ÉRAMOS TAN FELICES
Por José Sabater de Montfort*
—¿Te gustan las truchas?, le había preguntado Lorenzo el viernes por la tarde.
Ella dijo «sí» en contenida ilusión.
Lorenzo dijo: «Bien».
A lo lejos, en la sierra de Madrid, las montañas se alzan sagaces en espera de las primeras hilachas de nieve.
Lorenzo había sido su profesor, durante el curso de verano. Cynthia tenía veinticuatro años; treinta y siete Lorenzo.
El frío quiebra la detenida hojarasca; los labios rosados de Cynthia tiritan.
—¡Rápido!, le exige al hombre.
El taxi se dirige hacia la casa de Lorenzo… Es pronto, apenas las nueve y media. Es sábado.
Cynthia recuerda la casa familiar en las montañas, en la sierra. La doncella, Lidia, en la enorme cocina, echando chispeante el romero picado, y éste cayendo suave, y pronto el aroma fino, y la sabrosa carne rosada del pescado. Y el criadero de truchas cercano al río… tan cercano a la casa familiar. Desde el puentecito se podían ver los enormes grupos de truchas, casi tropezándose unas con otras, fatigadas por dar vueltas en el espacio del tanque escaso, y sus panzas preñadas de huevos.
Por eso nada más escuchar la palabra truchas dijo «Sí, sí y sí; sí, Lorenzo». Y él, cauto, concluyó con esperanza: «Bien».
Era la última vez que se verían.
Quiso añadir montones de cosas a la conversación. Pero sólo se permitió observar: «Será un placer».
El taxímetro, urgente, se excita.
Madrid, en sus calles, cobija ese frío respingón que se arrastra ladera abajo, desde las montañas.
Y los que se sacuden titilantes son también los árboles de Cuesta Moyano y el agua crispada de las fuentes; la avenida de Recoletos exhibe provecto el resplandor de los focos de la fachada del Prado, y el viento empuja al taxi hasta que éste aparece en la glorieta de Colón, y se cuela entre el tráfico y, ágil enfila con rapidez por Génova, aprovechando la gentileza de los semáforos.
Como si de puntiagudas piedras se tratase, grupos de chicos y chicas quedan atrás, escondiéndose de la lluvia en la boca del metro de Alonso Martínez, saliendo luego por la de Bilbao, y en un descalabro, un zigzag, se pierden en algún recodo; y el taxi se detiene, en doble fila.
Pasan los segundos.
—Eh, ¡señorita!
Entonces, Cynthia agita la cabeza. Y hace como si estuviese aturdida. Tarda mucho en sacar el dinero.
—Tengo prisa…, señorita.
La calle de Lorenzo es una zona de ocio, colmada de cientos de bares, pubs y discotecas. Aún es pronto, así que todavía no hay gente. Sólo hay unos pocos en un cibercafé que hace esquina.
Ring. Ring. El telefonillo.
—Sube, Cynthia… —pide Lorenzo.
El traqueteo del ascensor.
Lorenzo no está en la puerta; algo no concuerda… Él debería estar esperándola… Va a ser la última vez.
La puerta de su piso está abierta.
Cynthia señala al frente, haciendo tiempo para articular alguna objeción; pero Lorenzo no está delante de ella, y acaso, sería ya tarde. Y entonces siente la estupidez de todos sus actos, la innecesaria voluntad de todos los sucesos.
—Ven, entra, exige Lorenzo desde la cocina.
Cynthia espera unos segundos con los tacones clavados en la alfombrilla en la que en rojo hay escrito: «¡HOLA!».
—Pensé que sería bonito, una última cena —había sugerido él ayer.
Las últimas cosas son siempre irrelevantes, piensa ella, pero es incapaz de marcharse, de moverse, de hacer algo.
—No —resuelve ella—. no, no; por favor…
Lorenzo, inquieto, ha venido desde la cocina a ver qué pasaba. Y ha tratado de abrazarla. No lo ha hecho con imponencia, es sólo cortesía.
