LA ABADÍA DE RABELAIS
Por Pablo Montoya Campuzano*
Ha habido utopías pretenciosas: la República, la Ciudad de Dios y la del Sol, la isla de Abraxas, El Dorado, Icaria, los falansterios, las misiones jesuíticas, las Repúblicas Soviéticas, los kibbutz, las comunidades hippies y las democracias liberales.
Hay también utopías menos abarcadoras: el barrio en paz, la familia equilibrada, una intimidad armónica. Y está esa otra utopía, la biblioteca, pequeña en espacio pero inmensa en profundidad. De utopías y contra utopías están llenos los libros: desde el jardín del Génesis hasta la humanidad clonada que describe Michel Houellebecq en «Las partículas elementales». Pero hay una que forma parte de las utopías más singulares.
Se trata de la abadía que Gargantúa obsequia a uno de sus monjes. Contemporánea de la isla de Thomás Moro, Rabelais propuso en la primera de sus novelas, una utopía —la abadía de Thélème—, que está más próxima de la felicidad que cualquier otra. Un sitio sin muros protectores, porque donde se presentan éstos siempre habrá envidias, chismes y mudas conspiraciones. Un lugar donde no hay relojes, ni horarios, ni trabajo obligatorio. Y en el cual hombres y mujeres viven ajenos a cualquier manipulación relacionada con el poder.
Amor libre, alergia a todo tipo de gobierno, juegos y múltiples lecturas, higiene perfecta y, sobre todo, risas son otras de las características de que goza la abadía de Gargantúa y Pantagruel. Claro está que allí hay algunas prohibiciones. A Thélème no pueden entrar los hipócritas, los tramposos y corruptos; ni los beatos, los retrógrados y los ampulosos; ni los papanatas y aguafiestas. Pero todos los demás vedamientos se evaporan ante la única cláusula que se respeta en tales ámbitos: «Haz lo que quieras».
Gargantúa, o mejor dicho, Rabelais, era de los que pensaban que todas las gentes libres y bien instruidas, bien comidas y bien tratadas tienen, por naturaleza, un instinto que siempre conduce a la ejecución de acciones virtuosas. Ya se sabe que por pensar así, y burlarse con fresca obscenidad de toda institución que se pretendiera autoritaria en los terrenos de la moral y el saber humanos, Rabelais fue perseguido por aquellos cristianos que tenían terminantemente prohibido acceder a su abadía.
El sueño de Rabelais es acaso imposible en el plano de la concreción social. De ahí que haga parte de la geografía de los lugares inexistentes.
Algunos lo creen necesario a la hora de querer plantear modelos pedagógicos. Porque Thélème, más que un espacio hecho de letras por un sabio del Renacimiento que le gustaba gozarse a todo el mundo, es un laboratorio donde lo primordial es la enseñanza del libre albedrío. Una especie de defensa del individuo que está en permanente comunicación con los otros. Lo que muchos reinos, imperios, naciones y estados han tratado de llevar a cabo con resultados nefastos, el monje médico de Chinon, lo hizo en sus páginas, en medio del buen comer y el buen beber. En medio de carcajadas, pedos, eructos y reflexiones filosófico–jubilosas como aquélla que hace Gargantúa sobre si es primero cagar o limpiarse el culo. Racionamiento digno de ser expuesto, según Rabelais, ante los sesudos jerarcas de la Sorbona.
Pero lo que es vigente de Thélème es su esencia libertaria, su anarquismo vital, el optimismo en el hombre abierto a todas las aventuras del aprender y el hacer, de la imaginación desbordante y el humor. Y ella remite, de un modo u otro, al espíritu de la tolerancia. A esa evidencia ardua de lograr que donde no hay tiranía siempre habrá alegría.
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*Pablo Montoya Campuzano es un escritor colombiano, radicado en París. Es autor de los siguientes libros: Cuentos de Niquía, la Sinfónica y otros cuentos musicales, Viajero, Razia. La sed del ojo y Lejos de Roma. Profesor de Eafit y la Universidad de Antioquia. Doctorado en Literatura, melómano y estudioso de la música.