Literatura Cronopio

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Solos

SOLOS JUNTOS

Por Carlos Aguirre Morales*

Todo el frío de la madrugada parecía haberse acumulado en el balcón. Álvaro, asomado ante los primeros colores del alba (pensó en Lorena y sintió una punzada en la frente), envolvió con sus manos la taza de café, quiso atrapar el calor que la bebida exhalaba en diminutas nubes blancas. Permaneció así un rato, temblando, absorto en el amanecer que trazaba torpemente el dibujo de tiza de sus luces lejanas, y en el vapor de su respiración, que bailaba en el aire como humo de cigarrillo.

El sol era apenas una gota de óxido colgada del horizonte cuando Cris salió también al balcón y se puso a contemplar la mañana junto a él. Sin darse cuenta, dejaron transcurrir un poco más de quince minutos sin hablarse.

―Nos podríamos saludar, por lo menos ―dijo ella.

Álvaro hizo sonreír un solo lado de la cara con una mueca de asentimiento, pero no dijo nada. Sorbió el café, ya frío, y lamentó no tener el hábito de fumar. Ahora que ambos estaban despiertos, pensó, sería bueno ir a preparar el desayuno. Pero Cris no pensaba lo mismo.

―¿Dejamos las cosas así, entonces? ¿Nos hacemos los locos? ―preguntó.
―Mirá ―suspiró él―. Eso lo podemos conversar en el bus, cuando nos devolvamos. Sabemos que pasó, y listo.
―Pero podríamos conversar ya. ¿No estamos conversando?

El sonido del mundo subía lento hacia ellos, encajaba en la luz del día y en el aroma del aire como la pieza final de un gran rompecabezas.

―Vos ya sabés exactamente qué me vas a decir, y también sabés exactamente lo que te voy a responder ―Argumentó Álvaro. Trataba de no alzar demasiado el tono de voz, pero se sentía convencido de tener la razón y quería dejarlo muy claro. No quería que el recuerdo reciente del cuerpo de Cris lo distrajera. Trató de pensar otra vez en Lorena.
―No quiero que las cosas cambien ―repitió Cris: había dicho eso la noche anterior―. Es eso, no más.

Álvaro se terminó el café de un solo trago e hizo un gesto de asco, como si se hubiera tomado un licor muy fuerte.

―Cambiaron ―sentenció sin rabia―. No va a pasar nada, pero la próxima vez que volvamos a estar solos te vas a dar cuenta. Puede que cuando lleguemos a Medellín todos se den cuenta.
―Pero es que eso depende de nosotros ―opinó Cris―. ¿O qué me estás queriendo decir?

Cuando, finalmente, se miraron, los dos sintieron que el amanecer había esperado hasta ese momento para estallar por completo. Sobre la mejilla izquierda de Cris se posó una caricia tibia, un brillo intenso de hierro fundido, y ella vio en los ojos de Álvaro dos espigas de sol que se mecían entre las sombras puntiagudas de las pestañas.

―No es que esté pensando en romper el trato que hicimos ―aclaró él―. Pero voy a querer que pase otra vez, y no sé por qué presiento que vos también. O bueno. A menos que…

No hizo falta que Cris respondiera.

Los vio bailar en la calle, en medio de una fiesta de finales de diciembre, pocas semanas después de que regresaran del paseo. Cris y Álvaro casi nunca bailaban juntos ―él andaba con Lorena todo el tiempo―, mucho menos ese tipo de música: ella le daba la espalda y con los brazos en alto (sus axilas tan blancas, los senos erguidos como las velas de un barco) apretaba las caderas contra la pelvis de él. Álvaro, a su vez, adelantaba una mano hasta el ombligo de Cris y hacía presión sobre su vientre con la palma abierta, como si amenazara con bajar la mano de un momento a otro.

