El discurso de Paz es instrumental porque también ofrece una visión económica y política de México en la naciente Guerra Fría. Rechaza de tajo las purgas y los gulags estalinistas. Se opone abiertamente a los sistemas totalitarios de naturaleza comunista. Critica las fisuras que se evidencian en todo sistema liberal y en toda democracia participativa y representativa. Pero es ante todo un convencido de que la democracia liberal y el intervencionismo del Estado en la economía —siguiendo las ideas keynesianas— son los sistemas más apropiados para regir el destino político y económico de los hijos de la Malinche, desde luego adaptados a las necesidades de México, sin imitar de lleno, modelos extranjeros y exógenos. (Vargas Llosa, 291). No obstante, en la mayoría de sus creaciones ensayísticas, incluyendo «El laberinto de la soledad», se muestra desconfiado de las bondades del libre mercado al considerar que pueden atentar y desfavorecer las expresiones culturales de su país. (Vargas Llosa, 291). Asimismo también ofrece una visión particular sobre el estatismo de la dictadura progresista de Porfirio Díaz y su positivismo. (Paz, 161–162) y sobre los tiempos de la «Reforma» adelantada por Benito Juárez, que llevó a la adopción de un régimen liberal en México que negó la conquista y el pasado precortesiano. (Paz, 112). El estatismo, las nacionalizaciones proyectadas por el gobierno populista de Lázaro Cárdenas, como culmen de la Revolución y su conocida reforma agraria (Paz, 168).
Mario Vargas Llosa en su libro de ensayos «Diccionario del amante de América Latina», sostiene sobre la filosofía y el espíritu instrumental que acompañaba la ensayística de Paz, que «desde la publicación del El laberinto de la soledad, hasta la aparición de su último texto de ensayos, Pequeña crónica de nuestros días en 1990, el autor mexicano es partidario de una especie de socialismo democrático tan de boga a finales de los años 90, alejado del conservadurismo del que era tachado por sus opositores más acérrimos y también poco abanderado de las ideas de corte liberal. Ahora bien, desde el ensayo que nos convoca aquí, Paz ya se encontraba alejado de su entusiasmo juvenil por las ideas revolucionarias de Trostky, el anarquismo y el surrealismo y había transfigurado su pensamiento hasta el punto de defender las bondades de «la democracia política, del pluralismo y del Estado Social de Derecho» (Vargas Llosa, 291). En ese sentido, el autor de «Las peras del olmo» explica su filosofía política, en el prólogo de una nueva edición del «Laberinto de la soledad» aparecida en 1992: «con unos pocos sostuve que sólo la instauración de una democracia auténtica, con un régimen de derecho y de garantías a los individuos y las minorías, podría lograr que México no naufragase en el océano de la historia universal, infestado de leviatanes». (Paz, 23).
Por otro lado, el ensayo de Octavio Paz surge de la preocupación de lo que significa «ser mexicano», con sus virtudes y defectos, luego del paso contundente de la Revolución. México es entonces un país alejado del resto del mundo, mágico, de gentes taciturnas; marginado de la historia universal. «No es un texto de psicología o sociología», tal como lo propone el propio autor (México en la obra de Octavio Paz: un testimonio personal de Octavio Paz. Video de Videovisa y Televisa).
