Literatura Cronopio

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Tumba

SEREMOS TUMBA

Por Adán Echeverría *

¿Alejandro?, preguntó Éngreid al hombre que se encontraba al otro lado de la carretera. El hombre pareció no escuchar. La mujer repitió, ¿Alejandro? Éngreid descendió del camión llevando en la mano derecha la maleta de cuero gris mientras con la otra cogía la mano de su niña. César Cardoso estaba detenido al otro lado de la carretera. Éngreid soltó un momento a su hija y puso la mano izquierda a manera de visera para observar bien la figura del sujeto, entrecerrando los ojos, y percatarse de que no era un espejismo creado por el sol que caía a plomo sobre el pavimento. César Cardoso había recogido la carga que le trajera el autobús de donde descendió la mujer con su hija. Mientras la amarraba para que no se desparramara por la carretera, escuchó la voz de la mujer que se dirigía a él. Giró apenas la cabeza e iba mirando de soslayo a la que lo llamaba por ese nombre que había mantenido a raya, escondido, lejano, durante muchos años. Que había quedado en la morgue con aquel hombre que muriera en la carretera cuando escapaba de Mérida.

Éngreid traía el pelo corto, descubiertas las pequeñas orejas, como un lindo principito hindú salido de Las mil y una noches. No cabía duda, era ella. Nadie puede escapar al tiempo por más relativo que éste nos parezca. Aún no cumplía 30 años. César Cardoso cargaba sus 36; los últimos 12 vistiendo a la medida el traje perfecto de otra identidad que le permitía mantenerse a distancia, lo más posible, del contacto social.

Era Éngreid, y él supo que no podría ignorarla como lo hacía con todos, a menudo, ensimismado y escurridizo. Ella y la historia de ambos, ella y la mano que sostenía a la niña; algún desdoblamiento de ella misma, le llamaba con insistente seguridad. Estaba ahí, cruzando la carretera, apenas a cinco metros. Los últimos metros que culminaban los 12 años sin verse y en los que él había tratado de evitarla, junto a todo aquello que le recordara el tipo de persona que un día fue.

Por 12 años tuvo que olvidarse de sí mismo para construir al otro que ahora intentaba representar. Mirarse en el espejo y acomodar sentimientos.

Descartar ideas que le refirieran un personaje que evitaba ser de nueva cuenta. César Cardoso lo miraba todos los días desde cualquier espejo, aprobaba o le decía que no en infinidad de ocasiones, moviendo la cabeza con fingida indiferencia y condenándolo al mismo tiempo. Condenando la usurpación corpórea, señalándolo: no sonrías así, así sonreía el hombre que murió en la carretera, así caminaba aquel que antes eras. ¡Cuidado con el enojo constante! Deja ya de rabiar por cualquier cosa. Hey, no andes ahí disculpándote por todo, tampoco se trata de eso. Enciérrate lejos, que nadie te vea. Ignóralos. Nada de fiestas ni reuniones. Para qué los amigos, qué sabes tú de las amistades si las arruinas, recuérdalo. Tú, el que no puede consigo mismo, que no conoce la fidelidad y el cariño sincero. Mejor la soledad que tener de frente la culpa. A todos les fallaste, a qué negarlo. Déjame en paz, Alex se enfrentaba al Cardoso del espejo: apenas sabía de ti, pongo lo mejor de mi parte en inventarte, pongo todo en no ser el que antes fui. Humillas mi nombre, estúpido mal nacido, gritaba el reflejo de Cardoso. Ese Cardoso siempre presentido, que apenas conoció algunos instantes, y del que había cogido nombre y vida nueva. Ser 24 años alguien y de pronto tener que ser otro. En doce años lo había logrado. ¿Lo había?

