BLAME IT ON MY YOUTH
Por Alex Fleites*
Fue por el tiempo en que Facundo no quiso acostarse más.
—Cada vez que me duermo —dijo— el mundo se desarma.
Y ahí se estaba, sentado en el portal, esperando no se sabía qué citación del Sindicato o el Partido, y de nada valían los ruegos de toda la familia, que tenía que vigilarlo día y noche, no fuera cosa que con su senilidad galopante le diera por salir a la calle y perderse.
Yo me iba, hastiado por la situación cada vez más tensa de la casa, hasta donde Luisín, a echar pelotas en el aro.
—¿Qué vuelta, ambia? —nos saludábamos.
Y venga a tirar un uno contra uno. Lo mío, a la verdad, eran los rebotes. Esperar que el contrario se sofoque, cargue con todo el esfuerzo, y saltar en el preciso momento en que la bola da contra la tabla, para ayudarla a entrar, de chocolón, encentradita, sin rozar casi la malla. Claro que en eso me ayudaba mi estatura, unos cuantos centímetros por encima de la cabezota del único player que en todo el barrio era capaz de darme lucha. Luego yo regresaba, sucio y cansado, comía lo que encontraba en la cocina, si acaso me daba un baño rápido, y a la cama, a morirme hasta la mañana siguiente, ajeno —eso quería creer— a la batalla campal que entre los míos se había desatado.
Aquel día me negué a asistir a la escuela. Hubo bronca gorda la noche anterior. Mi madre pensaba que el abuelo iba a estar mejor cuidado en un asilo, que no podríamos soportar por más tiempo esa carga, y que en teoría todos estábamos dispuestos a ayudar, pero al final ella terminaba, como mula que era, echándose al viejo encima.
Mi padre gritó:
—¡De eso nada! Ese que tú ves ahí, me crió solo, y tuvo que joderse mucho en la carpintería para sacarme adelante, con estudios universitarios y todo. Ahora no lo voy a dejar botado, rodeado de viejos maniáticos que hasta se muerden y arañan los unos a los otros. Y no se hable más: ¡si se va él, también me voy yo!
—Bueno, ve recogiendo —dijo, firme, mi madre—, y no olvides llevarte una enguatada, que por la noche refresca.
Y siguió, señalando al abuelo, que estaba balanceándose, inalterable, como quien oye llover:
—Porque acá el veterano tiene una salud de hierro, y un apetito que para qué te cuento. Va a terminar por enterrarnos a todos.
Y así estuvieron por el resto de la madrugada, diciéndose cosas francamente feas que no sentían y que, como siempre sucedía, luego iban a lamentar.
Cogí la bola y fui hasta casa de Luisín; había olvidado que a esa hora estaba en clases. Vicki, la madre, en short y camiseta, plantaba unos geranios en el jardín. Con esa sonrisa grande y pareja que tenía me preguntó:
—¿Ya te licenciaste?
Le conté, sin entrar en detalles, que no había dormido bien y que, por eso, tenía un dolor de cabeza irresistible.
—Pasa, muchacho, que te voy a dar una aspirina —dijo mientras abría el portón.
La casa de Luisín me gustaba. No sé si por los muebles, de cuero, oscuros y confortables; no sé si por el permanente olor a limpio; no sé si por la armonía que allí se respiraba. Había plantas de sombra en los interiores, y dos marinas de Romañach que ahora, en el recuerdo, me parecen más correctas que buenas. También tenían un librero atestado de Mecánica Popular, Selecciones del Reader Digest, Bohemias antiguas y, lo más sorprendente, ni un solo libro ruso.
Vicki era madre soltera o algo así, andaba por la treintena y, si hay que decirlo, llevaba el peso del almanaque con muchísima dignidad. La cosa es que del marido nunca se hablaba. Una vez la maestra le preguntó a mi socio por el padre delante de toda el aula, y el chamaco respondió con vaguedades: de viaje, creo que fue su salida. Aunque en el barrio se comentaba que había sido casquito de Batista, y que en el 60 los barbudos se lo cepillaron porque estuvo complicado en la desaparición de un estudiante.
—Siéntate aquí —me dijo Vicki, al tiempo que señalaba el butacón junto a la puerta del patio interior—. Ahora te traigo la pastilla.
Cerré los ojos. Me sentía cómodo. Del fondo comenzó a llegar una melodía tenue: Blame It On My Youth, Nat King Cole con su trío.