César decidió esperar a que terminara el baile para enfrentarlos por separado. En especial a él. No pensaba dejar que Álvaro se burlara así de todo el mundo. Con Cris hablaría más tarde. La imaginó amordazada, amarrada a la cama, rogándole. Cuando vio a Álvaro solo, tomándose una cerveza en la esquina, llegó Karen y tuvo que saludarla, darle los besos que ella siempre esperaba, quedarse con ella toda la noche. Al cabo de un rato, mientras bailaban, César le preguntó:

―¿Con quién dejaste hoy a la niña?
―Con mi mamá ―le explicó Karen―. Le había pedido el favor a Adriana, pero ella me dijo que iba a salir. Se consiguió un noviecito por allá en Santacho.
César la miró, reprobador. Ella ya sabía qué opinión tenía él sobre la gente de ese barrio.
―Mucho cuidado, Karen ―la regañó―. Le pasa algo a la niña y no respondo.
―Yo sé que Adriana es muy responsable ―lo tranquilizó ella―. Además ya te dije que la dejé con mi mamá.

Él asintió, no muy convencido, y siguió bailando, con una mano sobre la cabeza de Karen, apoyada contra su pecho. Miró a todas partes, la confusión de las luces en las ventanas y en los balcones, los niños que hacían piruetas con chispitas de bengala, y volvió a verlos juntos, Álvaro y Cris sentados sobre el capó de un Renault, riéndose, conversando.

Álvaro no supo que lo habían golpeado hasta cuando sintió en la boca el sabor del pavimento. Tardó en reaccionar y un zapatazo en el costado lo dejó sin aire. El pisotón en una mano lo hizo gritar, pero lo callaron de una patada en la cara y cuando, finalmente, pudo girar el cuerpo para quedar bocarriba, comprendió que lo atacaban varios y que no estaban ahí para robarle.

Pudo, apenas, protegerse la cara con las manos y dejar que se ensañaran con sus piernas, con su estómago, a la espera de la gran patada final en los testículos.

―¡Parce, ya! ―se atrevió a gritar, pero ellos solo pararon tras la orden de César, cuando les pidió que se fueran.

Álvaro lo vio caminar a su alrededor, despreciarlo con el taconeo de sus suelas en el piso. Lo vio abrir las piernas para ubicarse sobre él y poder mirarlo a la cara, y olvidó el dolor de cada golpe cuando César le mostró una navaja.

―Voy a querer que pase otra vez, y no sé por qué presiento que vos también ―dijo Álvaro―. O bueno. A menos que…

―Pero y qué ―preguntó Cris―. Cómo vas con César.

Karen bajó la mirada. Su prima había llegado precisamente adonde ella no quería que llegara. Esa mañana había pensado: «No quiero contarle nada a Cris, no quiero contarle nada a nadie». Dos mechones de pelo crespo se columpiaron sobre sus mejillas.

―Karen ―se alarmó Cris―. Karen, ¿qué pasa?

El llanto brotó con un espasmo y una especie de berrido que la muchacha se encargó de ahogar con las manos sobre la cara. Si tan solo pudiera odiar a Cris, había pensado tantas veces, aborrecerla por encima del lazo familiar y de tanta amistad acumulada; si fuera capaz de desear su muerte… Ni siquiera en ese momento era capaz de detestarla, aunque se lo mereciera. Ese momento en que Cris trajo una silla del comedor para sentarse frente a ella, tomarla de las manos y preguntarle, mirándola a los ojos:

―¿Cuánto, ya?
―Dos meses ―respondió Karen―. Como dos y medio.
―¿Y César ya sabe?
Dijo que sí con la cabeza y se pasó una mano bruscamente por las mejillas.
―Pero… ―balbució Cris, confundida.
―Él está contento ―la aplacó Karen―. Él quiere que lo tengamos.

Supo de inmediato que su prima le preguntaría: «¿Por qué estás llorando, entonces?». Y supo también cuál era la respuesta que no podría darle: «Por tu culpa, Cris. Por tu culpa».

―¿Con quién dejaste hoy a la niña? ―preguntó César.
―Con mi mamá ―respondió Karen, enamorada de la boca de su novio, de la forma en que la movía para regañarla.
―¿Y qué tal estuvo el paseo? ―preguntó César. Había interrumpido la conversación entre Cris y Álvaro para invitarla a bailar y aprovechó para hablar con ella mientras Álvaro iba a comprar más cerveza.
―Pasamos muy, muy rico ―comentó Cris―. Y nos hiciste mucha falta.
―¿Ah, sí? ¿Me pensaste mucho?
Ella, sin darse cuenta, lo ofendió al soltarle la risa en la cara:
―Qué tan bobo. Sino que cuando fuimos a San Jerónimo nos hiciste reír mucho.
―Les faltó el payasito, pues ―bromeó él.
―Nos faltó un amigo muy querido ―dijo Cris, dándole un repentino beso en la mejilla: no sospechaba la ansiedad de César, la tensión bajo su pantalón.

