«LA VIDA ESTÁ LLENA DE COSAS ASÍ» DE SANTIAGO GAMBOA
Por Betuel Bonilla Rojas*
Una vez el lector se sumerge en el texto entra en éste de manera definitiva y genera, por desplazamiento, otro mundo: el virtual.
«La cuestión no es si el mundo creado es tan real como el mundo
físico, sino si el mundo es lo suficientemente real como para suspender
nuestra incredulidad durante un determinado tiempo»
(RYAN, Marie-Laure Ryan. La narración como realidad virtua).
Es decir, que el «quedar atrapados», finalidad última de la inmersión, exige no sólo la voluntad del lector–investigador, sino, de manera anticipada, que el autor haya creado un universo lo suficientemente sólido, autosuficiente y atrayente, para privar parcialmente al lector del aliento de lo real. El mundo como metáfora, como trasposición de ciertas categorías de la realidad a la virtualidad, debe entonces darse por descontado. Se piensa así, entonces, que el texto debe acoger, en principio, con Ryan, la idea de mundo como «un conjunto conectado de objetos e individuos, un entorno habitable, una totalidad razonablemente inteligible para los observadores externos y un campo de actividad para sus miembros» (Ryan, p. 117). Sin esto —se entiende— toda inmersión resultará vana.
Para el proceso de trasportación como requisito para la inmersión, Ryan apela al libro Experiencing Narrative Worlds, del sicólogo Richard Gerrig, y a partir de allí elabora, a manera de guión, lo que será una directriz para cualquier trabajo que asuma dichas pretensiones. Se asume la metáfora del lector como viajero que penetra otros mundos y se determinan seis pasos para propiciar la inmersión en el texto objeto de consideración. Claro, antes debe asumirse una de las cuatro opciones que Ryan sugiere como alternativas de inmersión. Para este caso, entonces, se acoge la opción que él llama «implicación imaginativa», esto es «la actitud de ‘sujeto dividido’ del lector que se transporta al interior del texto pero sigue siendo capaz de contemplarlo con un distanciamiento estético o epistemológico. En el caso de las narraciones de ficción, el lector dividido está atento tanto al acto lingüístico del narrador en el mundo textual como a la calidad del trabajo del autor en el mundo real» (Ryan, p. 125). Las otras opciones, aunque Ryan no lo advierte, estimulan la irrupción de lo que la crítica literaria ha llamado el ‘lector heroico’, esto es, aquél que ingenuamente se sumerge en el texto sin esperar nada distinto a la sorpresa que éste le pueda deparar y de la cual disfruta placenteramente.
Richar Gerrig, en el libro ya mencionado, reconoce una primera etapa para la inmersión, la de Alguien (Ryan, p. 120): «Significa no sólo que el lector es llevado hasta un mundo extraño, sino también que el texto determina su papel en dicho mundo, dando forma, de este modo, a su identidad textual» (Ryan, p. 120). Querámoslo o no, y así lo subraya Mario Vargas Llosa en su ensayo «Ramera, filósofa y sentimental», brillante desmonte favorable de la novela La romana, del escritor italiano Alberto Moravia, los atributos de verismo se volvieron un imperativo para la literatura producida durante casi todo el siglo XX y lo que va del XXI. Por supuesto, Vargas Llosa defiende la falta de verismo en la novela referida de la siguiente manera:
«Esta muchacha de veintiún años, pueblerina, sencilla, ignorante,
ingenua, se cuenta con una solvencia de académica y sin violentar
las buenas maneras gramaticales ni una sola vez. […] No hay
que ver en ello una contradicción que privaría a La romana
de poder persuasivo. Hay que verlo como un caso de novela
que, en vez de la convención ‘verista’ del lenguaje, propone
otra, la ‘culta’, tal como lo hacían los novelistas del Siglo de
las Luces» (Vargas Llosa, La verdad de las mentiras).