—¿Te molesta la música? —gritó Vicki.
Apenas sin moverme ni cambiar de postura, dije que no con la mano. No sé si ella me vio; puede que sí, pues la voz del Rey siguió fluyendo, aterciopelada, llenando cada uno de los rincones de mi mente, que no terminaba de calmarse. No entendía tanto inglés como para detenerme en la letra, pero me invadió la certeza de que esa canción, a partir de entonces, iba a estar relacionada con mi vida.
—Cada uno tiene su bolero —me había dicho una vez, emocionado hasta las lágrimas, Facundo, mientras escuchaba por la radio a Rolando Laserie cantando Sabor a mí.
Un bolero, tal vez, pensé ahora, ¿pero también una canción yuma, jazzeada? No estaba tan seguro.
Parece que me quedé dormido, aunque no sé por cuánto tiempo. Cuando abrí los ojos, sentada muy cerca de mí, con un vaso de limonada en una mano y en la otra una pastilla, Vicki me observaba con curiosidad.
—Estás muerto —susurró—. Ven, si quieres túmbate un rato, mientras yo sigo en mis trajines.
La idea de disfrutar de tanta paz me seducía. Tragué la aspirina y aventuré una excusa:
—Es que no quiero molestar…
—No seas bobo, chico, hoy estoy de franco, y así me haces compañía.
No me pude negar. Vicki me tomó de la mano y me condujo a su cuarto.
—No te brindo el de Luisín —dijo— porque tú sabes cómo se altera tu amigo cuando le tocan sus cosas. Ponte cómodo.
Ella salió no sin antes correr las cortinas de la ventana que daba a la calle, por donde se filtraban los sonidos varios de La Habana; así la atmósfera quedó envuelta en una suave penumbra. Me quité los tenis y el pulóver, y me tiré en la cama.
Aquellas sábanas tenían un hálito a mujer que por poco me hace perder la conciencia. Es un olor que no sabría definir, pero que reconozco enseguida, aunque me llegue muy tenue.
Yo había tenido mis noviecitas de ir al cine, de jugar a los escondidos y besos furtivos detrás de los árboles. Incluso una vez Maruja se dejó meter la mano por debajo de la falda, lo que me dio una categoría especial en la pandilla: un bárbaro, un cabrón; vaya, un tipo de mundo. Pero no era igual. Por primera vez sentía un llamado profundo, una energía que brotaba del vientre, bien adentro, de la columna vertebral, y me estremecía todo. Algo parecido al pánico, pero también a la fascinación. Enseguida comprendí que ya no iba a descansar.
Vicki pasó barriendo el pasillo y miró hacia adentro.
—¿No duermes?
—Parece que tengo fiebre.
—Deja ver.
Se aproximó hasta sentarse en la cama. Puso su mano húmeda en mi frente; sentí alfileres penetrando por la piel: pero era un dolor dulce.
—Yo te noto fresco —murmuró sin poder contener una sonrisa irónica.
Bajó su mano hasta acariciarme, con el índice, a la altura del cuello.
—Mira eso, estás dejando de ser un niño, si hasta tienes pelos en el pecho.
Toda mi virilidad se puso en guardia, y ella, seguro, lo notó.
—Sé que hay problemas en tu casa —me dijo mirándome a los ojos—. Pero todos tenemos nuestros líos: verás que ya van a pasar; no hay nada que no remedie el tiempo; si lo sabré yo…
—¿Es verdad lo del padre de Luisín? —le disparé a boca de jarro.
—No sé lo que se dice.
—Que era un esbirro.
—No era un hombre malo —comentó como si hablara consigo misma—. Me quería y atendía al niño. ¿Qué más puede desear una mujer?
—Pero mató al muchacho —insistí.
—Eso nunca se pudo probar. Era soldado. Todo lo que se supo es que formaba parte de la patrulla esa noche. Conmigo nunca habló del tema, ni cuando lo condenaron, en 1961.
—¿Le dieron paredón?
Ella asintió con la cabeza.
—No quiso que lo viera la tarde que lo llevaban al palo; no me recibió, ni dejó ningún mensaje, ni siquiera el reloj para el niño; parece que quería borrarse.
—Los viejos míos se van a divorciar —dije para aliviar un poco la tensión.
—Todos los matrimonios pasan por épocas malas. Ahora, si quieres una opinión, es mejor la separación que la recondenación diaria… Pero bueno, estamos hechos unos viejos, hablando sólo de calamidades.