El autobús rural dejaba su estela de gorgoteos metálicos mientras se alejaba por la carretera, sus llantas pastosas manchaban el pavimento. El denso humo que salía por el escape ocultaba los paisajes mientras avanzaba. Camión de segunda clase, corría por la carretera principal e iba deteniéndose en cada una de las desviaciones hacia pequeñas localidades. El sol lo expandía todo. Las figuraciones de agua que nos causa el calor en la vista emitían su brillo de humedad en el asfalto. Charcos de luz aparecían hacia uno y otro lado de la carretera, moteándola. La respiración sofocada por la falta de humedad en el ambiente y las ideas de los personajes ahí detenidos, se elevaban y se escondían en el espejismo de los charcos.

La mujer estaba cruzando la carretera. César Cardoso dio unos pasos hacia las dos figuras femeninas que tenía enfrente. Éngreid no estaba sola. La niña se había soltado de la mano de su madre y sin alejarse mucho daba giros con los brazos extendidos dejando que las ráfagas de aire caliente le movieran el vestido de coloraciones blanquiamarillas. Tenía que ser su hija. Lo supo por esa delgadez del cuello que se hacía presente, la piel caoba casi derretida por el calor, la frente amplia cubierta por un flequillo infantil. Se decidió a cruzar.

Éngreid bajó la cara para hablar con la niña al oído y le dijo que se bajara de la carretera, que explorara un poco el terreno cercano, sin alejarse mucho, y sin andar caminando por el acotamiento, no vayas a cruzarte, ten cuidado si viene un carro.

El hombre se detuvo frente a Éngreid. ¿Qué haces acá? Te encontré, contestó ella de inmediato y sin alejar la mirada de los ojos de César. Vestía unos jeans deslavados y una blusa blanca sin mangas que se abotonaba al frente, en la cabeza un sombrero amplio de paja para protegerse del sol. Puso la mano izquierda sobre su cabeza para evitar que el sombrero escapara con el viento. Con la mano derecha sostenía la maleta aún. La dejó en el piso. Su mirada estaba sobre ese rostro cambiado con los años.

Te encontré, dijo Éngreid de forma seca. Fueron las primeras palabras que intercambiaron. Sabía que eras tú el de la foto en el periódico, pensó la mujer y bajó la cabeza entre tímida y furiosa. Cardoso miró sobre su hombro a la niña que se inclinaba frente a unas flores de tajonal, a pocos metros, conteniéndose. Sin importar lo que pensaras, tenía que cerciorarme de que no habías muerto, pensó de nuevo Éngreid, paseando sus ojos por las huellas de los años en la piel de Cardoso, enarcando las cejas buscando la mirada fugitiva del hombre. Por eso estoy acá, aclaró (César quedó desarmado). Una vez que los ojos de ambos se encontraron, ella sostuvo la mirada. Él tuvo que desviar la suya y hacerla planear sobre el monte espinoso, como un ave en busca de su presa. Hubo un marcado silencio. La niña se entretenía ahora mirando un halcón peregrino que volaba arriba de esas tres únicas personas detenidas junto a la carretera, lanzando sus gritos que presagian el ataque. No debiste hacerlo. Era necesario, atajó Éngreid.

Llama a la niña. Iremos a mi casa. Lucy, llamó su madre, y la niña, canturreando, aventó las ramitas de tajonal que había cortado con las manos. ¿Quién es? Dijo al acercarse. Un buen amigo… Y abordaron la camioneta.

La casa de César estaba a las afueras del poblado. Sus paredes de mampostería y sus tejas francesas en la primera pieza, hacían los esfuerzos por contrastar con las láminas de asbesto que cubrían el resto del techo de las habitaciones interiores. Era una casa amplia, con un pequeño jardín interior, en el que César se había propuesto rescatar orquídeas y cactáceas, para entretenerse en su cuidado.

Contaba además con un patio trasero largo y amplio, donde César criaba, ad hoc con las actividades del poblado, cerdos, gallinas y pavos, en medio de árboles frutales que dotaban de sombra y juegos de luces a la hora del ocio en el que acostumbraba leer. En la parte del frente, en la entrada, un pórtico de madera elevado dos escalones de la calle, donde César, luego de haber instalado a Éngreid y a su hija en dos de las amplias habitaciones, fumaba. Metros adelante la reja de madera que delimitaba su propiedad.