Resulta muy difícil entonces, a la hora de la inmersión, que el lector se despoje de dicho requerimiento, que no espere del texto de ficción narrativo cierta mínima correspondencia entre sus coordenadas y las de la realidad o que, en el peor de los casos, si dicha correspondencia no se garantiza, que se vea entonces la armonía y el orden en ese otro mundo, extraño, diferente, algo en lo cual sirve como maestra toda la obra de Franz Kakfa.
Un primer asunto con ese alguien en el cuento de Gamboa es qué tan cómodo se siente el lector–poblador en el mundo que él propone en doce páginas. El mundo virtual del texto no puede ser más real, más acorde con la espacialidad y la temporalidad de sus lectores. Casi podría decirse que el tiempo de Gamboa como ente narrador es el mismo del lector. El lugar es una ciudad, Bogotá, determinada de manera muy precisa por ciertos lugares: Astor Plaza, Santa Ana, Usaquén, la carrera Séptima, Unicentro, San Juan de Dios, avenida Chile… Lo normal, entonces, sería la sensación de comodidad con el referente, la apropiación de ese espacio tan común a cierto tipo de lector, la inmersión confiada e inmediata en esos límites ya trajinados. Con el tiempo ocurre igual. El tiempo refleja el agite de la urbe, la temporalidad vertiginosa de quien siempre va de prisa. Hay carros, semáforos, hospitales, tarjetas de crédito, objetos que reproducen con fidelidad de detalles la pertenencia a la modernización de las ciudades. ¿Qué ocurre entonces?
Hay un asunto que no puede olvidar el lector del cuento de Gamboa: su naturaleza como género breve. Como cuento que es, vale decir, como pequeño universo comprimido, con un suceso capital llevado al límite, en un espacio, con un conflicto definido y una tensión resultado de la búsqueda de la salida a tal conflicto, el lector espera justamente que espacio y tiempo estén en función de dichos elementos. Así, los espacios en el cuento, más que apuntar a consolidar el acento dramático de los sucesos, o la psicología de los personajes, se antojan sólo como una enumeración informe, gratuita, que no fomenta la apropiación de ninguno en particular. La enumeración caótica no se detiene en ningún espacio ni en ningún momento definido. No hay tiempo para ello porque al personaje principal le ocurren tantas cosas insólitas (al menos seis), que las acciones se suceden una tras otra de manera apabullante e incesante:
«Pasada la 67 una nube tapó el sol y Clarita sintió frío en los brazos.
¿Dónde había puesto el suéter? Recién ahí se dio cuenta: lo había
dejado en el Centro Médico, tonta. Antes de ir al club iría a la casa
a cambiarse. Desde ahí llamaría a Tita para que salieran juntas […]
Al menos con los semáforos tuvo suerte: a partir del Carulla de la
60 todos en verde hasta la calle 26. Al doblar hacia la Décima por
el edificio de Bavaria y pasar los puentes sintió un poquito de miedo»
(Gamboa, p. 161).
Al personaje, Clarita, no acaba de ocurrirle un accidente, en un espacio definido pero no presentado, cuando ya está en presencia de otro, y ninguno, extrañamente, es enfrentado en procura de una resolución. El lector no tiene la oportunidad, no se lo permiten las acciones, de sumergirse en el mundo de los personajes. El mundo–texto está más allá, lejos de su control, de sus emociones, puesto apenas como un referente al que no le está permitido acceder. Si tiempo y espacio le son extraños en un comienzo, permanecen así hasta el final. Cuando el cuento termina, el lector apenas si ha visto las calles por las que han pasado, apenas si ha sido partícipe de ese tiempo frenético que sugiere la carrera desenfrenada de Clarita por las calles de Bogotá.
El segundo de los asuntos ofrecidos por Gerrig para el cumplimiento de la inmersión, está en algún medio de transporte (Ryan, p. 120). Se refiere Gerrig al texto como metáfora del vehículo, del dispositivo de viaje. Debe recalcarse entonces el texto de Gamboa como lo que es, como lo que pretende ser: un cuento. Gérard Genette acuñó la idea de la ‘oración nuclear’ como mecanismo para sintetizar el motivo de toda narración. Todo héroe emprende un viaje cuyo motivo, siguiendo las categorías de Kayser, nuclea la acción narrativa. ¿Cuál es el motivo central de Clarita como héroe? La oración nuclear más a mano sería quizás la de «Clarita se pierde un día en Bogotá y enfrenta muchos tropiezos».
