EN TORNO A UNA MIRADA CIRCULAR
Por Carlos Santibáñez*
El poemario Pago por Ver, del escritor Virgilio Torres, explora el lado cíclico de la existencia, como un acontecer en medio de la lluvia, ¿pero qué tiene la lluvia que en su levedad lo modifica todo?
El poeta, como un iluminado por el éxtasis, se reconoce parte del universo, mas no espera descifrarlo; podría plantearse en términos racionales: «es demasiado con estar aquí, mas no lo vamos a entender, disfrutémoslo», tomar como quería Saint–John Perse «la simple cosa de estar aquí, en el derrame del día». Ese día que tiene su luz pero que admite también a su contrario, y es a la vez la fuente de toda claridad y certeza, pero también de toda interrogación.
Desde ahí, la desesperación consiste en sucumbir al lado amable de las cosas, y quedarse con él, conformarse, deslumbrarse incluso. Por el rigor de las interpretaciones que escapan de lo absurdo, entregarse aún más a sus redes, en la medida en que admitía Vallejo: «Absurdo, sólo tú eres puro», y así reprocharse anticipadamente ser cáliz de una sangre que se consumirá, buscador de misterios que en su destino acabará conformándose en extraer la belleza de una canción de moda, o como quiere la ya explorada definición de erudición, alcanzar a saberlo casi todo, de casi nada.
Formalmente, conviene a esta poesía el laconismo, la brevedad cifrada en el fraseo propio de la sentencia epigramática, morada clásica de una verdadera reina: la ironía. La recompensa a que puede aspirar el poeta en un mundo deshumanizado que exprime al máximo el desamor, el deshonor, en una palabra, el «dolor de haber sido»: el fracaso, es cortarse la cabeza de un tajo, cito: «hasta ahuyentar las malas ideas».
En «Tren de vida», dedicado a Juan Guillermo López y Manuel Ballesteros, recoge destellos bajo el signo del amor. Lo sentimos de pronto casi original, inédito, por ejemplo al revelar la imagen erótica que queda en la mente del que hace el amor. Porque el amor es algo que se hace. Lo saben ante todo los poetas, el perdurar en la memoria tras el encuentro, bajo la íntima provocación de «brazos levitando en tu mirada». El erotismo surge en su poema «Pubis», que desarrolla una suerte de perspectiva aérea, de «ser ahí», que es energía sexual captada en plenitud de vuelo cuya emoción atrae en unas breves palabras acertadas, que empatan con la cita que él hace de Quevedo, que abiertamente reconoce una red, «la red que rompo», y una pasión: «pasión que muerdo», así como un rigor que tiraniza a quien ama: «el tirano rigor que adoro y toco».
Es por medio de la fijación sostenida de la imagen, que el poeta interroga la realidad hasta hacerla dudar de sí misma, como ocurre al tocar una máscara otomí u observar un calvo donde Virgilio, como un irreverente tributo al ateísmo, reporta la pérdida del cabello a causa de la entre comillas «circunvalación de las ideas», que es eco del evolucionismo que no tiene más que reconocer que el ser humano ha ido perdiendo el útil atributo simiesco del pelo que lo cubre, por andar de cavilador con las ideas, que han venido robándole por años, por milenios, la energía a la materia, hasta dejarla al desnudo o lo que es lo mismo, dejarlo a uno calvo.
En un acto de audacia se vive, se llena de lo humano, se codea con los grandes o se baja al pantano como quería Gramsci cuando admitiera que «la literatura es el pantano». Igual al descifrar un «blues empedernido», lo cotidiano devuelve el valor de las esencias amadas, y amadas, más aún, por extraviadas tales como el éxito que se nos ha perdido en el disfraz con que lo viste la apariencia, con la delicadeza de aceptar decepciones sin su correspondiente final feliz. Ese otro nombre propio que cada uno esculpe en su pared remota, más allá del «viaje alrededor de su cuarto», alcanzado en el sueño ( en el segundo hemisferio de la vida que pregonara Nervo, derivando a Nerval). Con esta misma lupa realista, diserta sobre la endodoncia, la corbata o el agua.
En la segunda parte del poemario diserta, no sin cierto dejo de picardía familiar (como que lo conozco muy bien) sobre aquello que él llama «buenas nuevas», y es exactamente eso que todos están pensando, convidando a recrear el mito de Ícaro a nuestro amigo de generación Carlos Oliva.
