino su ternura”. Y agregaba: “La mayor parte de nuestros actos son inútiles, estériles. Nuestra vida está tejida con esa trama gris y sin relieve y sólo aquí y allá surge de pronto una flor, una figura. Quizá nuestros únicos actos valiosos y fecundos han sido las palabras dulces que alguna vez pronunciamos, algún gesto de arrojo que tuvimos, una caricia distraída, las horas empleadas en leer o escribir un libro”.
¿Es comprensible, pregunto ahora, que alguien que dijo estas cosas, además de muerto, permanezca olvidado?”
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* Pediatra Infectólogo, residente en Montería, Colombia.