De las intrascendencias de una amistad jamás buscada, se brincó a las bromas subidas de tono para acabar sentados en la cocina de casa de la mujer, bebiendo vodka. Había sido una invitación intrascendente, así como si nada: Hola, tampoco tengo nada que hacer hasta la noche. Está bien, vamos. Será bueno tomarse algo para mitigar estos malditos calores. Imposible que no hubiera intenciones, que no se permitieran ser presa o cazador, cazador o presa, en los invertidos imperios de conquistar la tierra, la carne pública en que ahora se sumergían: al diablo las estrategias y las posturas de la fidelidad. Al diablo los inventarios insanos de querer ser dueños del destino. El destino es como un perro que enloquece y acaba por romper las sogas de la domesticación.
La casa de Selmy, ubicada en San Esteban, fue obtenida en el Infonavit y al instante modificada, asumiendo su ración de clasemedieros que tiran hacia arriba; los arreglos de arquitecto le ampliaban los espacios, los adornos, el garaje, los pequeños escondites que permiten entrar sin ser vistos, cerrar el portón eléctrico, las ventanas polarizadas. Poco bastó para que, tras quince minutos, las honestidades tuvieran refugio, y claro, los movimientos de Selmy. Las aguerridas intenciones: ¿quién daría el primer paso?
Ella descolgó el teléfono, evitando las llamadas inoportunas de los familiares. Sus padres tenían casa en la misma calle. Después de algunos tragos, las ropas se alejaron para que la piel dejara correr la indecencia y el masoquismo sobre los cuerpos.
Cuando Alejandro García abandonó la casa de su concuña, pasaban las seis de la mañana. No intentaba contener la risa en el pensamiento por el hecho de haberse cogido a Selmy. Con la memoria intacta de la traición perpetrada, nada tenía que pedir para la solución de los deseos de su relación con Éngreid. Si de amor se trataba, bastaba entender que se sentía a gusto con su novia, pero le era totalmente imposible poderse reponer al sobresalto que unas miradas bragueteras podrían tirársele en el camino. Sobre todo provenientes de una mujer como Selmy, indígena poderosa; la nariz delataba su condición maya. La tonificación de sus músculos, el olor a coco de su cuerpo, toda ella era producto del spa y los cuidados femeninos que una economía holgada podía dispensarle. Selmy y su risa de hiena hambrienta. Selmy y sus pantorrillas almendradas. Selmy y esa boca de agua inundando el vientre.
Ultimando precauciones, Selmy lo dejó en el Circuito, no fuera que alguien los viera juntos o lo vieran a él caminando por esa zona poniente de la ciudad a esa hora de la mañana. Ella vivía en la misma calle que sus padres, debía regresar a casa con la ropa sudada como cada mañana que salía para el gimnasio, y no habría sospechas. Alejandro, dentro del poder de la egolatría en que con justeza le gustaba desenvolverse, se compadecía de Andrés, su cuñado, el esposo, el perdedor ante el engaño, el hermano de Éngreid, y con el pensamiento lo felicitaba por tener una hembra tan ardiente. Pobre pendejo.
Las horas de gimnasio en que ambos se disculpaban y los viajes tan seguidos son los que han marcado el distanciamiento de Andrés y Selmy. Es probable que el tipo, de metro ochenta y cinco, tuviera otras reinitas recorriendo su cuerpo en cada viaje. Alejandro se vislumbró como el instrumento de una venganza; pero temía afirmar que él, con sus setenta y cinco kilos encima, el abultado vientre antiestético, de barriga caguamera sobresaliente…, era poco probable que una chica como Selmy se fijara en él; y sacó conclusiones rayanas en “yo también puedo divertirme con otro, no sólo tú” de parte de Selmy en su disfraz de predadora. Atrás han quedado los días de Casanova, Alex lo tiene muy claro, las conquistas de sus años anteriores. Ya no tiene diecisiete.
Años transcurridos entre tragos y botanas antihigiénicas, mal condimentadas y llenas de escupitajos, de esos miserables seudococineros que sudan el salario, viendo al pueblo derrochar la quincena en estos centros de diversión tan abundantes en la ciudad. Clasemedieros que apenas cobran su sueldo pagan sus deudas en la cantina. Cada cerveza implica un remolino de botanas para masticarse en la dejadez: Somos unos malditos cerdos persiguiendo perlas en el fango.