Para su hijo Bruno, elige la prueba de la existencia de Dios, vía san Anselmo: «La flor sigue su paso por el orbe».
Parece que a Ramón Xirau le dice: «Si tu sangre te aferra al mundo, enhorabuena», qué bien. Pero es a Héctor Carreto a quien va a consagrar una función fenomenológica del asombro «en cámara lenta». Cámara.
Al hijo de Jaime Sabines, el amigo Julio que nos acompañara en aquellas correrías de estudiantes, da cuenta: «Hemos venido a comprobar que la carne es triste».
Son los gatos quienes vigilan el inconsciente, en los apuntes que dedica a Juan Soriano. En las costumbres suizas de la calle Denver, que lo hacen evocar a Carlos Pereda, «hay un parque que recuerda el verde», y la palabra «volver», cito, «la palabra /volver/ es como esa tecla rota del bandoneón».
Ya en la tercera parte del libro, nos enseña la «historia espiral», ¿qué otra cosa es aquella maestra de la vida que asombró a Cicerón, sino precisamente una espiral?
En su poema «Cerro Divinidades», sugiere un giro del mixe, en el que eternidad viene de rumor, o de árbol. El poeta tiende sus alas, su vuelo generoso en su lucidez, abarca la noción de la patria y hace con ella lo mejor que puede hacer un poeta: respetarla, respirarla aquí alrededor de Juárez, el Benemérito, oaxaqueño querido, mexicano ejemplar en cuyo pebetero arde la patria, dice el poeta, «como cueva platónica de los signos visibles».
Finalmente, Virgilio, a quien humildemente recibo con los brazos abiertos, no sin temor de llegar tarde a su encuentro, me dedica a mí sus «Crónicas Marinas», con un hermoso epígrafe de Perse que recrea el bullir del agua del mar, en la mañana. Por eso el poeta, «paga por ver». Lo que ve, y nos hace visible, familiar a nosotros, es esta conjetura marina que hoy se revuelve ante la herida real de los ecosistemas, el deterioro en donde nos parece que una imagen como la que tuvo Valery al titular «Cementerio Marino» pudo ser premonitoria.
Virgilio nos pasea por un mar que insiste en meterse en todo y que nos guía «como deidad frente al rito», el mar que nos trae dentro y no nos suelta por un puñado de polvo o de verdades a medias, el que acaricia y cuya noche es, simplemente, infatigable. Aquel en cuya playa hay un pelícano absorto «de muerte», que para Pedro Salinas fuera «el contemplado», y con Virgilio es el mar en celo, el «fondo sin fondo», la puramente espuma «que estalla en nuestras caras». Toca el poeta su lira en este oleaje de eternidad, donde la única ola «sin fracaso», como quería Juan Ramón Jiménez, es y será siempre, la palabra. Es esta la poesía que nosotros tendríamos que «pagar por ver», la profunda poesía donde siempre a la espera, a la deriva, al ataque… «hay un río de palabras que te comen los ojos».
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*Carlos Santibáñez, mexicano, licenciado en Letras Españolas con seis poemarios publicados: Para decir buen provecho (Liberta Sumaria, 1978), Llega el día, vuelven los brindis (Oasis, 1984), Fiestemas (UNAM, 1986), Glorias del Eje Central (Nautilium, 1993), Con Luz en persona, (Mixcóatl, 1999) y Ofrezca un libro de piel (Eds. Coyoacán, 2005), recopilado en Asamblea de poetas de Gabriel Zaid, (Siglo XXI Editores), Palabra nueva, de Sandro Cohen,(Ed. Premiá), Poesía Erótica Mexicana, de Enrique Jaramillo, (Ed. Domés), 500 años de poesía en el valle de México, (Ed. Extemporáneos) La región menos transparente de Héctor Carreto (Ed. Colibrí), y el Diccionario Bio bibliográfico de Escritores Mexicanos, del INBA. Es profesor universitario y corrector de estilo.
El presente escrito es una reseña al poemario de Virgilio Torres: Pago por Ver, editado por la Secretaría de Cultura del Gobierno del Estado de Oaxaca, México, 2007.
EXCELENTE. FELICIDADES CARLOS QUERIDO 😀