Literatura Cronopio

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A ella le produce dentera.

Pero es incapaz de articular más palabras.

Y hay un instante súbito en el quizá dos coches hayan chocado en la esquina, o acaso haya recomenzado la pelea anterior, o no haya ocurrido nada, pero simplemente Cynthia llora, y llora. Y piensa en las truchas panzurrosas en el estanque.

—Tranquila, cariño. No, no es nada.

Y Lorenzo se acerca a ella con rapidez. Y la abraza con excelente vigor.

Pronto sus cuerpos se confunden como las ramas de los árboles caen sobre la ladera, y de ahí al cauce del río, y de ahí hacia abajo, o hacia ninguna parte, o al choque contra las rocas salientes, o en un largo y sinuoso tránsito, hasta el mar.

—Lo siento, lo siento.

Ya todo ha pasado.

Cada uno aguarda en una esquina del sofá.

Los jóvenes canturrean desentonando en la calle. Los porteros de los bares les exigen silencio, «respeten a los vecinos, por favor».

—Toma un cigarrillo, dice Lorenzo, y le da el suyo, recién encendido.

Cynthia, con torpeza, con el pulso débil, se acerca el cigarrillo a la boca.

Cynthia lleva el sujetador puesto. Aún así, se cubre los pechos con dureza. Él vuelve hacia la ventana. Retira el store, aparecen los brillos en la habitación. De la calle apenas sube un arisco susurro.

Cynthia no quería, no ha podido remediarlo: se ha echado a llorar otra vez. Está acurrucada, todavía desnuda.

—¿Qué qué es lo que ocurre, Cynthia, qué pasa…?

Ella niega con los hombros.

Lorenzo se ha puesto en cuclillas. Trata de acercarse a ella, desde el suelo, como un gato.

—No, no, quédate donde estás, por favor…

Los ojos rojos de Cynthia, suplicantes, producen gran lástima.

—Quédate donde pueda verte. Quédate quieto ahí. Mírame, por favor. Mírame, mírame mucho, tanto como puedas aguantar…

Sólo se escuchan los jadeos llorosos de Cynthia.

Lorenzo se ha puesto de pie. Y sigue mirándola, todas sus fuerzas están concentradas en su rostro.

Ella se cubre con el vestido de gasa blanco. Pero sin vestirse, sólo se cubre un poco la curva de las rodillas rojas.

—Tengo que irme… —pero está en la misma posición que antes, en el sofá, sin moverse—. Tengo que irme…

—No, no, por favor. Ahora no…

Con la mirada gacha se queda a la espera. Él se acerca ahora al sofá. Se sienta en la esquina. Enfrente de ella. Le acaricia la mano con lentitud, sólo con las yemas.

Ella sonríe, pero deja que el cabello cobrizo, lánguido y suelto caiga por su rostro, matizándolo regularmente con los dedos, dejando ver sus orejas raras.

Al poco rato Cynthia se aparta de lleno el pelo y le mira, le enfrenta a Lorenzo la mirada. Observa cómo le tiemblan a Lorenzo los pies, que le caen del sofá.

Lorenzo entonces se acerca a ella y la abraza.

—Ven —reclama él— mi amor —y se la lleva hacia sí con fuerza, tratando de resguardarla en el regazo— mi pequeñina…

Pero ella se zafa y corre hacia el pasillo.

Su vestido de gasa blanca cae al suelo, donde alguna vez estuvo la moqueta para protegerlo; ahora sólo quedan frías las baldosas.

La puerta del baño se cierra estrepitosamente.

Voces de nuevo en la calle. Gritos. Cristales rotos.

Cuando ella sale decidida y silenciosa del baño, decidida a olvidar algunas palabras que no quiere confirmar, ve a Lorenzo en el sofá, echando la vista sobre la ropa que ella busca: Lorenzo está ocupado en memorizar sus braguitas blancas, comprobando las flores rojas y verdes y rosas, acariciándolas, dibujando formas con los dedos.

Cynthia aguarda en la esquina del pasillo, cubierta por la sombra.

