ITADAKIMAS
Por Carolina Herrera*
Hace poco más de un año visité Japón con una amiga, y como era de suponer, no entendimos mucho del idioma. Pero sí nos esmeramos en aprender ciertas palabras o frases, como: hola, gracias, si, no, «chau» y ese tipo de cosas.
Los japoneses hablan como cantando. Es muy lindo escucharlos hablar. Fue muy lindo haber estado ahí, para escucharlos tan cerca, para volverlos reales…
Pero esa no es la historia.
La historia es, que todas las noches que estuvimos en Tokyo nos íbamos a cenar a algún «bolichito» de una calle cerca del hotel. Era una calle bastante transitada, con lucesitas en los árboles y muchos de estos «bolichitos».
El sistema era siempre el mismo: al entrar, una máquina de menú te recibía con las diferentes opciones. Estaba la línea de las carnes, la de los arroces, la de los acompañamientos y la de las bebidas.
Luego de que elegías tu combinación, la máquina te calculaba el precio. Ingresabas los billetes o las monedas, y la máquina te daba un tiquecito, del tamaño de un boleto de ómnibus.
Con eso pasabas a la barra y te sentabas. No hay mesas en estos lugares. Sólo barras con banquetas. Es que los japoneses están siempre muy apurados. Nadie se acomodaría a comer, sería una real pérdida de tiempo.
Así que te sentabas en la barra y el mozo te pedía el ticket, con el cual preparaba tu cena. Siempre, no importaba la combinación que hubieras elegido, te ganabas un huevo crudo como aperitivo. Huevo crudo que nunca comimos. Huevo crudo que mi amiga una vez intentó hacer que se lo cocinaran, sin éxito alguno, porque los japoneses en general, por raro que esto suene, no hablan inglés.
La comunicación se hacía difícil, limitada, frustrante incluso. Más que nada para ellos, que son tan serviciales y quieren ser tan amables. Y no pueden entenderte ni hacerte entender. Se les nota en la cara la impotencia. Se bloquean. Te miran fijo y no saben muy bien qué hacer. Así sucedió la vez que mi amiga quiso que le hirvieran el huevo.
Pero esa tampoco es la historia.
La historia es que todas las veces, en esas noches que nos íbamos a cenar no como turistas, sino como japoneses, escuchábamos al mozo gritar, una y otra vez, cada cinco o diez minutos, algo así como «itadakimáaaas». No era molesto, no era gracioso, simplemente era desconocido. Intrigante. No entendíamos qué quería decir, si debíamos decir algo también, cómo debíamos actuar. Recuerdo alguna vez habernos burlado de esa fracesita. Risitas inmaduras o nerviosas tal vez.
Mirábamos a los costados, nadie contestaba y nadie se inmutaba tampoco. Siempre el cantito: «itadakimáaaas».
Lo olvidé después. Lo olvidé cuando crucé el mar amarillo. Lo olvidé durante el resto del viaje. Pero no lo había olvidado del todo, en algún punto de mi memoria siguió latiendo, constante, intacto, hasta ayer.
Y esta sí es la historia: ayer vi una película japonesa, no importa el nombre ni la trama, importa que por primera vez desde que dejé Japón, volví a escuchar ese cantito tan familiar: «itadakimáaas». Mis sentidos se dispararon, y entonces una sonrisa inevitable se plantó en mi cara. Ahí en la pantalla, en Arial y en color blanco, estaba la respuesta a una pregunta que nunca formulé, por pereza, por falta de curiosidad o simplemente por olvido. Los subtítulos revelaban el significado de itadakimás, quería decir «buen provecho».
Perdida en la traducción, no había entendido que todas esas veces, antes de comer mi cena, el mozo me estaba deseando, nos estaba deseando, que tuviéramos buen provecho.