Desde el pórtico César podía mirar el pozo, la cisterna, la bodega donde se encuentra la bomba eléctrica para la extracción del agua, y el pequeño tinglado de láminas de zinc donde resguarda la camioneta. Justo al inicio de la propiedad, del lado derecho de su visión, se encontraba el jardín formado con plantas de jazmín, galán de noche, tulipanes rojos y bugambilias; flores que por las tardes dibujan su remolinear de colibríes e insectos zumbantes. El jardincito era precedido por dos enormes matas de flor de mayo, cuyas florescencias alternaban entre el blanco y el violeta sus coloraciones. Mas cerca del camino de entrada a la casa había distribuido algunas brechas delimitadas con pequeñas rocas caleadas, que intercalaba con rosas, margaritas, flores silvestres, campánulas, y algunas cactáceas, para terminar rodeando una lápida que era el centro y razón de ser del jardín. En la lápida se leía la inscripción: Jorge: más allá del sentimiento.

¡Estamos listas! César fue arrebatado a su contemplación y ahí estaba de nuevo Éngreid con su hija. No había sido un sueño producido por la canícula. En verdad estaba ahí de pie, con la falda roja que ahora vestía apenas por abajo de las rodillas, y sujetando la mano de Lucila quien jugaba con el miriñaque de la puerta de entrada, arrastrando las cortas uñas de sus dedos por la pantalla oscura.

Supongo que tendrán hambre. Se levantó. Vamos a comer, y entró a la casa dirigiéndose a la cocina. Traje un poco de frijol con puerco. No esperaba visitas. Madre e hija caminaban tras él. No compro comida más que para mí. Espero que aceptes que pueda compartirla con ustedes.

Minutos antes, durante el camino a la casa, Éngreid no habló. Se mantuvo callada observando a César sin discreción. Era un hombre maduro con el rostro cruzado de arrugas, el mismo lunar junto a la nariz, sus pequeños ojos hundidos, de hermoso tono café. La que no paró de hablar fue Lucila. El calor era tan amplio que la ropa la tenía pegada al cuerpo. ¿Siempre es así de polvoso acá?, preguntaba. ¿Cuántos años tienes?, iba hilando sus cuestionamientos uno tras otro sin esperar respuesta. Quería saberlo todo. Su madre no había querido explicarle el motivo de su viaje. ¿De dónde se conocen, mami? ¿Está lejos la casa? ¿Tienes animales? ¿Te gustan los perros?

César sirvió dos platos en la mesa. ¿No comerás con nosotros? preguntó Éngreid con fingida inquietud, lamiéndose los labios, el olor de la comida caliente le abría el apetito. No tengo hambre. Coman ustedes que necesitan reponer fuerzas luego del viaje. Sólo beberé un poco de limonada.

Venían de Playa del Carmen. La niña había nacido casi 6 años atrás y todo el mar Caribe habitaba su espíritu. Ahora estos terrenos de monte espinoso, cálido, polvoso, hacían huella por vez primera en sus ojos. No queremos ser una carga para ti, dijo Éngreid mientras sacaba las presas de carne del caldo de frijol de su hija, y las ponía en un plato plano, para luego cortar y revolver con salsa de tomate, aguacate, agregar cilantro, cebolla y rábano. Me era necesario verte… Repitió el procedimiento con su propia comida.

¿Te gustó tu habitación, Lucy?, preguntó César, esquivando la dirección de la plática que intentaba Éngreid.

Eshermosa y grandísima. ¿Es sólo para mí? Claro. Una damita tiene que tener su propio espacio. Mañana conseguiremos una cama. Hoy tendrás que dormir en hamaca. ¿Has dormido antes en hamaca?