Ya no eres el conquistador. Aquellos días de seis chiquitas recorriendo tus horarios no son lo mismo. Te encadenaste a los caprichitos de Éngreid, porque te costó conseguirla. Alex en el derroche de hormonas, en el despertar al unicornio, el estruendo de seguir la cacería, como los nómadas, no entender el valor de los te quieros, que con tanta facilidad iba destapando en cada cama, en cada falda más arriba de la cintura, como si alacranes de placer aparecieran al levantar las rocas.
Tu concuña. Siempre será necesario desconfiar de todo, sobre todo de las mujeres que se mueven con rapidez en búsqueda de la satisfacción; mujeres ajadas por la soledad, con el temor que siempre las mantiene al borde, al reconocerse fálicas y necesitando. Mujeres sumisas por poderosas, que temen por su violencia, mujeres guijarro por ser diamantes. Mujeres, todas, principio creacional. Porque dios es una hermosa hembra que dotó al hombre del sexo viril por golosa, para regalar esa sensación pénica, que muchos años han querido perseguir, y tú pondrás tu talón sobre su culebra, habían dicho los tradicionales. Mujeres poderosas que siempre acaban dominándonos.
Será mi pequeña, como tantas otras.
El mugriento camión sigue su ruta en este amanecer. Abordan las mujeres que se dirigen al mercado, las que han terminado los horarios nocturnos. Nuevos atisbos de ciudad se presienten en cada negocio abierto las 24 horas. No más de diez personas son todos los pasajeros, con el mal humor de las mañanas. Algunos cabecean cínicos. Piensas en cómo es posible, después de saber que se respira de nuevo, cómo es posible que alguien tenga mal humor por las mañanas. La felicidad consiste en saberse vivo y disfrutarlo al abrir los ojos y dar esa primera bocanada de aire, la felicidad es buscar tener ese mismo estado al concluir el día. Hay que ser muy egoísta para vislumbrarlo. Lo seremos.
No quieres darte cuenta de tu egolatría. No todos han pasado la noche en los insomnios del orgasmo. El hermoso y atlético cuerpo que tiene esa perra, vuelve la sonrisa a dibujarse en tus labios, sigues olisqueando tus dedos, tus hurgantes dedos, a pesar de la ducha.
El arrebato de sus caderas te llevó al término con heroísmo, y eso que el control de la eyaculación pudiste ejercitarlo; las respiraciones bien logradas, el apretón suave y luego con fuerza, todo a tiempo, retardar, prolongar, retardar, detener los embates, las ambiciones de tu ninfómana. En verdad nos coordinamos. Será mi pequeña como tantas otras.
Entre las piernas de Selmy recordabas a tu pequeña Éngreid. La verdadera mujer para tu hipocresía, la razón de tu “funesta memoria”, futuros del imaginario que insistes en representar.
Qué intenciones las de Selmy, preguntarte cuándo y cómo conociste a tu novia. Rememorar esos momentos en la playa convertida toda en bares y luces para el deteriorado espíritu juvenil que escapaba de Mérida, tan leal y de doble cara.
Tú y los amigos expulsados de la disco por culpa de Armando y sus ideas de robarse una botella de tequila: el estúpido, después de inclinarse sobre la barra del bar e introducir la mano para agarrar una botella, esconderla y regresar junto al grupo, a las mesas; al final el ridículo, se había robado el jugo de limón que usan para preparar los margaritas. Sacados a empujones y mentadas de madre: llamaremos a la policía, de mejores bares nos han corrido, y todos enfurecidos con Armando quien no paraba de reír.
No importó la expulsión del disco playero, la noche aún era corta y Progreso se precia de tener clandestinos listos y a tiempo para continuar la fiesta. En la huida te topaste con la misma chilanguita de la tarde, la de trenzas cortas, braquets y bronceado descuidado. Salías de la disco con los compas, con el alboroto de la indecencia paseaban sobre el malecón y la miraste risueña, recargada en el barandal de su cuarto de hotel. Fuiste a ella.