En ese orden de ideas, con «El laberinto de la soledad», Octavio Paz tendrá el objetivo de explorar la génesis de México como el fruto de una violación histórica y geopolítica (la Conquista) en la figura mítica de la Malinche. (Paz, 110). El texto se puede estudiar como un vuelo histórico y literario desde la llegada de los españoles bajo el liderazgo de Hernán Cortes hasta el México posterior a la Segunda Guerra Mundial, cuando el Partido Revolucionario Institucional (PRI) ya estaba consolidado en el país y gobernaba con su puño de hierro. (Paz, 20, 24, 304 y 305). Cabe destacar que el término «malinchista» comenzó a utilizarse hasta la saciedad en la prensa escrita del México de finales de los años 40 y principios de los 50. «Malinchista» para aquellos que utilizaban el vocablo en sus escritos, estaba vinculado con todo aquello que había sido permeado por las influencias extranjeras y no era genuinamente mexicano. (Maura, 2). En ese sentido, Juan F. Maura, profesor de la Universidad de Vermont asevera que «Octavio Paz en su conocida obra El laberinto de la soledad, denuncia el hecho de que desde hace tiempo la prensa escrita haya puesto en circulación el término malinchista, como equivalente a todo aquello que ha sido infiel a su pueblo por haber sido corrompido por influencias externas y extranjeras». Sin duda alguna, lo extranjero estaba ligado a la influencia de la cultura española, determinante también para concebir la mexicanidad, en conjunción con lo indígena. (Maura, 2). Dicho sentimiento «anti–español», sirvió en la emancipación y en medio de los aires revolucionarios para identificar y crear identidad entorno a un enemigo: sumisión y obediencia a un amo que venía de afuera, específicamente de España (Maura, 2), que ya había fraguado una violación contra la Malinche.
La presencia de los Estados Unidos y España en contraposición con América Latina, es notoria en la obra. A parte del análisis sesudo sobre México, Octavio Paz establece paralelos entre la mexicanidad —como fracción de la realidad latinoamericana— con los Estados Unidos y España, la madre patria en la que reconoce rasgos de su cultura. Antepone la hibridación mexicana, producida a través del choque de dos civilizaciones distintas, con el paraíso edificado por los norteamericanos. Se nota que sentía admiración por ella, pero al mismo tiempo terror, frente al coloso que limita con su país. Terror frente a las invasiones norteamericanas de 1846 y 1848. Es Estados Unidos, el territorio al que llegan los hijos de la Malinche, pobres e indocumentados.
Estados Unidos, es el vehículo para construir la diferenciación de su cultura mexicana. Establece opuestos entre el mestizaje y la sociedad desarrollada por los Estados Unidos, con sus comunidades asépticas; materialistas, reformistas, construidas a semejanza del hombre norteamericano, atiborrada de ciudadanos solitarios y conformes. Una sociedad segura de sus valores y que no estaba en búsqueda de modelos exógenos para integrarlos a su estructura social y su cultura política. Una sociedad de ensueño y realista que privilegiaba la crítica, a diferencia de lo que pasaba en una América Latina, gobernada inflexiblemente por dictadores y donde el derecho a libre expresión estaba vetado. El autor afirmaría en ese sentido, que «en ese país, el hombre no se siente arrancado del centro de la creación ni suspendido entre fuerzas enemigas. El mundo ha sido construido por él y está hecho a su imagen» (Paz, 42–43).
En contravía de lo anterior, el escritor presenta al mexicano, como un ser sombrío y triste, temeroso de abrirse a los demás, de «rajarse» como el sexo de las mujeres. »Rajarse» es sinónimo de debilidad. Al hacerlo se pierde poder ante los demás; confiar los asuntos personales a los semejantes, es matar la dignidad, la honra; es en síntesis asumir el rol de un cobarde. Según, la cosmovisión de Paz, el mexicano entonces prefiere las máscaras y muta su piel hacia el hermetismo, como respuesta al medio violento y escabroso que lo rodea. La rudeza y aridez del ambiente, son incorporadas en la psicología del mexicano. (Paz, 51).
Diametralmente opuesta a la cultura norteamericana, en «El laberinto de la soledad», la cultura mexicana, rica, híbrida y solitaria, desea volver a los tiempos precortesianos cuando se adoraba a Quetzalcóatl; sueña con volver a su origen mítico, mientras vive en medio de la catástrofe. Desea retornar a su génesis que le fue arrebatada por una violación de lo «rajado» (la conquista), pero que también fue cubierto por un polvo de olvido, emprendido por la Independencia en el siglo XIX. (Paz, 41). De esa manera, bajo la óptica del Premio Nobel de Literatura, el mexicano, solitario, quiere regresar a su pasado, mientras va asumiendo su dura realidad con estoicismo y resignación. (Paz, 41).