En la calle reventaron los primeros cohetes de la noche, y, con ellos, más combinaciones de música que hacían imposible cualquier conversación. César no hallaba la manera de preguntarle a Cris lo que quería saber, pero cuando vio aparecer a Álvaro con las cervezas, encontró su oportunidad:

―Oíste, ¿y la novia de Álvaro cuándo vuelve?
―Lorena vuelve el otro mes, creo ―respondió Cris casi de inmediato―. ¿Por qué?

Karen se sentó junto a la cama de la niña. Como era aún de madrugada, no saldría al balcón a lamentarse: hacía un frío imposible. César dormía tranquilo en la otra habitación, a unos cuatro pasos de allí. Sentía una vez más, como una pestaña clavada en un ojo, la desgracia de estar viva, de saber que era un cuerpo en funcionamiento: un gran costal de piel que contenía bolsas de agua y sangre.

Miró a su hija con impotencia, sin desprecio, pero con ganas de despreciarla; si existía, era también por culpa de Cris. De nada le servía ahora saber que su prima se había ido de paseo con varios amigos (Álvaro entre ellos) y su hermana mayor. No le servía porque había estado aquí esta noche, entre ella y César, mientras él la penetraba bestialmente hasta hacer llorar las tablas de la cama, y Karen le permitió, como tantas otras veces, decirle el nombre de ella al oído mientras gozaba, Cris, qué rico, Cris, así te gusta, Cris Cris Cris, hasta que su cuerpo se desmoronó como pan mojado y la abrazó casi llorando.

Karen se clavó las uñas en los muslos para no gritar. Tuvo el impulso de levantarse, de correr desnuda al balcón para tragarse todo el frío de la calle frente al escándalo de las estrellas, pero su pudor fue más fuerte, como siempre su pudor y su cobardía impidiéndole vivir. El llanto de la niña la rescató de pronto, ese ulular constante entre gárgaras y unas manos agitadas que parecían de juguete.

Imposible no amarla, sintió Karen, enternecida como siempre que la cargaba y la mecía; imposible no continuar aquella farsa por ella, que César le dijera al oído todos los nombres que se le antojaran, que viera el cuerpo de Cris en su cuerpo, así como lo hacía Álvaro a cientos de kilómetros en ese momento, cada fibra de piel, cada relámpago de los sexos encontrados.

Tocaron la puerta. Cris se apresuró a ponerse una piyama (le encantaba andar desnuda en su apartamento, siempre y cuando estuviera sola o no esperara a nadie) y le abrió a Álvaro, sorprendida, sospechando poco a poco ―se quedaron callados, mirándose, como aquella madrugada en el balcón― una explicación a lo que había ocurrido. Después, ya en la sala, sin haber hecho un intercambio de saludos incómodos, Álvaro hizo la pregunta que no lo dejaba dormir desde la noche de la paliza:
―¿Cuándo, Cris?

Ella contempló por un segundo el moretón todavía visible en el ojo derecho de Álvaro, el corte que le atravesaba la boca en diagonal, y luego hizo un gesto que quería decir: «¿Cuándo qué?».

―Con César ―dijo Álvaro―. Supongo que fue aquí o en la casa de él. Pero cuándo.

Ahora, la expresión de Cris fue de absoluto asco.

―¿Te estás volviendo idiota? ―casi gritó―. Él es el novio de mi prima, tiene una hija con ella, cómo se te ocurre.
―Se me ocurre porque él fue el quien me hizo esto ―se ofuscó Álvaro―. Me puso una navaja en el cuello para que le confesara lo que hicimos en el paseo.
―¿Y le dijiste? ―preguntó Cris, pálida.
―Claro que le dije. El tipo está loco, aunque no hubiéramos hecho nada me habría obligado a decirle que sí.

Cris sintió ganas de vomitar. Pensó en Karen. En la niña. En el llanto de su prima, meses atrás, cuando le contó que estaba embarazada.