Me golpeó con cariño en la frente, y me besó, apenas un contacto, en los labios. Yo la abracé fuerte. Ella respondió con más sabiduría que pasión. Se sacó la camiseta y dejó a la vista unos senos morenos que aún desafiaban la ley de gravedad. Sentí sus pezones, sudados, rozándome los labios; entonces los mordí: sabían a mar. A ella se le escapó un gemido:
—¡Así no, bruto!; sólo bésalos, pásales la lengua.
Y me puse a eso con minuciosidad, con disciplina. Vicki me quitó los pantalones y comenzó a jugar con mi sexo, que enredaba entre sus dedos; en un arranque bajó hasta mi vientre y se introdujo el tallo, entero, en la boca. Yo miraba la lámpara del techo, bajaba hasta el retrato de Luisín, sobre la cómoda; me aferraba a los bordes de la cama como para impedir la caída por un precipicio, sacaba raíces cuadradas, conjugaba verbos irregulares, memorizaba el roster del Team Cuba de Pelota, en un intento por detener el estallido volcánico que ya venía rugiéndome en las venas.
De pronto oí en la calle una voz conocida.
—¡El diferencial azucarero! ¡Es una mierda que los patrones se metan el diferencial azucarero!
—¡Ese es Facundo! —grité, y me lancé a la ventana, pasando sobre el cuerpo de Vicki, que no sabía lo que estaba sucediendo. Alcancé a ver el sombrerito negro de nailon del viejo, doblando por la esquina.
Me vestí a la velocidad de un tiro. Antes de salir miré a la mujer desnuda, bellísima, que con el brazo derecho se cubría los ojos.
Atajé a mi abuelo cuatro cuadras más abajo.
—¿A dónde coño tú crees que vas, compadre? —le pregunté bastante alterado.
—A un mitin de Jesús Menéndez —dijo mientras comprobaba la hora en su reloj, detenido en las doce en punto desde hacía, al menos, siete años—. Mira pa’ eso, ya me cogió tarde.
A la fuerza lo llevé de regreso a la casa, donde ya estaba la policía tomándole declaración a mi padre.
Cuando creí la situación bajo control, corrí a donde Vicki. La puerta y las ventanas estaban cerradas. Toqué largo rato, pero nadie contestó. Di la vuelta por el patio, pero nada, ni rastro de ella.
Dos días después me tropecé a Luisín en la acera. Después de tanto esquivarlo ahora nos encontrábamos frente a frente. Me costaba trabajo mirarlo a los ojos. Traía su gorra de tanquista con las orejeras sueltas, lo que le daba un aspecto simpático y canalla.
—¿Y qué? —le dije a modo de saludo.
—Ahí, ahí —me respondió con gesto que, al menos, no transparentaba algún reproche.
—¡Un aburrimiento de pinga! ¿Nos pasamos la esférica? —le propuse para romper el hielo y, de contra, hacer una inspección sobre el terreno.
—¡Qué va! — respondió enfurruñao—. La vieja mandó a quitar el aro.
—Eh, ¿y eso? —pregunté casi temblando.
—No sé, está encabronada por algo; tira las puertas y se la pasa maldiciendo; dice que no quiere más muchachos metidos en la casa, que lo único que traen son dolores de cabeza. Caballo, si ella misma fue la de la idea de que tú y yo jugáramos en el patio. ¿Quién coño entiende a las mujeres?
—Sí —dije sólo por agregar algo—. ¿Quién las entiende?
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* Alex Fleites nació en Caracas, Venezuela, en 1954. Ciudadano cubano. Poeta, guionista, dramaturgo, narrador, editor, traductor y periodista. Ha sido jefe de importantes revistas culturales, como El Caimán Barbudo, Cine Cubano, Unión y Arte Cubano. Ha recibido numerosos reconocimientos, entre ellos el Premio Nacional de Poesía «Julián del Casal» y el Premio Nacional de Periodismo «26 de julio». Es autor de una decena de libros entre ellos los poemarios: A dos espacios, 1981; De vital importancia, 1989; Ómnibus de noche, 1995; Un perro en la casa del amor, 2004 y La violenta ternura, 2007, que recoge lo más destacado de treinta años de trabajo poético.
Este relato fue previamente publicado en la Revista Odradek, Año 9, No 17, abril de 2011.