Literatura Cronopio

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Vagonero

LA CONGOJA DEL VAGONERO

Por Pedro Humberto Sánchez*

Para Mario Bellatin

El sol comenzaba a brillar en el firmamento cuando Jacinto ingresó con su mochila-bocina sobre la espalda a la estación Cuatro Caminos del Sistema de Transporte Colectivo. Mientras que el sol flotaba sobre un cielo sin nubes, Jacinto recorría las entrañas de la ciudad, abriéndose paso entre una multitud de personas que permanecían inmóviles y que no hacían caso de su voz apagada que se escapaba por las ventanas para perderse en los largos túneles que ocasionalmente eran iluminados por las largas lámparas que emitían una pálida luz.

Ahora Jacinto se dirige a su casa, sus lentos pasos muestran el cansancio acumulado durante el día y son vigilados por la hermosa luna llena que sobresale de los cerros tapizados con miles de diminutas luces. La humilde vivienda de Jacinto se encuentra al final del camino, sus paredes y techo son de lámina y absorben el frío y la oscuridad. Jacinto camina arrastrando los pies en un sendero de tierra muerta con rocas filosas que se incrustan en la desgastada suela de sus zapatos.

De vez en cuando manotea para ahuyentar a las moscas que abandonan las bolsas de basura para intentar posarse en su cara. Una jauría de perros cadavéricos con tristes y aceitosos ojos lo ven pasar caminando de forma lenta, levantando una ligera nube de polvo con su mochila-bocina bamboleando en su espalda, sus oídos están a punto de estallar y no escucha los ladridos de los perros.

Cuando por fin se encuentra frente a su vivienda retira la improvisada puerta de madera, ingresa a su hogar y con el resplandor de una luz que proviene del fondo de la habitación alcanza a ver a su hija que duerme plácidamente cubierta con una mantita cuadrada. En los brazos de la nena descansa una vieja muñeca de tela, que a pesar de los años conserva intacta su belleza. La mujer de Jacinto se encuentra sentada observando el televisor; al escuchar sus pasos, voltea a verlo, sonríe rápidamente y de nuevo dirige su mirada a la televisión que reposa sobre una mesa de madera. Jacinto deja su pesada mochila en el piso de tierra, se sienta en una desvencijada silla de plástico, enciende un cigarrillo, la luna se encuentra frente a su ventana, la observa tranquilamente.

UN MUNDO FELIZ

Para Luis Zapata

La llevas con orgullo y amor paternal, la cuidas mucho y no dejas que nada le pase. La defiendes incluso del aire; pues no debe pasarle nada. Esperas paciente debajo del reloj de la estación del metro. Con cada tren tu corazón late apresuradamente, y después se detiene de forma brusca al no observar lo que tanto anhelas. Pero por fin, tras la espera llega el momento, un nuevo tren se acerca dejando una estela naranja en tus ojos, cuando el largo gusano naranja se va la ves caminar entre la multitud, sus pasos la llevan hacia ti. Te mira y abre sus brazos, ahora está frente a ti, coloca sus manos suaves y cálidas alrededor de tu cuello, la observas con ternura y le entregas la flor que tanto has cuidado, como si se tratase de tu alma antes de presentarla al Creador. Se trata de una rosa, pero no es una rosa cualquiera; su hermoso color y sus pétalos perfectos la convierten en la rosa más bella del mundo. Ella toma la rosa en sus manos y te sonríe, te acerca sus labios y te besa, el beso es tierno y lleno de amor, eres feliz y sonríes, sonríes y te sientes bien, mejor que nunca, sabes que te ama y su cabello huele delicioso, al aroma del amor.

OLVIDO

Para José Luis Merino, Justino Marín y Miguel A. González Sánchez

Su espalda se encuentra quemada por el sol y sus piernas entumidas, todo el día permaneció sentado en el diminuto banquito de madera observando los cepillos, el periódico, los frascos con pigmentos, las cremas de colores y el frasco con cera para abrillantar el calzado.

Lleva en la misma posición veinte años, antes encontraba divertido observar a las personas que pasaban delante de sus ojos y, a las parejas de novios que se sentaban cerca de la fuente intentaba adivinarles su destino. En otros tiempos trataba de pronosticar las razones que motivaban a las personas a visitar el centro de la ciudad, incluso afinó el siguiente método: cuando las personas llevaban niños con uniforme escolar era seguro que se dirigían a la librería, cuando portaban ropas elegantes y algún regalo entre sus manos era casi un hecho que iban al restaurante, si sus rostros mostraban preocupación el montepío era su destino, cuando un hombre llevaba las manos en los bolsillos y una cara de enamorados era evidente que sus pasos lo llevarían a las joyerías; si caminaban disfrutando el tiempo y haciendo cara de intelectuales los museos tendrían nutridas visitas esa tarde, y si era una parejita de novios con un periódico en las manos el cine era su destino.

