Literatura Cronopio

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Caro

CAROLINA HUERTAS

Por Said Chamie*

La depresión de Carolina Huertas fue siempre una madre para ella; desde la gestación misma hasta la crianza, este sentimiento creció a la par con su desarrollo; como una pequeña bola de nieve que se toma confianza a medida que avanza por una precipitación y entonces, a cada giro, su cuerpo crece y crece, y el entorno es subyugado por la imponencia hasta que el camino se acaba y algo más poderoso que ella la para ¡Pum hijueputa!

Cuando algo empieza mal tiende a empeorar, decía Murphy con ese pesimismo tan sabio como cierto, y los Huertas sí que fueron un buen ejemplo de esta mala relación. Doña Silvia Santos, la misma distinguida y aristócrata dama enguantada, la de los salones de té y eventos sociales, esa vieja engreída, culta de revistas y tan boquisuelta como envidiosa, la misma que se ufanaba de comer bien y que odiaba los malos modales de mesa más que nada en el mundo, fue alguna vez una paloma libre como cualquier hippie en tierra.

Llevaba su largo pelo rubio, suelto y decorado con coquetas amarillas y azules, vestía con largas faldas blancas y atavíos rojos y violetas; fumaba marihuana todo el día y comía espaguetis con atún cada vez que encontraba una parcela para hacer fogatas y cantar con su grupo de haraganes libres. Viajó por toda Colombia en una band Volgkswagen modelo 54, tan destartalada como el que la manejaba, protagonista también de la vida de carito; anduvo por Sur América hasta la pampa y Sipoleti; hizo el amor las veces que le dio la gana y con los que le dio la gana, porque ella, Luz de Estrella, como se hacía llamar en aquellos tiempos inmejorables, era la hembra más apetecida de la manada. Su belleza se confundía con la perfección, parecía un cisne, elegante y mágico danzando entre el humo de la bareta y los cantos de libertad ¡Peace and Love! Gritaba la vieja elevada mientras las guitarras destempladas llamaban al goce y la protesta.

Pero todo aquello tan bello cuando se vive y se siente, quedó guardado en el baúl de las cosas que se ponen una sola vez y nada más. Al poco tiempo se embarazó y el parásito de Franco Huertas se largó espantado al sentirse privado de su libertad, condición y pretexto que no son otra cosa que la necesidad por los vicios y el temor por las responsabilidades. Ese concepto hippie, el que servía para algo y defendía ideales ecológicos y humanísticos fue entendido y seguido por pocos, y los Huertas no fueron esos privilegiados. Prueba de ello su transformación camaléonica. Paulatinamente se enfilaron a la fábrica del sistema que tanto repudiaron. Otros títeres más, qué pena, después de toda la basura que hablaron y las muestras de hacerse matar por la palabra. Decía que el mozuelo Franco huyó despavorido con su camioneta hecha naco hacia el Sur, comió toda la mierda que le cupo en Perú, subió a Cuzco y vendió su estufa con llantas por una paca de marihuana, un sombrero inca, seis botellas de Demonio de los Andes y un boleto de avión para Bogotá, tiquete que cambiaría dos semanas después por una paca de Marlboro, tres botellas de vino y un boleto en bus para la capital colombiana.

Silvia, en cambio, había decidido pedir cacao en la casa Santos, sabiendo que la dignidad era preferible perderla con sus padres que con el hijueputa que la dejó preñada; y fue así que tuvo que soportar las persignadas de su madre y la indignación de su padre quien ya no veía a su hija rebelde e indómita sino al resultado de todos sus errores repetidos y los consejos que le dio y que no fueron aceptados hechos carne y hueso; se veía triste y perdedora y eso le dolía al viejo Santos. Como un rosario, mañana, tarde y noche, y todos los días hasta que el tema se lo llevó el olvido, le restregaron la cagada que había hecho, luego entonces el doble manto de la sociedad hipócrita de las altas esferas la cobijó en su sueño amnésico.

Pero, justo cuando ya toda la turbulencia había cesado, llegó el parásito del Franco, con su andar pausado y sus ojos siempre sorprendidos, ahora sin camioneta y con los dientes más amarillos. Lloró como lloran los que mienten asustados, y sus lágrimas de cocodrilo engañaron de nuevo a Silvia, porque Luz de Estrella ya no brillaba, y lo perdonó con dos condiciones: nos casamos la semana próxima sin objeción y trabajarás con mi papá en la empresa, ya es hora de sentar cabeza y dejar toda esa mierda de la libertad, si por andar en esas solamente nos bañábamos en los ríos y comíamos naranjas robadas como si eso fuera la gran cosa en pleno siglo veinte donde la gente «libre» se baña con agua caliente y come lo que le apetezca en un restaurante. Franco, cambia tu libertad maloliente por el poder, que aunque huela peor se oculta con perfumes costosos. Por supuesto el pusilánime dijo sí, sin chistar, aunque su memoria lo remontara con nostalgia al recuerdo de sus baños en los ríos y las frutas robadas, por el tiempo en que fueron felices sinceramente.

Ese matrimonio fue la locura, el tipo, en un insustancial estado de rebeldía se casó con zapatos converse tricolores y una porquería de gabán rancio parodiando más que copiando a un Beatle; ella, la vieja Silvia, sí estaba hermosa, parecía una elfa, con un vestido de mantos blancos y pasteles, y una diadema de flores pequeñas como coquetas que sostenía su pelo recogido. Unieron sus vidas por la iglesia, en una ceremonia elitista pero sobria, donde se tomó güisqui y vino, y se sirvió un plato de salmón con puré de berenjenas y espárragos atados a zanahorias cocidas. Un réquiem en donde todo el mundo rajaba en las esquinas y muy pocos eran amigos de otros, un matrimonio deshonesto como el beso que le dio la mamá a Silvia y tan ridículo como la pinta del Huertas que trataba a toda costa ser el que siempre quiso ser y antes se parecía en algo a ese ideal.

A los seis meses nació carito, ay carito pobrecita, ella no pidió ese hogar pero ahí estaba, con sus ojos negros, como de ratón y su piel blanca y lijosa; para entonces Franco trabajaba como cajero en el banco familiar y aunque la relación con sus suegros no fue hostil, nunca se sintió bien allí, ese reino no era el de él, odiaba la imagen que proyectaba el espejo, ese nuevo ser que la vida transformó a trompadas. Era desgraciado y seguía siendo egoísta, por lo que la llegada de su primogénita no le representó ninguna felicidad real; tuvo que fingir risas y abrazos frente a su esposa y suegros, tal vez fue eso por lo que más lágrimas derramó. Ya no era él, la depresión era ahora su camioneta destartalada y en ella viajaba todo el día. Fue entonces cuando empezó la peleadera entre los nuevos Huertas, gritos y portazos, ira y tristeza, resignación y aguante, día tras día, noche tras noche en esa casa de los viejos Santos, un hogar prestado con camas que no les pertenecían, silencios incómodos y sombras entrometidas, y una niña trémula que miraba absorta las formas humanas.

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* Said Chamie escritor de medios, se desempeña actualmente en la creación de contenidos para todas las plataformas de comunicación y está escribiendo su primer guión para largometraje. Autor también del libro electrónico «El Libro Azul».

El presente texto hace parte de su novela, sin publicar aún y en búsqueda de editorial, Los Hijos de la Noche. Correo-e: logancitarra@hotmail.com

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