No, pero mejor así, debes quedarte ahí, lejos de mí, hasta que te vayas…
Lorenzo se concentra en las truchas. Espolvorea sobre ellas el fácil eneldo, y las salpica de pimienta negra molida, aceite, las gotitas de limón, provocando que la cocina esté confundida en un aroma grato, domeñado; afable.
Cynthia ve a Lorenzo de buen humor. Aunque esté en silencio, y ocasionalmente desvíe la mirada, o se concentre en la sartén; aunque se agite tempestuoso por la cocina. Aunque mientras rodee el plato con patatas redondas sólo acierte a decir:
—Hay un chardonnay excelente, sirve una copa, anda.
Cynthia se siente bien, así que decide por fin quitarse el abrigo y ronda por la casa.
—Déjalo en mi habitación, al final del pasillo —le indica Lorenzo—, bueno, ya sabes dónde…
Ella intuye que Lorenzo la deja libre para que hurgue finalmente, como si despidiéndose de los objetos, de algún modo, se impregnase en ellos, y quedara al abasto de Lorenzo: íntima.
Lorenzo ha elegido un buen vino. Cynthia respeta a los hombres que tienen elecciones atinadas.
Ambos beben sus primeras copas.
A Cynthia le gusta Lorenzo porque es un hombre acendrado, pero de una risa ingenua, con el pelo siempre recio, la raya a la izquierda, con fijador, y esos jerseys de pico de cisne que esconden camisas blancas o de color rosa. Y la ropa interior de Pertegaz, inmaculada.
—Te gusta el vino, ¿sí?, y Lorenzo se ríe, con alivio.
Hacen planes mientras preparan la mesa, siempre se hacen planes en estas ocasiones, piensa Cynthia.
Con todo y, por suerte, estamos consiguiendo mantener un ambiente liviano, se dice.
—No está tan lejos París. Puedo ir a visitarte cada mes, cada dos meses… las vacaciones. Hay tantas oportunidades… —sugiere Cynthia.
—Tendré que venir a Madrid puntualmente, así que…
—Sí, podemos intentarlo, conviene ella.
Y el fragor de la inventiva es también el caldo donde emergen ciertas pequeñas culebrillas, como esas que surgen de las acequias más recónditas. Entonces comienzan a aparecer los tímidos reproches.
Lorenzo opta por tomar más vino.
Ambos concluyen:
—Podríamos haber hecho esto o lo otro. Si nos hubiéramos dado cuenta antes… si no hubiéramos sido tan tímidos, tan tontos, tan reservados… Si yo no hubiera sido tu profesor…
Pero ella piensa: «No, en esto último te equivocas, es en lo único que te equivocas». Pero no dice nada.
—¿No te han gustado las truchas?, pregunta conspicuo Lorenzo mientras dobla la servilleta y la deja escondida en el borde del plato.
—Es que no tenía mucha hambre en realidad.
Lorenzo se la queda mirando a los ojos.
—Así que te marchas el lunes, dice ella, con un hilillo de voz blanco, casi neutro.
—No, al final salgo mañana por la noche…
—¿A qué hora sale tu vuelo?
Lorenzo se levanta y echa un vistazo por la ventana del pequeño balcón que hay en el comedor. Inmediatamente el store marfil tapa el reflejo de las farolas en el cristal.
—¿Vendrás a despedirme?
Ella hace una mueca.
—Recojamos esto.
Lo hacen los dos juntos. Del modo que lo haría un matrimonio de recién casados: exhibiendo una alegría metódica y útil.
La mesa ya está limpia.
—¿Haces café?, le exige Cynthia.
—Bueno, vale. Pero yo no quiero… ¿seguro que tú sí?
—Si, claro; claro que sí.
En la cocina se escucha un ruido insistente.
Tenemos tantas cosas pendientes…, piensa Cynthia.