Pero de manera paulatina fue perdiendo el interés en los pasos, los rostros y los destinos ajenos. Las personas dejaron de interesarle, suficiente trabajo era limpiar y lustrar sus zapatos todos los días retirándoles el polvo de otras colonias y de otras épocas, lustrando con el viejo cepillo hasta que la piel del calzado estuviese brillante de nueva cuenta. Cada día era la misma rutina que realizaba de manera mecánica: colocar los plásticos protectores de calcetines, lavar el calzado con jabón de calabaza, cepillarlo, empastelar cada zapato con crema, de nuevo cepillarlo, aplicar brillo con una brochita y retirarla con una trapo hasta que rechinaran de limpios.

Los años han pasado y los días han perdido su sentido, ya no hay inicio o fin de semana, todos los días son iguales. En más de una ocasión mientras sus ojos se pierden entre las etiquetas, se ha preguntado si su existencia no es una imperfección, si su vida no es mas que una serie interminable de constantes errores, que inició el día de su nacimiento, cuando Dios se encontraba enfermo, y esa razón (o enfermedad) justificara que Dios se hubiese olvidado de bendecirlo. Tras la muerte de su esposa y el olvido de sus hijos las palabras se alejaron de sus labios, ya casi nunca hablaba y rara vez se alimenta, incluso ya había olvidado como era su voz.

Cada tarde tras guardar sus latas y cepillos en el interior de su carrito de bolero se dirige a su hogar, una vieja casona transformada en vecindad en las inmediaciones del Barrio Chino, una casa que en un tiempo perdido fue el orgullo de una familia de rancio abolengo, pero que ahora parece un triste e interminable laberinto, con largos y húmedos pasillos atestados de chácharas y unas escaleras próximas a derrumbarse. Su cuarto se encuentra frente al baño comunitario, con una ventana de cristales opacos cubierta por una cortina amarillenta que impide el paso de la luz, dentro de la habitación hay un sillón y una mesa, del otro lado un tocador lleno de frascos y fotos en blanco y negro, al fondo una cama de latón, y en medio un librero, al lado de la puerta sobre unas tablas descansa una parrilla eléctrica cubierta de cochambre y residuos de café.

Todos las noches el viejo lustrador de calzado enciende la radio que descansa en uno de los entrepaños del librero y se sienta en la orilla de la cama, se retira sus zapatos sucios, descansa sus pies en el piso y escucha la música que emerge de las bocinas, respira pesadamente, observa las fotos y anhela que una noche de forma repentina tomen vida, que de nuevo su existencia sea sencilla, como sucede en algunas películas en blanco y negro, o que esa respiración sea la última, para por fin acceder al otro mundo en compañía de su amada, que sea el fin del camino, su pasaporte al más allá. Sin embargo, nunca sucede nada y la vida continua igual, agregando a su existencia días sin sentido, llenos de soledad, días en los que de nuevo medita y concluye que su vida es una serie interminable de fracasos, una suma de pasos perdidos en las escaleras de la vecindad, pasos y respiraciones que se pierden en las paredes agrietadas, sin color, en el pequeño cuarto que comparte con su soledad, respira de nueva cuenta convencido de que Dios se ha olvidado de él.

EL MIEDO A VOLAR

Para Chata, Pindi y Adrián

El sol refleja su tonalidad dorada sobre el polvo del Campo número 7. El partido se encuentra empatado a tres tantos. Pepe tiene en sus pies el remedio para que su equipo acabe con una negativa racha de diez derrotas consecutivas. El sudor que corre por su frente llega hasta sus labios y los impregna de un sabor salino. En las tribunas de cemento familiares, vecinos y amigos aguardan inmóviles el momento cumbre del domingo. Es el minuto 45 del segundo tiempo, antes de que se marcara el penalti el árbitro auxiliar había informado que se agregaría un minuto de compensación. Sesenta segundos y un cobro desde los once pasos separan a Pepe de la gloria dominguera, debajo de sus pies el balón se encuentra inerte, un balón gris como el polvo con los gajos al aire como si fueran alas de una mariposa lista para emprender el vuelo.