Y me entró una nostalgia extraña, inexplicable. Quise volver atrás a esas noches, quise vivirlo de nuevo para poder responder como era debido. Poder decir «arigató», o sonreír al menos…
Y esta entonces es la historia, de cómo perdí ese momento, de cómo se me pasó, y de cómo la enseñanza me vino más de un año después, cuando distraída y de manera fortuita, me puse a ver una película cualquiera en una noche como tantas más.
LA PROMESA
En una ciudad que no era la nuestra, me abrazaste con fuerza, con mucha fuerza. Tal vez duró unos minutos pero pareció mucho más. Después me miraste fijo y me pediste que no estuviera triste.
Yo asentí con la cabeza.
Me prometiste que el tiempo pasaría rápido. Que habrían llamadas, mails, visitas, y que el tiempo pasaría rápido.
Yo asentí con la cabeza.
Prometiste que todo iba a estar bien, que no tuviera miedo. Y asentí con la cabeza.
Pero mientras asentía yo me estaba despidiendo, en silencio.
Después tomaste mi cara entre tus manos y me diste un beso. Un beso largo. Que tal vez duró segundos pero pareció mucho más. Y mientras me besabas yo me despedía. Mientras me abrazabas, en silencio yo me despedía.
Después entraste a la estación y vi tu espalda perderse entre las demás espaldas.
Y ahí mismo lo supe, que algunas promesas están hechas para eso… para ser dichas, simplemente.
PSICOPÁTICO
En cuanto la conoció, él la tomó entre sus brazos y le aplicó una ecuación de tercer grado.
Luego deshuesó sus sentimientos y los fue agrupando en paquetitos, que a continuación guardó en bolsas ziploc.
Después secuenció sus relaciones, apilando los momentos según hubieran sido lindos o «masomenos».
Hizo lo propio con sus ilusiones: las fraccionó en números primos y luego las elevó a la séptima potencia.
Descubrió la raíz octava de sus sueños y con todos esos resultados elaboró una gráfica de cuatro variables, siendo «el tiempo» un dato hipotético y no un dígito a ingresar.
Para finalizar cortó un poquito de sensibilidad con agua salus, la mezcló con canela y revolvió bien.
Agregó azúcar.
Volcó todo en una cubetera con forma de pescaditos, y lo guardó en el freezer.
La pieza todavía no empezó. Nos preparamos: abrazo su espalda, él abraza mi cintura. Con su mano izquierda sostiene mi mano derecha. Entonces probamos el peso de nuestros cuerpos juntos. Él toma el control y me lleva contra sí.
Yo lo dejo, es la gracia.
La música empieza a sonar, y él da el primer paso, luego el segundo, y después ya no puedo seguir contando. Porque todo sucede de un modo natural, suave pero con ritmo.
A un paso suyo le sucede uno mío.
Aunque me cuesta, me dejo llevar, estoy totalmente a su disposición.
Cierro los ojos.
Mi cara apoya contra la suya. Siento su respiración que se acelera, siento su perfume que sube desde su cuello.
Nos deslizamos como si estuviéramos volando. No pienso, mis pies se mueven solos.
Sólo siento que sostiene mi cintura y que me guía, y me lleva, y me trae otra vez.
En una pausa natural del baile, aprovecho a comentarle, por si no se dio cuenta, que tengo mi carácter; me cuesta dejarme llevar, en la vida como en el tango.
—Es cierto, tenés carácter —me dice— pero yo también lo tengo.
Y mientras me sostiene con más fuerza, agrega: —Entonces, mirá lo que va a pasar: vos te vas a querer alejar… y yo no te voy a dejar.
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* Carolina Herrera nació en San Pablo, Brasil, el 26 de septiembre de 1981. De familia enteramente uruguaya, se radicó de nuevo en Uruguay en 1988. Es de profesión arquitecta y también fotógrafa amateur, alumna de Oscar Bonilla. Tiene estudios de Escritura Novelística con Rafael Courtoisie. Desde hace 5 años escribe reflexiones, cuentos cortos y algunos pensamientos en su blog: www.chicapastiche.com