Literatura Cronopio

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Pajaro

UN PÁJARO

Por Humberto Ballesteros Capasso*

Una vez más ella se lo señala y él no puede verlo. Mirando hacia arriba a través de hojas y ramas, con el sol en los ojos, la tibieza de ella como una segunda luz cerca del cuerpo y todas las otras cosas ausentes alrededor, Francisco se siente derrotado. Como siempre.

Ella insiste. Tensa el índice y sacude la mano. Él se esfuerza hasta que el árbol casi le roza las sienes a fuerza de mirarlo; hasta que se siente desvanecer en el remolino quieto de hojas electrizadas por el deseo de verlo; y no logra verlo. Entonces ella le dice idiota, le da una palmada en la nuca y se escabulle escaleras abajo.

Tampoco es la primera vez que lo llama idiota y le da una palmada. La mira alejarse, con la falda del colegio más corta de lo que debiera y la mochila saltando a sus espaldas, bajando la escalinata que atraviesa el parque y lleva a la calle de la casa grande y de la tienda. Ve la ciudad como otro remolino de luces y sombras, uno más vago.

Comienza a caminar. La sigue. De vez en cuando ella mira para atrás, pero no se detiene. Pasan frente a la casa grande. Ella se para a mirar a través del ventanal de la sala, pero apenas él está a tiro de piedra, arranca otra vez. Él podría correr, o al menos caminar un poco más rápido, a ver si la puede forzar a hacer algo que diferencie esta tarde de las otras; pero no lo hace. Nunca lo ha hecho y nunca lo hará. Le gusta verla caminar. Lo hace sin esfuerzo, una combinación grácil de curvas y rectas. El negro del pelo, recogido en una cola, lo gobierna con el vértigo que la llama ejerce sobre la mariposa.

Llegan a la tienda y ella apoya la espalda contra un poste. A medida que se acerca, él baja la velocidad.

Son vecinos. Él se acuerda con detalle del día, ella tendría siete u ocho años, en que la vio en el parque con su padre, sentada en el suelo con una muñeca en el regazo.

El juego comenzó un tiempo después. Un día la estaba siguiendo a la salida del colegio, a una distancia prudente y con los ojos clavados en ella, y en un momento ella se detuvo y lo esperó. Exactamente como pasa ahora, que se ha apoyado en el poste frente a la tienda para dejar que él se le acerque; pero aquella vez estaba junto al tronco del árbol más alto del parque. Él caminó cada vez más despacio, como ahora, con el corazón latiendo más fuerte con cada paso. Llegó a su lado y se miraron. Ella levantó el brazo y señaló. “Mire.” Él siguió su gesto con los ojos. “¿Qué?” “El pájaro, ¿no lo ve?” Él entendió que era una pregunta importante. Se esforzó pero al fin tuvo que admitir: “No lo veo.” Y la carcajada y la palmada, secas y efectivas, fueron una sola cosa y le quedaron grabadas a fuego en la piel y la memoria, y ella corrió escaleras abajo canturreando “Cisco es un idiota, Cisco es un idiooota” y el juego comenzó.

Esta vez, cuando llega junto a la figura delgada apoyada en el poste, ella no lo mira. Sigue con los ojos clavados en sus zapatos y de pronto dice: “Ya no más. Me cansé de este juego.”

– ¿Por qué?

– Porque usted nunca va a descubrir el secreto.

Él no dice nada.

– Si no lo descubre mañana le voy a contar a mi papá que me persigue.

– No.

– Le voy a contar y se va a acabar el juego.

No se despide. Francisco se queda callado mirándola alejarse.

* * *

La tarde del día siguiente la espera a la salida del colegio. El calor de los cuerpos de los niños que salen por el portón demasiado estrecho, el polvo que levantan los zapatos al golpear la grava, los gritos, las risas, el sol sobre su cabeza, lo marean un poco, pero sabe que es el día definitivo y se queda quieto esperándola, con las manos a la espalda apretando el regalo.

Ella se demora y él comienza a pensar que no la va a ver; que salió antes de que se acabaran las clases; que es la primera vez que se le escapa. Que ayer le dijo mentiras. Que no era verdad que hoy mismo se iba, por fin, a acabar el juego.