En la playa a veces mi mamá colgaba una hamaca y ahí nos acostábamos para que me leyera cuentos. ¿Verdad mami?

Éngreid no podía dejar de mirarlo. Siempre supo que él la recibiría sin hacer preguntas ni reproches. Miraba sus mismos ojos hundidos, las facciones que siempre le encantaron. Los ademanes decididos. Parecía más serio, pero su negro cabello y las expresivas cejas le descubrían el hombre de siempre, quizá más pálido. Alejandro por qué no llegaste. Por qué te has escondido tantos años. Sintió que perdía las fuerzas con estos pensamientos. Estuvo riquísimo, dijo la niña limpiándose la boca con el antebrazo. Si ya acabaste, Lucy, ve a lavarte los dientes. Tu cepillo está en el maletín de mis pinturas.

Luego de comer Éngreid acostó a la niña, la meció un poco y le contó una pequeña historia sobre el calor que derretía los trastos de la cocina para que no pudieran comer las familias de sus amigos, hasta que ella se durmió. Luego salió al pórtico.

César fumaba escuchando la radio. La noche había tejido multitud de estrellas en el firmamento. El canto de las cigarras lo inundaba todo; de cuando en cuando el ladrido de algún perro lejano. No había moscos. Era una noche con algo de brisa.

Se ha dormido, informó Éngreid.

El viaje es cansado desde Playa del Carmen.

Lo es…, hizo una pausa, mientras pasaba la palma de su mano derecha sobre sus muslos para acomodarse la falda. Quiero que sepas que agradezco que me dejes pasar acá la noche.

¿La noche?

No lo sé… No sé qué pasará mañana. No sé si deba seguir mi viaje, o detenerme.

César o Alejandro de nuevo evitaba mirarla a los ojos. Éngreid permanecía de pie junto a la puerta de miriñaque, mirándolo de cuando en cuando, y dejando que su vista recorriera la oscuridad que se había detenido junto a los escalones de la casa, temerosa de que la luz eléctrica pudiera acabar con ella. Aún no salía la luna, y los rumores de la noche lo envolvían todo con recelo. Alejandro daba chupadas lentas a su cigarro.

Alejandro, me gustaría saber… pero antes de terminar de expresarse, César se adelantó: ¿Qué edad tiene Lucy?

En junio cumple 6.

Sería el mes siguiente. Las volutas hechas por el tabaco que se iba consumiendo subían con lentitud hacia el foco de 60 watts que iluminaba la terraza. Más allá del pórtico todo era oscuridad. Decenas de luciérnagas brillaban paulatinamente en el jardín.

Deja que pase acá su cumpleaños. Déjame disfrutar su compañía un tiempo. Será cosa de pocos días. Ya después harás lo que prefieras.

La tarde era un parpadeo en tonalidades naranja que se iba arrastrando por la ciudad, como gruesa lengua que intentara refrescar una piel reseca por el ardiente sol de los días de abril. Atardecía con lentitud. Selmy Rodríguez aparecía al final del corredor de lácteos del supermercado, con su vestido arriba de las rodillas, rojo cobrizo, y el pelo recogido en una coleta. Los lentes para el sol los usaba como diadema, uñas largas, tacones de cinco centímetros, el estereotipo de los años noventa. Con esa delgadez tirana sometía a los transeúntes, pasillo a pasillo las miradas de los hombres caían como cuervos para asestar el picotazo, en el intento de horadar su carne.

Alejandro García se sorprendió ante el efusivo saludo de su concuña. Apenas y se saludaban en las fiestas de la familia política y ahora habría que volverse de momento un garañón sin bridas y sin estribos, asalvajarse para la nueva conquista, poner la carne al asador de un solo golpe, para después morirse de la risa por un encuentro más que fortuito para la carne y el sobrepeso de la inconciencia, colgado en los cinturones de cuero. De cuero los cinturones en que todos nos saciamos las nostalgias.
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