Los locales parecen estar cerrando. Llegan los primeros taxis y los grupos se organizan para seguir la noche en otra parte.

Lorenzo busca ahora entre el traje de gasa blanco de Cynthia, el cual recorre con sus manos aceleradas, se lo acerca al pecho, se refriega en él. Aspira con profunda ansiedad su olor. Sus piernas siguen temblando.

Entonces Cynthia carraspea. Lorenzo se pone en pie, descubierto, timorato, vulnerable.

Son las seis y treinta ocho de la mañana. Lo indican las letras rojas en la radio. Y lo dice un locutor además, de voz solemne.

El taxi lleva a Cynthia de vuelta a casa.

—¿Mañana…, te llamo antes de salir? —hubo de inquirir Lorenzo al cerrase la puerta.

El taxi avanza ligero por las calles.

—Verás, he pensado que… te parecerá una idiotez —había dicho Lorenzo mirándola como un verdadero memo, y ella estiraba gradualmente el cuello, tras haberle arrebatado de las manos su traje blanco, y mientras se lo ponía, diciéndole con la mirada «sigue, sigue; habla, ¡o hablas o me marcho para siempre!»—.

—Está bien –seguía él con la voz quebrada—, he pensado que… cuando estemos lejos, bueno —y a todo esto iba abriendo y cerrando cajas— , si ambos compartimos el mismo libro; quiero decir —parecía haber encontrado algo—, es una forma de estar juntos.

Cynthia se dio cuenta de que aquello sería tan efectivo como un papel abandonado a un inclemente aguacero.

Vio a Lorenzo que seguía no obstante rebuscando entre las cajas mientras ella, con firme determinación, se ponía y ajustaba las braguitas a la cadera, planchando el traje luego con las palmas de las manos.

Se fijó en la cubierta del ejemplar que Lorenzo acaba de entregarle con temor: Kierkegaard; una acción desesperada de todos modos, eso seguro.

—Hace una tranquila noche, una buena noche, ¿verdad?, le dice el taxista simulando confianza, quizá advirtiendo sus ojos radiantes, su cuerpo fatigado.

Los grupos de chicos y chicas esperan con sus mochilas al último bus de Cibeles. Neptuno está de espaldas según pasa el taxi, dejándolo a la izquierda, en su fuente inactiva. Las luces del Ritz duermen. Y con ellas, Madrid entera.

Todos los gritos posibles quedan ahogados en la noche omnipresente, y dentro de la lluvia que recomienza.

—Se olvida el libro —reclama educado el taxista.

Y aunque lo supiera perfectamente, Cynthia dice «Ah», y se hace la despistada.

Le entrega un billete y no aguarda las vueltas.

En el horizonte, espléndida, la luna chispea cansada sobre Atocha. Y un tren, o varios, silban y silbarán joviales hacia países vecinos.

En algún momento de la tarde siguiente, el teléfono de Cynthia suena… y sigue sonando; hasta que deja de hacerlo.
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* José Sabater de Montfort (Valencia, España, 1977) es Graduado en Estudios Ingleses por la Universidad de Barcelona, así como diplomado en Literatura Creativa por la Escuela TAI—Madrid. Forma parte del consejo editorial de la Revista Literaria Hermano Cerdo. Sus relatos y ensayos han aparecido en diferentes revistas como La Bolsa de Pipas, BocadeSapo, Sobre Libros, Palabras Malditas, Otro Lunes. A*Desk, Cuadernos del Matemático, Jot Down o SalonKritik. Recientemente le ha sido concedido el primer premio del Concurso de relatos de la revista chilena Point Magazine. Escribe regularmente en su dietario/blog La Soledad del deseo, finalista en la categoría de crítica literaria de los premios Revista de Letras 2011. https://www.jsdemontfort.com Correo-e: jsdemontfort@gmail.com

1 COMENTARIO

  1. Felicitaciones, un relato muy bien logrado. Sigamos soñando con el maravilloso mundo de las letras, Chente.

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