―¡Jueputa! ―dijo y de inmediato se tapó la boca con una mano.
―Está loco ―repitió Álvaro―. Me amenazó con contarle a Lorena si me vuelve a ver con vos, si te llego a invitar a otro paseo.

El apartamento, para Cris, se había convertido en una gelatina temblorosa. César y Karen la habían visitado muchísimas veces. Lorena era su mejor amiga.

―¿Qué vamos…? ―empezó a preguntar.
―Yo no voy a dejar que ese tipo me amenace ―dijo Álvaro―. Si me lo encuentro en la calle, le voy a hacer lo mismo.

«¿Y qué ganaríamos con eso?», pensó Cris, asfixiada. «Maldita la hora en que… De quién puede ser la culpa, de quién, de quién…»

Sin decir nada más, corrió a su cuarto a cambiarse. Algo habría que hacer, cualquier cosa. Olvidó cerrar la puerta y se quitó las prendas de la piyama mientras Álvaro la contemplaba desde la sala.

―No va a pasar nada ―dijo Álvaro―, pero la próxima vez que volvamos a estar solos te vas a dar cuenta. Puede que cuando lleguemos a Medellín todos se den cuenta.

Cris hundió, rabiosa, el dedo en el timbre hasta hacerse daño. No sabía qué le iba a decir, no sabía si iba a decirle algo. Cuando César le abrió, sintió que le ardían los ojos como si fueran un par de fósforos. Apuntó mal y en lugar de una cachetada, le dio un manotazo en la boca, alcanzó a arañarle los labios. César retrocedió para obligarla a entrar, y en cuanto estuvieron a salvo de la curiosidad de los vecinos, le apretó el cuello y la sometió contra la pared.

―¿Qué es lo que te está pasando? ―le gruñó.

Ella, casi sin aire, tratando de rasgar con las uñas las muñecas durísimas de César, le respondió:

―Me vas a tener que matar, porque te voy a echar la policía, loco malparido.

La excitación de César era espantosa. Cris lo sintió apretarse más contra ella, la forma en que se frotó contra sus muslos.

―¿Sí me estás sintiendo? ―gimió César con la boca pegada contra la de Cris. Empezó a tocarla, frenético, indiferente a sus forcejeos, y ninguno de los dos se dio cuenta de que Karen, recién levantada, los miraba desde el fondo de la sala.

―Voy a querer que pase otra vez ―dijo Álvaro―, y no sé por qué presiento que vos también. O bueno. A menos que…

Estaba mirando una foto de Lorena cuando recibió la llamada. «Algún día se va a enterar», había pensado. Y recordó que fue Cris quien se la presentó. Unos ojos que tenían el color de la mantequilla quemada, los pómulos que le ovalaban la cara, el labio inferior más grande y más oscuro (más sensual, pensaba Álvaro) que el superior: Lorena.

Tomó un taxi y llegó en diez minutos a una cuadra llena de curiosos: las luces de una ambulancia perdidas entre el disparate de destellos navideños, los oficiales de policía incapaces de dispersar a la gente, el murmullo general como una invasión de zancudos.

Álvaro se bajó del taxi y corrió entre la multitud en busca de Cris. La ambulancia partía en ese momento, llevándose el cuerpo de César. Siguió corriendo, se tropezó con la gente, tumbó a varias personas, lleno de rabia y de miedo, y pudo ver cuando metieron a Karen en una de las patrullas.

Iba ya a gritar, desesperado, cuando Cris le tocó la espalda. Dio media vuelta y lo primero que vio fueron las manchas de sangre en sus mejillas. Ella llevaba en brazos a la niña de Karen, despierta y deslumbrada por tantos colores brillantes, y Álvaro se sintió aún más confundido, incapaz de verlo todo al mismo tiempo, la algarabía y los adornos, el llanto de Cris con la bebé sonriente, lo ocurrido en el paseo.
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* Carlos Mario Aguirre Morales es estudiante de Letras: Filología Hispánica, Universidad de Antioquia. Autor de Los pasos de la furia (2009), Editorial Universidad de Antioquia.