Bastó un poco de cortesía y hablar del calor sofocante que se atoraba en la garganta, para estar entre sus labios disfrutando las maravillas de reconocer la heladez del aluminio de sus estúpidos braquets. Cómo es posible que una mujer capaz de usar estos metales en la boca no tenga un aliento pestilente y asqueroso. Qué higiene la de esta niña, pensaste, al sentir las bragas húmedas bajo tus dedos, y escuchar los tiernos gemiditos de la mujercita en ciernes. No preguntaste la edad, pero la piel tersa, sus delicadas pequitas y los horripilantes braquets te hacían pensar que seguramente estaba rayando los quince. Llegaron los padres de la chica y tuviste que escapar. No sin antes planear verse al medio día siguiente, cambiar teléfonos, y tus costumbres de dar el teléfono de la última novia, para molestar solamente.
Caminaste por el malecón en busca de los amigos que se habían ido sin ti. Fueron por cerveza, y siempre te ha parecido por demás ocioso, recorrer las avenidas una y otra vez, gastando gasolina, tomando chelas sin bajarse a ver las pieles de las niñas que deambulan perezosas y con ansia, bajo el tufo de alcoholes y hormonas destapadas, apenas ocultas detrás del aroma de coco manando de su piel.
Esperarías en el malecón a que pasaran junto a ti para abordar el vehículo. Como a Roberto no le importa ligar con niñas más que disfrutar los licores y el embriagamiento, y es de él el carro, hay que aguantarse. A los que nunca has comprendido es a los demás, Karín, Víctor, Armando y Juanjo, con esa actitud simulada: adiós a las niñas inventadas, inventariadas, invocadas en el ramoneo nocturno de la adolescencia, las pieles pueden ser el martirio y al mismo tiempo la esperanza. Hay que gastar el alcohol, como premisa.
Sabes bien que eres un alcohólico, junto con ellos, los amigos de siempre, contando las mismas anécdotas en cada borrachera. Pero ellos saben beber y no cometen las idioteces que tú, cuando te emborrachas. Los envidias. Hay que saber llevarse, carnal, la embriaguez es mental, es autocontrol. Cuántas veces acabaste tirado en la calle o en el baño de alguna disco porque te pasabas de copas. En cuestiones de ligue, tus caminos son diferentes, las niñas tienen que mostrarte su intención, jamás darás paso sin huarache, así que en la disco, sólo bebes y bebes hasta perderte, ¿y tienes aún el valor de acusarlos?, qué patán.
Ya borrachos no hacen más que repetirse. Los años pasan y tú, siempre en los abismos del ahogo, los mutuos desprecios. Cuando llega la noche, algún lugar para beber de nuevo, y si alguna niña te ha llamado por teléfono, uno tiene que decidir: ser o no ser, borracho o ligador, ¿esa es la cuestión?, ¿a quién demonios puede importarle? Todos los días son similares y la adultez que tarda en presentarse.
Fueron días calurosos de principio de verano. Aún no se había declarado por completo el período vacacional: aún no retiraban a los alumnos de sus clases. Sólo los vagos como tú y tus cuates, cuyos recursos financieros se veían recompensados por el trabajo pastoral de evangelización, coordinando el grupo juvenil de la parroquia de Cristo Rey como asalariados del evangelio, coordinadores becarios, cuyos pesos recibidos les permitía que después de las reuniones pudieran ir a filosofar sobre el sistema estoico del poder público que debían admitir en su vida. Nihilistas de pacotilla, filósofos de tocador, briagos al por mayor y sin reserva.
Ya lo decía el padre Puga, son gente pública, no hagan sus desmadres donde los puedan ver, aléjense lo más que puedan, sean discretos, y aunque al principio este argumento te parecía por lo más hipócrita, no podías hacer otra cosa que consentir en que no estaba del todo equivocado; sobre todo por los acontecimientos que te arrastraron una y otra vez a ser blanco de las acusaciones de los parroquianos. Esos jóvenes que dirigen el apostolado, partida de borrachos, se quejaban las señoras y algunos ministros de oración. Si supieran de tus despertares con alguna chica cuyo nombre no recuerdas, mujeres feas que esperas jamás volver a ver, todas, fervientes ninfas catolicísimas y confesas, de las primeras que hacen fila todos los domingos para comulgar. He acá tu roja hostia, piensas en cada felación. Si las piadosas y los ministros supieran, hace mucho que los hubieran perseguido en busca de lincharlos.