Él parece que esté dejando todo limpio; frota haciendo mucho ruido, y luego superpone unos platos a otros. Se escucha cómo arroja con urgente violencia los cubiertos en el cajón.
Cynthia camina por el comedor, observando los libros metidos en cajas, cada caja con un número, las estanterías desmontadas. Hay una hoja donde están anotados los contenidos de todas las cajas; pero para qué pensar en eso ahora.
—¿Cómo va…? —dice Cynthia casi gritando, y le gustaría decir algo más, o algo chistoso, pero como no se le ocurre, simplemente sonríe, abriendo mucho la boca, enseñando los dientes, ensayando.
—Estará listo de inmediato, responde él con sequedad.
Lorenzo se pone muy tieso después de haber dejado el café sobre la mesa del comedor. Estira la palma derecha y sitúa los dedos contra la frente. Da un golpe seco con los talones, y mientras baja el brazo dice:
—¡A sus órdenes, mi capitán! Aquí tiene su café.
Cynthia hace una mueca; no le ha hecho ninguna gracia.
—Lo siento, replica él.
Ella no tiene muchas ganas de tomar ese café, ni de bromear tampoco.
Lorenzo se levanta cauteloso. Se queda frente a ella.
—Verás yo…, dice él.
Y ella le interrumpe: «No, es que yo, también, quería decirte, yo…»
Silencio.
Los coches pitan en la calle. Vociferantes, los grupos de jóvenes canturrean, las sirenas de la policía, una ambulancia. La música que se escapa de los locales al abrir la puerta. El sonido del ascensor, un disparo, una traca, un golpe, un choque de trenes, ¿qué es lo que escucha Cynthia, qué hay que arrulla en su mente?
En la calle parece que ha comenzado una pelea. Algún cristal se ha roto. Suena impactante la alarma de un coche. Muchos individuos gritan. De fondo, un coro femenino exige que no se peleen. Pero todo se confunde… Y sólo queda un murmullo que llega hasta el salón del piso de Lorenzo.
—Quería contarte algo, le dice de repente Cynthia.
—Adelante.
—Es algo de lo que nunca he hablado; es vergonzoso. Pero quiero contártelo.
Lorenzo no dice nada, está de pie, apoyando la espalda contra la pared naranja. Más que un juez parece un hermano, un padre, un confesor, un amigo que no exige más compromiso que la verdad misma.
—Siéntate, por favor.
Lorenzo cruza los brazos, se acerca el cigarrillo a la boca.
—Prefiero estar de pie.
Lorenzo echa el humo con tal languidez que ella se siente desarmada, quizá por ello se decida finalmente.
—Nunca he hablado de esto… ¡A nadie!
Lorenzo asiente. Alarga el cigarrillo, instándola a que hable.
—Habla. Te escucho.
Lorenzo se quita con beligerancia el jersey de cuello de cisne.
Su camisa está un poco arrugada, piensa ella, pero eso ahora mismo no importa.
Cynthia descruza las piernas.
Su vestido de gasa blanco le sube por las rodillas, y ella no hace nada por impedirlo. Ambas curvas donde se unen los huesos de sus rodillas están de color rojo, las frota con indolencia.
—Era una tarde calurosa, en la casa de campo, las truchas… las truchas saltaban felices en el arroyo; yo era tan ingenua… ese hombre: Demetrio. Mi madre no estaba… estaba yo sola, ni siquiera estaba Lidia. Ese hombre tendría tu edad, no sé. Yo era una niña: ocho o nueve años…
Silencio.
—Es indigno esto que he de contarte… Quizá no puedas, quizá sea yo la que no pueda… No, sé que no, que nunca podré… yo… nunca… lo siento, lo siento, lo siento…
Lorenzo enciende otro cigarrillo con la colilla del anterior. Está contra la pared. Rasca la pared con las uñas.
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Felicitaciones, un relato muy bien logrado. Sigamos soñando con el maravilloso mundo de las letras, Chente.