4 COMENTARIOS

  1. No es tema para tomar partidos, este hombre apenas comienza su vida de incidir en el lenguaje. Le señalo un problema, cosa también de percepciones pero les recuerdo que ese es el efecto de la Literatura, percepciones, recepción comprometida. El problema, y así lo llamo por no ser agradable para mí y estar vinculado en esencia a la juventud de los narradores, ser uno de sus lastres odiosos (aun para ellos, luego de ser vistos): La abstracción excesiva y las metaforas y divagaciones que no sirven para sentar ambiente y lenguaje en una misma dirección. La primera frase de utilidad dudosa: «El sol era apenas una gota de óxido colgada del horizonte…». Insiste en potenciar su lenguaje con expresiones como esa. Yo digo que habría que dirigirlas con algun sentido, ser pensadas como parte de la atmosfera incompleta que vive en la escena del cuento; producirse facilitando sensaciones particulares. De otra manera un ornamento es de belleza vacua. Vacua en un territorio como el cuento, a la poesía entraría sin problemas tan evidentes aunque con consecuencias lamentables si uno supone la misma desorientación. Esto pienso. Por lo demás está bien el cuento. Bien. No más. No son importantes otras incomodidades sin sentido para el lector, esta sola es la más urgente y se les relaciona. Bien. No más.

  2. De acuerdo, esto es de percepciones, gustos. A mí, personalmente, no me gustó ese texto. Creo que si es pesado (redundante, repetitivo, adjetivos a mil… la historia se hubiera podido contar en una página, lenguaje rebuscado…). No he leído al autor, pero no me motivo a buscarlo. Si algún día me encuentro algo de él lo leo, sin prevenciones, olvidando que este texto lo terminé por terminarlo, por no soltarlo, abandonarlo, pero en realidad es cansón y no me generó nada, porque se ve que es un escritor que apenas empieza porque intenta lucirse narrando. Qué pena, pero para mi este es un mal texto, de como ya dije una persona inexperta. Al que le haya gustado, muy bueno, y a los que nos desagradó igual.

  3. Yo me considero una lectora constante de la obra de este autor. Nunca he tenido la percepción de que sea aburrido, y mucho menos pesada. Primero se tendría que definir qué es una lectura pesada y según bajo qué parámetros se considera una obra aburrida. Esos son problemas de percepciones. Las obra de Carlos Mario, están situadas dentro de un barrio creado por él, una atmósfera que podría corresponder perfectamente a cualquier barrio de Medellín, ciudad natal del autor, esto podría ser una ventaja o una desventaja, si es cierto que en oportunidades anteriores he sugerido al autor que debería hacer el intento de crear atmósferas diferentes que no involucren a Santacho , pero no me parece que eso sea necesario para que su texto sea contundente y sugestivo, mucho menos me parece que el hecho de que su obra tenga un mismo epicentro, sea el motivo para denigrar de ella de la manera que lo hace el comentario anterior.
    A mi, por mi parte, ante mis ojos y mis percepciones, el cuento me gusta, aunque si sea una escritura bastante adjetivizada, pero esto, enfatizo, es característica de la narrativa y el estilo del autor. Me parece un cuento sugestivo, que llena de emociones, que como siempre he dicho, podría pasarle a cualquier persona, en donde los protagonistas podrían ser cualquier tipo de ciudadano de a pie, de cualquier estrato socioeconómico o con cualquier tipo de creencia.
    Finalmente, como siempre, creo que se narra la tragedia humano en su máxima expresión, son de esos cuentos que se leen dos y más veces, para siempre quedar con la sensación de vacío de que algo no está bien, de que algo está fallando, de que algo dentro de nosotros mismos se ha visto expuesto en un pedazo de papel.

  4. Este cuento es bastante aburrido. Un texto excesivamente pesado, rebuscado el lenguaje, los adjetivos muy seguidos y hace el texto muy cansón. Lo leí todo por leerlo, pero es un escrito que facilmente se abandona en la primera página. Ya había leído dos textos del mismo autor, que se desarrollan en el barrio que en este cuento se menciona, y es de esos «escritores» a los que yo particularmente les saco el cuerpo porque son, con respeto, muy malos, muy quedados, flojos… de este numero solo sobre este cuento tengo quejas, me parece que deberian revisar mejor, tener un mejor filtro.

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