Literatura Cronopio

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A PROPÓSITO DE JUAN BENET

Por Joaquín Albaicín*

Cuando a mis dieciocho años comencé a moverme por ambientes literarios, entre la gente mayor que yo que los frecuentaba de antes y había ya publicado e, incluso, adquirido notoriedad y fama, era casi un rito de estricta observancia esgrimir la opinión —más bien, la sentencia— de que Juan Benet —es decir, su obra— era «un coñazo», así como coronarla con la apostilla, refrendada por afectada y general carcajada:
—Claro, es que es ingeniero de caminos.

Un poco, en fin, como si se diera por sentado que bien minúscula cosecha artística podría esperarse de un pintor que, aparte de dedicarse a colorear lienzos y colgarlos de las paredes de las galerías, fuese licenciado en Derecho por Salamanca… O que sería sencillamente absurdo tomar en consideración como autor a quien, como fue el caso de Ernst Jünger, consagra su tiempo a tan soporífero entretenimiento como el coleccionismo y el estudio de los escarabajos. A tan verde edad se es una esponja, y resulta hasta cierto punto lógico que, durante cierto tiempo, y sólo por escuchárselos a individualidades a quienes uno se ha aproximado con afán de aprender, uno haga suyos y otorgue la categoría de incontestables referencias a chascarrillos —pues eso es lo que son— de tal jaez.

La verdad es que cuando, mucho después, leí el ensayo de Benet sobre Dionisio Ridruejo, incluido en un volumen de homenaje a éste junto a otros firmados por Antonio Tovar, Narciso Perales, Serrano Súñer y no recuerdo ahora quién más… Bueno, no sólo no me pareció un coñazo, sino, lo mismo que bastantes artículos salidos de su pluma, muy ameno y contenedor, además, de inteligentísimas reflexiones y juicios de valor que alguna vez me he permitido citar. Después leí un libro de cuentos suyos y, cierto, en aquel momento —ignoro qué fibras me tocaría ahora— el tono me pareció un tanto frío para mis gustos, pero vamos, tampoco un rollo soporífero ni una insufrible losa. Ahora tengo en la mano fotocopia de un artículo de Benet en torno a las meriendas que en la década de 1950 reunían cada semana a su madre y sus amigas, y, la verdad, no percibo que, en función de los recursos prosísticos desplegados, el chocolate de aquellas señoras despidiera un humo o impactara con un sabor de menor intensidad, o espejeara a ritmos menos «cálidos» o menos «literarios» que las sopas castellanas de Cañabate o el ruido de los hielos al deshacerse en el escocés en el «Gijón» de Umbral, por traer a colación a dos escritores de natural más floridos… Lo mismo digo de otra entrega periodística de la misma época, aparecido también hará cosa de quince años y también en el diario «El País», una reflexión evocatoria sobre los mapas físicos y políticos de las lecciones de geografía de nuestra infancia. Lleva, sí, el sello de la profesión de Juan Benet… En no mayor medida en que las descripciones de interiores de «Clarín» o los paisajes de Tagore delatan el «status» burgués o el origen indio de sus autores.

Añádase que, cada vez que leí una entrevista con Juan Benet o le escuché responder en la televisión las preguntas de algún «experto» en literatura, me sentí siempre muy en consonancia con su sentido del humor y su tan despreocupada como certera ironía. Me pareció que Benet poseía la precisa dosis de humana entereza para hacer y decir lo que le viniera en gana. Si, recuerdo los lamentables términos en que se refirió a Solzhenytsin, por lo que tan merecidamente fue reprendido, pero, aparte de que ya su mujer, la también escritora Blanca Andreu, ha aclarado en un foro cibernético el contexto en que lanzó sus diatribas, así como su posterior reconocimiento, en el curso de un viaje al otro lado del Telón de Acero, de que se había equivocado… Pues hombre, meteduras de pata y salidas de tono de ese calibre son contabilizables en el haber de infinidad de escritores sin que por ello haya que agregar sus nombres a una lista negra por toda la eternidad. Perder los papeles un día no me parece tan grave cosa. Incluso me parece mejor que no perderlos jamás de los jamases y pasar la vida entera ceñido a un guión.

En suma, que Juan Benet, cuya herencia literaria disto mucho de conocer bien, me caía simpático, algo fuera del alcance de un coñazo de tío, sea éste ingeniero de caminos, médico de familia o batería de una banda de rock duro.

Si bien jamás le traté, sabía gracias a amigos y conocidos comunes de su propensión a la vida noctámbula y las mujeres que pisaban fuerte, así como de su afición al flamenco y su gusto por escuchar de madrugada el cante por siguiriyas o mirabrás de Rafael Romero «El Gallina». A quienes no paraban de recitar la cantinela de que Benet era un coñazo, sólo les vi en compañía de mujeres que les ponían constantemente los cuernos, con o sin su consentimiento, asistían a las veladas de cante hondo con cara —curiosamente— de ingenieros de caminos y, si alguna vez —cosa rara— aguantaban hasta la madrugada, se retiraban a sus domicilios en muy malas condiciones justo a la hora en que, para los auténticos bohemios, empieza de verdad la noche. Es decir, saltaba a la vista que el coñazo eran ellos, no Benet.

Y bueno, aquí lo dejo, pues tampoco creo que se me haya perdido nada en esta agua de borrajas ya bastante diluida. Aunque, ¿quién sabe? Nada sucede ni se escribe sin un porqué, se entrevea éste ahora o no.
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* Joaquín Albaicín es escritor, conferenciante y cronista de la vida artística, sus artículos y relatos, así como sus críticas de arte flamenco han aparecido en diarios como ABC, El País y Reforma (de México), y revistas como El Europeo, Vogue, Granta, Sur-Exprés, Axis Mundi, Letra y Espíritu, La Clave, Generación XXI, Debats, Amanecer, Web Islam, 6 Toros 6, El Ruedo, MAN, Próximo Milenio, The Ecologist, Más Allá y Omarambo.

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