Pero al fin la ve. Está con sus dos amigas, son las últimas que salen. Una, la gordita, lleva un balón de voleibol. La otra tiene una cinta roja en el pelo. Ella lleva la falda más corta de las tres y sonríe cuando se detienen.

– Hola, Cisco.

– ¿Para qué lo saludas? – dice la de la cinta roja. – No vale la pena.

La gordita, como para confirmar lo que su amiga quiere decir, da un paso adelante. Él, sumiso como siempre, baja la cabeza para que ella pueda darle los dos coscorrones, que él recibe sin sacarse las manos de detrás de la espalda.

– Toc toc. Suena hueco – dice la gordita.

– Váyanse y yo llego después a la casa de Adriana – dice ella. – Hoy con Cisco quedamos de jugar un rato.

– ¿De verdad lo vas a hacer? ¿Te volviste loca? – La de la cinta no ha querido siquiera mirarlo.

– Ya van a ver.

– Él es muy grande para jugar contigo – insiste la de la cinta -. ¿Cuántos años tiene?

– Catorce – dice Francisco.

– Por eso. Catorce y ni siquiera va al colegio.

– Apuesto a que no sabe jugar – dice la gordita.

– No lo molesten. Ya van a entender -. Ella les guiña un ojo sin importarle que él se dé cuenta y las dos se ríen. Luego se despiden y él se queda con ella, que no le habla hasta que las otras han doblado la esquina y se quedan solos frente al portón.

– ¿Qué lleva ahí?

Él no contesta.

– ¿Qué lleva ahí? No le di permiso de que me trajera nada. Muestre a ver.

De pronto él no quiere mostrarle. Ella le agarra una muñeca y después la otra. Instintivamente él aprieta el regalo en el puño. Se siente suspendido en el aire. Tiene alrededor el olor, el movimiento, la tibieza de ella, su aliento impaciente mientras le separa los dedos uno por uno. Toda su piel es un arcoíris sin colores creado y amenazado al mismo tiempo por la luz frágil de ella, que por fin le ha separado todos los dedos y con la fuerza de su carencia de fuerza lo ha obligado a estirar los brazos, poner las manos en un cuenco y mostrarle el regalo.

Ella da un grito y un paso atrás.

– ¡Qué asco!

El pájaro está muerto. Es café con blanco y está muerto.

Callan un rato. Ninguno de los dos sabe qué hacer. Él tiene los ojos llenos de lágrimas. Ella está pálida de desprecio, tal vez de miedo, pero no sale corriendo y poco a poco a su cara la cubre una sombra de sonrisa. Tiene el pelo desordenado, respira rápido y él siente todavía su olor, la dulzura de sus movimientos rabiosos rozándolo como nadie lo había hecho, relampagueando a milímetros de sus ojos, de sus labios.

– Usted es muy raro, Cisco.

– Antes no estaba muerto.

– Pero no es el del juego. ¿De verdad pensó que regalándome otro se iba a escapar? – Ella lo mira a los ojos -. No señor. El juego siempre ha sido con el pájaro que usted sabe, el que está volando cerca del árbol grande.

– Perdóname.

– Deje de tutearme o le cuento a mi papá.

– Bueno.

– Y camine.

Ella le da una palmada en la muñeca y él deja caer el pájaro. Se alejan en dirección de las escaleras del parque, ella adelante y él unos pasos atrás con los ojos fijos en sus rodillas, en el aleteo de su pelo.

*  *  *

Al sentir las manos de ella en el tobillo, Francisco se convence por fin de que el vuelo es posible. Se agarra de la segunda rama, se impulsa, mira para abajo y la sonrisa de ella termina de llenarlo de fuerza.