Por otro lado, encuentra similitudes culturales con el pueblo que habita la Península Ibérica: fue este el territorio de aquellos que gozaron de la fisiología rajada de la Malinche, de aquellos que cometieron el abuso sexual en los tiempos de la Conquista, pero depositaria de la doctrina católica en la que los descendientes de Doña Marina, encuentran refugio, una vez que los sus dioses precortesianos los abandonaron a su suerte, los dejaron solitarios y desvalidos frente a los abusos del hombre blanco europeo. (Paz, 107). El indígena luego de la férrea conquista impuesta por los españoles, en medio del naciente sincretismo exacerbado de su cultura, relaciona a sus diosas femeninas de los tiempos precolombinos, con la Virgen, madre de Dios, cuya encarnación posterior en la Virgen de Guadalupe, representa un refugio para las almas desamparadas de mestizos e indígenas. El sincretismo llevó a los habitantes del Valle de México, a descubrir a sus deidades femeninas en la figura materna de la Virgen María. (Paz, 109). Más aún, Paz Lozano, sostendrían que el catolicismo es el único consuelo con que contaban las comunidades indígenas para soportar el peso del yugo español (Paz, 129).
En su primer viaje a España, identificaría algunos rasgos culturales de la cultura mexicana, solitaria y reservada. Raquel Chang Rodríguez y Malva E. Filer explican que luego de la publicación a los diecinueve años de su poemario «Luna Silvestre», en 1937 Paz «viajó a España para asistir al Segundo Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura, que tuvo lugar en plena Guerra Civil. Allí conoció a importantes escritores españoles (Cernuda, Alberti, Altolaguirre, Antonio Machado) e hispanoamericanos (Neruda, Huidobro, Vallejo, Carpentier)». (Raquel Chang Rodríguez–Malva E. Filer: Voces de Hispanoamérica: 464). Dicho viaje influenciaría bastante la obra posterior del autor.
De su experiencia en los Estados y España diría las siguientes palabras: «En España conocí la fraternidad ante la muerte, en Estados Unidos, la cordialidad ante la vida». (Paz, 13).
Octavio Paz vivió en los Estados Unidos, en dos periodos diferentes de su vida. Su padre Octavio Paz Solorzano fue un conocido político mexicano en su tiempo: se desempeñó como abogado y escriba de Emiliano Zapata, diputado y luego seguidor ferviente de las ideas educativas y revolucionarias de José Vasconcelos. «Vasconcelos pensaba que la revolución que la Revolución iba a redescubrir el sentido de nuestra historia. La nueva educación se fundaría en la sangre, la lengua y el pueblo […] concibe la enseñanza como viva participación », explica Paz. (Paz, 182). Vasconcelos es presentado por el autor como un filósofo idóneo para tender puentes y comunicar a los mexicanos, asilados y ensimismados bajo el sistema de máscaras. Paz Solorzano era seguidor de dichas premisas emancipadoras, y su hijo no estaría exento del influjo de las mismas.
Después de cuatro años de Revolución, la familia Paz–Lozano cruzó el Río Grande y encontró refugio en Los Ángeles, California. Durante los arduos años de la Revolución, la ciudad comenzó a recibir a refugiados políticos mexicanos. En esa ciudad, Paz Solorzano cumplía las funciones de emisario del movimiento zapatista. Allí vivieron hasta que Octavio alcanzó la adolescencia. (Paz, 5).
