GONZALO MALLARINO FLÓREZ: LA POESÍA COMO FESTEJO Y SALVACIÓN
Por Federico Díaz Granados*
Hace veinte años, escarbando como solía hacerlo de niño en la biblioteca de mi padre, me encontré con una bella edición del libro Los Llantos publicado en 1988. Su autor: Gonzalo Mallarino Flórez, un poeta que rondaba, para esos días, los 30 años de edad. Mi padre me habló con tanto entusiasmo de ese poeta que sus palabras cargadas de afecto y de verdadera admiración me invitaron a leer el volumen que tenía entre mis manos. Entonces me encontré con un poeta que tenía un tono y una forma de nombrar el mundo diferente a lo que había leído, en la misma biblioteca, de la joven poesía colombiana de esos años donde lo anecdótico y coloquial marcaban el compás de esos tiempos. Había en Los Llantos un asunto lírico definido donde el lenguaje venía cargado de una fuerza y un significado propio, lejos de las modas y concesiones del momento.
Pasaron muchos años y siempre supe de Gonzalo Mallarino porque encontraba su nombre en panoramas y antologías de la poesía colombiana, hasta que el poeta Mario Rivero, en 1999, me invitó a leerlo nuevamente para incluirlo en una exposición de poesía colombiana que preparé para la revista «Golpe de dados» con motivo de sus 25 años de circulación. Fue en ese momento, un poco antes de la aparición del libro «La Tarde, las Tardes» en el que confirmé los diferentes registros de esta poesía y su apuesta por revelar el hecho poético con un ritmo y una temperatura diferentes a lo que hacían la mayoría de poetas de su generación.
Al aparecer la primera novela de la «Trilogía Bogotá, Según la costumbre», en el año 2003, tuve nuevamente la sensación de estar frente a un desafío lingüístico que tenía su verdadero asidero en la poesía de siempre y fue cuando entendí que había un puente de ida y regreso y unos estrechos vasos comunicantes entre la poesía de La Tarde, las Tardes, que estaba desembocando en retratos y en pequeñas historias y esa narrativa cargada de ámbitos poéticos y atmósferas líricas.
Por eso hoy, cuando la Trilogía Bogotá ya hace parte del canon de la Bogotá literaria y veo a muchos jóvenes leyendo la novela Santa Rita, festejo la coherencia de una vocación y la continuidad de una propuesta literaria que siempre ha sido fiel a sus fuentes y a su andamiaje de presencias y de voces. Los diferentes ciclos poéticos de Mallarino han tenido una estructura orgánica tan sólida cuya fuerza llega hasta sus novelas como el buen pintor que maneja a la perfección la geometría y la anatomía.
Hay en la poesía de Mallarino acertados ecos de la poesía española del siglo de oro, filias y acuerdos con la Generación del 98 y la Generación del 27. Hay en ella la sencillez y la hondura de la poesía anglosajona del siglo XX y el color y la tonalidad de la poesía latinoamericana más alta de nuestro tiempo, pero ante todo hay un verdadero festín del idioma, una celebración al mayor instrumento para interpretar un mundo. Porque hay en Gonzalo Mallarino algo de intérprete, algo de decodificador que descifra algunos signos colectivos, algunas voces extraviadas, algunas tarjetas postales sin dirección ni remitente, porque son sus motivos los motivos de todos. Tal vez porque la poesía no sea otra cosa sino revisitar lugares abandonados por la vida, a prisa y entregar después algo construido a fuerza de palabras donde el tiempo, si llega, ya no reina para siempre.
Pero más allá de aquellas influencias, esta poesía escucha su propia voz, sus itinerarios fosforescentes entre la tierra fría y la tierra caliente, la voz de los maestros, las reminiscencias de Don Tomás y Don Agustín, la voz del padre detrás de las puertas y el acento recio y puntual de la madre en las alcobas. Es una poesía que ha sabido templar esa cuerda entre el bullicio de la calle y el silencio de la soledad, donde lo femenino, el dolor, la calle y el corazón humano permiten desde la belleza construir un escenario de signos universales, de guiños y ademanes que exaltan lo verdadero y lo transparente. Del mito al sueño, de los personajes a la imagen, hay un escenario cuyos ejes, sustratos y reminiscencias hacen del poema una casa de signos vivientes pobladas de urgencias y de certezas.
La poesía de Gonzalo Mallarino surge de las circunstancias más diversas, tanto del tiempo propicio como del ajetreo de la vida cotidiana y sus problemas por resolver. Son campos de observación de ciertos hechos, de ciertos episodios. Inmerso en el don misterioso de aquellas palabras que sugieren, que se involucran y revelan una realidad desde la nitidez personal del autor.
Acá no hay artificios o fórmulas preconcebidas. Hay observación y comparación de la realidad. Una mirada del mundo desde el ángulo del lenguaje porque entraña para él un modo de explorar la realidad con el instrumento de la mirada íntima del poeta y la convicción de que la poesía debe estar más cerca del oficio que de la inspiración, de la vida que de la literatura, de la lucidez que de la paranoia. Un lenguaje preciso, despojado, entre el azar y un permanente deslumbramiento por la vida con sus esplendores y agonías. Gonzalo Mallarino observa y nos traduce con generosidad ese mundo que él pudo ver e interpretar y nos lo reinventa para que lo habitemos sin rencores ni miedos.
En estos años en los que Gonzalo me ha honrado con su amistad he podido comprobar de primera mano que su credo literario, su fe total en la poesía han sido sus verdaderos maderos encontrados después del naufragio, porque, si de algo sagrado se trata la poesía, es su primer refugio de acuerdo a lo que alguna vez respondió a la pregunta de «¿por qué escribo?: “Yo me aferré a la escritura como a un madero en el mar alterado de la vida, de otra forma me hubiera muerto, me hubiera autodestruído. Escribir me hizo posible ahondar en mi condición, en mis recuerdos, en mis sueños, en mis dolores, en una palabra, en mi inconciente. Eso le dio un norte a mi vida, ese ejercicio de transformar lo más oscuro, lo más adormecido, lo más recóndito en palabras y en un ámbito lingüístico. Escribo entonces para que el tiempo no acabe venciéndome, quebrantándome tan pronto con sus dedos”».
Acá su poesía, festejo y salvación.
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Federico Díaz Granados (Bogotá, 1974). Poeta, periodista, profesor de literatura y divulgador cultural. Actualmente es codirector de la revista de poesía «Golpe de Dados». Hace parte del comité organizador del Festival Internacional de Poesía de Bogotá y dirige el evento «Las líneas de su mano» (Acercamiento al mundo literario de ocho escritores colombianos). Ha publicado los libros de poesía Las voces del fuego (1995), La Casa del viento (2000), Hospedaje de paso (2003) y Álbum de los adioses (Antología personal 2006). Ha preparado las antologías de nueva poesía colombiana Oscuro es el canto de la lluvia (1997) e Inventario a contraluz (2001). Es coautor de El amplio jardín (Antología de poesía joven de Colombia y Uruguay, 2005). Preparó para la revista Punto de Partida de la UNAM de México la antología Doce poetas jóvenes de Colombia (1970-1981). En 2008 publicó La música callada la soledad sonora (Antología de poemas al jazz). En 1998 aparecieron sus versiones de la poesía de Jim Morrison bajo el título Una Oración americana.
Hola!
Quiero aclarar que la foto no es mía, sino que apareció en un perfil que escribí sobre Mallarino en El Espectador. El fotógrafo se llama Óscar Pérez.
Gracias, ojalá lo puedan corregir