Pepe contempla el balón con alas que reposa sobre el punto blanco de cal que señala los once pasos que lo separan de la gloria, retrocede y queda de frente a un arquero que invoca a sus antepasados bailando una danza ancestral. El portero viste un empolvado uniforme rojo y agita sus manos como si estuviera espantando mosquitos y malos espíritus, sus tenis levantan una fina nube de polvo que se esparce por toda la cancha. El campo de juego y las tribunas permanecen en silencio y a lo lejos lo único que sigue en movimiento es un pesado autobús que se pierde en el horizonte. La venta de chicharrones preparados y congeladas de rompope se ha postergado, los besos de los novios se han suspendido, y hasta los recién nacidos han dejado de llorar.

El momento de la verdad se avecina, en un par de segundo Pepe transitará del heroísmo a la ignominia. Siente el peso de la responsabilidad sobre sus hombros y comienza a preguntarse cómo carajos debe cobrar el penalti. Una cascada de respuestas llega de forma atropellada a su cerebro:

Al centro para engañar al portero como lo hacía el Rey Pelé.

A la izquierda del portero raso y pegado al poste como los cobraba el Maestro Galindo en el Cruz Azul.

Por arriba a la derecha del portero, el ángulo de la horquilla como los italianos en la Eurocopa de Naciones.

Pepe escucha el silbatazo del árbitro y comienza a correr sin tener la menor idea de hacia qué lado debe ejecutar el disparo:

Izquierda

Un poco más al centro

Mejor a la derecha

O al centro

Sí al centro

Mejor a la izquierda

¿Derecha?

Sí, a la derecha

Al centro, y un poco a la izquierda

Pero no tanto

¿Mejor a la derecha?

Por el centro y por en medio de las piernas

O, ¿por arriba y al centro?

¿O a la izquierda?

Pepe corre más aprisa, y su velocidad es tal que de pronto siente miedo de salir volando junto con el balón que parece cubierto de vendas. Golpea con fuerza el esférico, tal es la potencia del puntapié que el balón vuela por encima del travesaño, el rostro de Pepe besa el polvo del campo en medio del suspiro de descontento proveniente de las tribunas. Encima de la portería el balón sigue su trayectoria hacia el cielo mientras que el árbitro pita el final del encuentro.

EN EL PASILLO

Para Adriana Jiménez Flores

Si me encontrara con ella en el pasillo de un lugar cualquiera tendría una gran confusión. Por una parte podría correr a su lado y abrazarla, por otra podría tomar un envase de cristal y estrellarlo en su rostro.

Si mi atrofiado cerebro seleccionara la primera opción, una vez que mi brazos estrecharan su cintura, acercaría mis labios a su oído derecho y le recitaría suavemente la siguiente estrofa de la canción «Coffee & TV» de Blur:

Take me away from this big bad world
and agree to marry me,
so we can start all over again.

Después la besaría con ternura, acariciaría sus delicadas y perfumadas manos, la llevaría a tomar un helado, o tal vez un café con pastelillos, y por último antes que la noche nos sorprendiera la acompañaría a la puerta de su casa y me despediría de ella con un pequeño beso.

Si por el contrario (que es lo más seguro) decidiera que la segunda opción es la más adecuada, una vez que el envase se hubiese estrellado en su cara esparciendo una tenue y transparente lluvia de finos cristales sobre el piso, cuando la sangre comenzara a deslizarse lentamente en sus mejillas y su nariz rota, cuando sus dulces lágrimas se confundieran con su desesperación, justo en ese preciso instante, en que ella arrodillada levantase su rostro buscando en mi ojos una respuesta que nunca encontraría, le declamaría una pequeña parte de la canción que inmortalizó a esa buena banda llamada Joy Division:

You cry out in your sleep
all my failings expose.
There’s a taste in my mouth,
as desperation takes hold.
Just that something so good
just can’t function no more.
When love, love will tears us apart again.

Después de entonar estas maravillosas palabras le patearía el costado izquierdo de su vientre y le escupiría su cabello con aroma a manzanilla. Daría la media vuelta y caminaría de manera parsimoniosa, colocaría un cigarrillo en mi boca, lo encendería con un fósforo y aspiraría hasta que una larga nube de humo hinchara mis pulmones, conservaría el tabaco dentro de mi cuerpo por un largo tiempo y me sentiría más vivo que nunca.

Sin embargo, aunque me duela, las posibilidades de encontrarme con ella en el pasillo de un lugar cualquiera, son si no escasas; imposibles.
(Continua página 2 – link más abajo)

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