Ese primer contacto con la cultura norteamericana, marcó profundamente al autor mexicano, e influyó de manera notoria en la configuración del «El laberinto de la soledad». Ser niño «mexicano» en California fue para Octavio Paz un verdadero trauma. Gracias a esta experiencia, Paz logra construir la imagen del «otro», del marginado en una cultura desconocida, con normas, leyes y crianzas disimiles a las de su mexicanidad. Ese trauma inicial está vinculado con su incapacidad de comprender la nueva idiosincrasia que lo rodea, pero que al mismo tiempo, lo margina, lo violenta, le da duro contra el suelo. En una primera instancia, con esta vivencia a sus escasos seis años, logra diferenciar su cultura, sus raíces, al compararlas con la de sus vecinos del norte.
Su primer día de escuela en los Ángeles, cuando se disponía a disfrutar de su almuerzo, se tradujo en una experiencia difícil que nunca logró disipar de su memoria y que consignó con su narrativa poética, en uno de los tantos prólogos que escribió para su obra más conocida y estudiada: se sentó en la mesa aparte de sus compañeros norteamericanos, cabizbajo y solitario como los vericuetos de su libro, marginándose el mismo de los demás. Los hombres pueden ser crueles en la niñez. Era el elemento extraño, la pieza marginada y desadaptada en la pequeña comunidad de estudiantes del kindergarten: incapacidad en la comunicación, insuficiencia lingüística. Era como estar en juego de mimos, sin la posibilidad de comunicar algo, de ser comprendido, adaptado. De esos sentimientos también está impregnado el texto que se pretende estudiar en estas líneas. Es pertinente dejar que el propio Octavio Paz narra esa experiencia: «Al sentarme a la mesa descubrí que me faltaba una cuchara; preferí no decir nada y quedarme sin comer». Una de las profesoras, al ver intacto mi plato, me preguntó con señas la razón. Musité «cuchara», señalando la de mi compañero. Alguien repitió en voz alta: «¡cuchara!». Carcajadas y algarabía: «¡cuchara, cuchara!». Comenzaron las deformaciones verbales y el coro de las risotadas». (Paz, 5–6). Al regresar a Mixcoac, México, durante su adolescencia, ya era tratado como un extraño, «el extranjero» que no encajaba en su propia cultura. Estuvo acosado por las burlas de sus compañeros, fue sometido a vejámenes y se vio entonces enfrascado en peleas. Sintió entonces lo que experimenta el mexicano indocumentado: no es de aquí ni de allá. Solitario y apesadumbrado, se encuentra desorientado en su cultural natal luego del destierro que le tocó padecer en un país extraño a su cosmovisión del mundo. (Paz, 7).
El segundo contacto del escritor con el país del norte, llegó en 1943, cuando decidió vivir, desempeñando todo tipo de trabajos y pasando estrecheces económicas, en San Francisco y Nueva York. Su estadía en suelo norteamericano duró dos años hasta 1945. (Paz, 13). Después tendría variados encuentros con ese país: ganaría la Beca Guggenheim y realizaría estudios en la Universidad de Berkeley. Posteriormente, impartiría clases en las universidades de Austin, Harvard, Pennsylvania y Pittsburgh. Estados Unidos desde una perspectiva instrumental tiene un enorme peso en la redacción de «El laberinto de la soledad» y en sus posteriores reediciones.
Bajo otra perspectiva, es posible dilucidar que el autor por medio de su prosa poética, rica en alusiones filosóficas e históricas y referencias literarias —haciendo alarde de un conocimiento holístico de su tiempo— escribe un análisis sobre la mexicanidad, pasando por la colonia, el grito de independencia proferido por Hidalgo, el siglo XIX caracterizado por el positivismo de la administración Díaz, la revolución mexicana de 1910 y la consolidación del PRI en el poder. Es una narrativa universal que se puede aplicar al espectro latinoamericano en su totalidad, victimas también del rapto sexual de los conquistadores. Su realidad, pese a ser tan local, se puede aplicar al resto de naciones de la región: es un ejercicio narrativo sobre el poder, la corrupción como legado del imperio español (el violador de la figura de la Malinche), el mestizaje y la hibridación; también son analizados la ausencia de proyectos políticos sustentados para gobernar los países por parte de los políticos de turno.