Atrapado en esas divagaciones, ensimismado, Alejandro García se vislumbraba por el malecón escapando de los padres de la quinceañera de los braquets, mientras en el ahora, las sensaciones del orgasmo se presentan con Selmy succionándole entero, tan intensa, con esa habilidad de treintañera mujer casada. Sus maneras de acariciarle los testículos con sus largas uñas. Te encanta, ¿verdad? Qué puedes discutir si se ha montado dándote la espalda y mientras la penetras, ella sube y baja con tu pene dentro, oferta el culo amplio para tu mirada. Nalgas durísimas que aprieta mientras te cabalga, agita la cadera hacia delante y atrás. Estira sus manos para tomarte de la punta de los pies, recostar sus senos en tus rodillas, su culo sube y baja, ella agita la cadera segura de que la imagen tiene que ser poderosa; sabe que su carne es hipnótica.
Circunvoluciona sobre tu carne y la imagen de Éngreid vuelve a caer cubriéndole el rostro. Siempre era igual, toda mujer se transformaba a ratos en tu mujer, esa mujer que, hay que reconocerlo, te agrada sea tu novia. Su rostro, como máscara, oculta la sonrisa abierta de Selmy, golpeando la memoria del cómo se habían encontrado esa primera vez.
Éngreid de pie junto a la fogata, al otro lado del muelle fiscal, hacia el poniente del puerto. Estaba sola, cerveza en mano, pateando la arena sobre las brasas de una fogata que se resistía a ceder al viento. Por el escándalo que sus acompañantes realizaban, Alejandro decidió quedarse para tener la certeza de qué tipo de ganadito era el que departía sus inconsumibles deseos en la improvisada fiesta. La luz del fuego te permitió contemplar su figura de revueltos cabellos ante la brisa: morena clara, cabello ondulado rebasando los hombros, intensamente negro, con la nariz fina y los pómulos marcados, las clavículas despuntando bajo la luz lunar, la frente amplia. Con los senos desbordantes, caderas anchas, brazos delgados, y las muñecas, luego lo pudiste constatar, que podías rodear por completo con la mano. Parecía de vidrio, lo notaste enseguida, y aún hoy, ella sabe que sigue siendo tu muñequita frágil, tan frágil de tan tierna como siempre se te ha presentado. Meses después, cuando ya eran novios y la ibas a buscar a la academia, le habías dicho que sentías sus manos tan delgadas, que daba miedo romperlas. Eres de vidrio: tus manos están hechas para estar dentro de las mías, así será siempre. Tú y las promesas de la poesía.
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* Adán Echeverría nació en Mérida, Yucatán (1975). Escribe poesía y cuento. Es Biólogo con Maestría en Producción Animal Tropical de la Universidad Autónoma de Yucatán (UADY). Integrante del Centro Yucateco de Escritores, A.C. Ha publicado los poemarios «El ropero del suicida» (Editorial Dante, 2002), «Delirios de hombre ave» (Ediciones de la UADY, 2004) y «Xenankó» (Ediciones Zur-PACMYC, 2005), y el libro de cuentos «Fuga de memorias» (Ayuntamiento de Mérida, 2006). Participa en los libros colectivos «Litoral del relámpago: imágenes y ficciones» (Ediciones Zur, 2003), «Venturas, nubes y estridencias» (ICY-INJUVY, 2003), «Los mejores poemas mexicanos. Edición 2005» (Fundación para las letras mexicanas y Joaquín Mortiz-Editorial Planeta, 2005). Los presentes poemas hacen parte del poemario «Ciudad abierta».
El presente texto hace parte de su novela «Seremos Tumba», publicada por el Ayuntamiento de Mérida, Yucatán (México) en enero de 2012.