Ella le hace un gesto de ánimo que él no ve. Cultivando deliberadamente la imagen de ella que se le ha condensado en relámpago dentro de los miembros, trepa y trepa. El mundo es sencillo y extraño. Una sucesión de ramas cada vez más delgadas; hojas; otros árboles y edificios en el fondo; la rugosidad de la corteza contra sus manos; su cuerpo liviano, repleto de corazón y de aire, como si lo que lo nutre hubiera crecido, o sus huesos hubieran disminuido en densidad; abajo la voz de ella que lo alienta, “Hágale, Cisco, a esa rama de ahí y después a la otra”, y arriba lo que tiene que alcanzar, todavía oculto pero luminoso, innegable en el centro de su deseo que lo lanza hacia allí sin piedad y sin pausa.

Por fin para de trepar y vuelve a mirar hacia abajo. No la ve. Se aleja del tronco, doblando la rama bajo su peso, sintiendo miedo hasta que la descubre. Sus dos amigas están junto a ella y las tres están mirándolo.

– ¡Agárrelo!  ¡Lo tiene ahí no más! – grita ella.

Él busca con los ojos. Las hojas son escasas a esa altura. El parque está casi desierto y la escalinata parece estar a kilómetros de distancia.

– ¡Hágale! ¡Lo tiene súper cerca!

Entonces lo sacude la inspiración. Cierra los ojos, suelta una mano y después la otra. Se incorpora despacio, tambaleándose en la rama. No oye los gritos de ellas. Cierra el puño un par de veces y de pronto sabe que lo tiene.

Abre otra vez los ojos. Todo está pasando tan despacio que tiene tiempo de pensar que es un milagro que de verdad lo haya agarrado. Está aleteando, casi no tiene sustancia; es un pájaro y está vivo. Y sólo después de sonreír recuerda que ha perdido pie, y manotea con el brazo libre, y entre estruendo de hojas, ya con un dolor vago en el muslo derecho, se agarra de otra rama, la siente doblarse bajo su peso, siente también el aleteo conmovedoramente leve del pájaro entre los dedos de la otra mano, no puede dejar de sonreír a pesar de lo que estuvo a punto de pasar y balancea los pies en el aire.

Se mira alrededor. Ha caído unos metros. Tiene rasgado el pantalón a la altura de la rodilla. La gordita está corriendo escaleras abajo y la de la cinta roja escaleras arriba; pero ella sigue en su sitio y lo mira fijamente, los brazos a los costados, los puños apretados, y Francisco siente las alas enloquecidas en su mano cuando se da cuenta de que ella está llorando.

– ¡Lo agarró! – grita ella.

Ha cambiado. Su cara se ha suavizado, casi no parece brava. La mira con la sonrisa congelada en la boca, pensando en el padre de ella. En la mueca, mezcla de desdén y de miedo, con que ella se sube al carro las tardes que él va a recogerla a la salida del colegio. El pájaro no para de aletear. Es difícil sostenerse con una sola mano.

– ¡Suéltelo, Cisco!

– ¡No!

– ¡Hágame caso, no sea bruto!

– ¿Por qué?

– ¡Usted sí es bruto! ¡No sea idiota! ¡Se va a caer! – La voz de ella se ha quebrado de pronto, un vidrio que había por ahí y alguien pisó sin darse cuenta.

– ¡No lo voy a soltar!

– ¡No te caigas!

El pájaro lo sorprende trinando entre sus dedos. Francisco sabe que si los abre ni siquiera lo verá perderse en las alturas; todo sucederá tan rápido que no habrá manera de comprobar que existe. Se mira la mano palpitante y se percata sensualmente de los dedos de la otra, que siguen perdiendo fuerza. Luego mira otra vez hacia abajo y la ve a ella con una mano extendida hacia él, diminuta y abierta en un ruego sin palabras. Siente una hoja rozándole la cara, la sangre en las venas, el pájaro que ha atrapado. Se sabe libre y soberano, dueño finalmente del único secreto que le interesa.

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* Humberto Ballesteros Capasso (Bogotá, 1979), escritor colombiano. Sus cuentos y poemas han aparecido en revistas literarias y académicas de Colombia y los Estados Unidos. Ganador en 2009 del Concurso Nacional de Cuento de la revista La Movida Literaria. En 2010 su primera novela, Razones para destruir una ciudad, recibió el Premio Nacional Ciudad de Bogotá. Vive en Nueva York y cursa un doctorado en Literatura Comparada en la universidad de Columbia.

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