Cada país latinoamericano tiene su propia Malinche, original y sui generis. El mito fundacional donde los invasores violan a la víctima amerindia. El embarazo de dicha concepción será la materialización de sociedades híbridas en las que se mezcla lo pre moderno con las instituciones propias de la modernidad. Lo abierto y los cerrado, el pasado y el presente, lo precolombino, es decir, lo precortesiano, subsistirán, pese a la «violación», emprendida por los europeos. (Paz, 1, 135).
El poeta mexicano se vale de diferentes recursos retóricos para captar la atención del lector: las mujeres «rajadas» por su fisiología, con su sexo oculto y enigmático —a su vez ídolos en las rancheras y en el arte— figuran como un simple instrumento utilizado por el hombre machista; las máscaras, figuras estéticas de la cultura artística mexicana —herencia del rico y esplendoroso pasado indígena— son representadas en la obra, como aquello que cohíbe al mexicano, que lo margina del resto de mortales, pero que también le permite comunicarse y explicar el mundo que lo rodea. Es de nuevo la dialéctica de lo abierto y lo cerrado en su máxima expresión. (Paz, 94, 95).
Las máscaras definen al mexicano, pero simultáneamente lo desfiguran. Es una dualidad. No lo dejan «ser» el mismo como fruto del acceso carnal violento sobre La Malinche (Doña Marina); aquella mítica figura indígena que fuera la concubina de Hernán Cortes y que constituye una de sus heroínas nacionales junto a la figura legendaria de Cuauhtémoc, sacrificado, torturado y ejecutado por órdenes del conquistador español. Lo cierto es que las máscaras son todo aquello que lleva al mexicano a agachar la cabeza, a pasar desapercibido; hablar cabizbajo y abochornado entre murmullos. (Octavio Paz: El laberinto de la soledad: 103, 175, 191).
Como ya fue expuesto, el que se «raja», y es de espíritu abierto, en la obra de Paz, se delata, se expone al juicio y a las murmuraciones de los demás. La obra de Paz en su faceta emancipadora invita a quebrar las cadenas del silencio, aquello que le permite al mexicano comunicarse con sus semejantes. También es una exhortación ensayística que México debió aprovechar para comunicarse con el exterior y ser parte sustancial de la Historia Universal. Bajo esa perspectiva, la nación de la Malinche, tiene la misión expresa de no marginarse de la historia de Occidente. (Paz,: 114).
El habitante del Valle de México es cerrado por naturaleza, su psiquis también lo es, su cuerpo también debe asumir esa forma, pese a la anatomía «rajada» de las mujeres que en medio de un ambiente caracterizado por el machismo, lleva todas las de perder. Perdió de entrada desde que fue concebida en los albores del tiempo: está rajada, en ella puede entrar todo tipo de contaminación. El mexicano descrito por el autor, se encuentra cruzado por ese ambiente de hermetismo, encerrado en su propio cuerpo, asumiendo todo tipo de duras corazas. No le queda otro destino que ser un habilidoso actor de simulaciones, se vuelve un experto en el disimulo.
«Rajarse» es quedar en entredicho, es adoptar la posición de un débil, es ir en contra de su propia psicología engendrada por la historia y la cultura que les tocó vivir. Desde luego, es el lenguaje cifrado de la cobardía. Por eso, se hace imperativo guardar las apariencias y las quejas. Por eso, se necesita también ser ingenioso para confeccionar las mentiras que guardan las apariencias. Se necesita asumir el papel de un hábil prestidigitador para fabricar cada día un nuevo disfraz. El miedo, el tedio, las tristezas no se pronuncian: la procesión y el calvario se llevan por dentro. El mexicano del «El laberinto de la soledad» no usa expresiones de cariño; inclusive éstas se dicen entre dientes.
(Continua página 3 – link más abajo)