En realidad, presentadas las acciones así, son dos las direcciones a seguir. Indudablemente, Clarita está extraviada involuntariamente. Mientras busca la salida a un día monótono (todavía no al conflicto), con la intención de frivolizar al máximo su experiencia vital, con un recuerdo dulce en su cabeza (la noche de amor con Carlos), el azar la pone frente a un primer problema. Al intentar salir de éste vienen otros, y otros, y el motivo central se diluye (en verdad no hay un motivo central). Tantos motivos sugerirían quizás otro formato, el de la novela. El lector de cuentos espera que en ese vehículo se le ofrezca tal carga dramática que no pueda respirar (tensión), que al final exhale un respiro de descanso, que comparta con el personaje la felicidad o el infortunio (desenlace). Por el contrario, la resolución a cada tropiezo queda pendiente. Clarita no hace nada por eludir su sino particular, no se antoja como receptora de la carga dramática que la agobia. Los accidentes apenas la rozan sin llegar a modificarla. No se cumple en ella la promesa de Todorov, la del héroe que enfrenta la incertidumbre y vence o es derrotado.
Está claro, entonces, que el género se ha desbordado y que queda apenas el boceto de una novela, o los anuncios de varios cuentos. Basta imaginar un cuento en el que se resuelvan seis conflictos al mismo tiempo. Con el suceso del repartidor hay ya el germen de un cuento. Muy seguramente Carver hubiera hecho con esta idea un cuento magistral, como lo hace con «Parece una tontería», en Catedral, un punto de partida similar. Igual hubiera podido suceder con la asonada de que es víctima Clarita para transportar a una mujer embarazada, si la idea fuera la de dramatizar la realidad más inmediata. O con la aberración harto atrayente de las trabas burocráticas como la eventualidad infame que afrontan los accidentados en vísperas de la muerte. Pero ninguno de estos aspectos es aprovechado. El vehículo del viaje se ha accidentado antes de partir.
El tercer elemento que subraya Gerrig es el del resultado de la ejecución de determinadas acciones (Ryan, p. 120): «El objetivo del viaje no es alcanzar un territorio preexistente que aguarda al lector al otro lado del océano, sino una tierra que emerge en el curso del viaje a medida que el lector ejecuta las instrucciones textuales dentro de un ‘modelo de realidad’» (Ryan, p. 121). Ya se definió en un primer instante el carácter del texto de Gamboa como perteneciente al género cuento. En un segundo nivel, hay que agregar que pertenece, al menos así lo sugiere la publicación en la antología, al subgénero negro.
Una narración inscrita en la tendencia de la llamada literatura ‘negra’ presupone de entrada ciertas características de rigor de dicha clasificación: misterio, personajes turbios o excéntricos, halo gótico, la presencia de un elemento del orden como investigador, un crimen, averiguaciones, razonamientos… En realidad, nada de esto se cumple como programa en el cuento de Gamboa. De haberse cumplido, el viaje del lector hubiera resultado infructuoso. Toda lectura de ficción parte de de la idea de la sorpresa, del camino incierto, inseguro, de la meta impredecible. En un cuento negro estas características se duplican. En el cuento negro se suele poner a prueba la inteligencia del lector, su agudeza, su intuición a la hora de unir los acertijos, y éste, aunque al final resulte derrotado en su pesquisa, disfruta siendo partícipe de las acciones.
En el cuento de Gamboa, merced al sinnúmero de acciones, no se tienen los elementos para jugar con el posible final. Si ya como cuento rechaza la inmersión, como cuento negro el rechazo es aun mayor. De nada vale aventurar el desenlace del accidente al muchacho de la bicicleta, cuando el narrador lo abandona como foco de atención. Igual ocurre con la mujer embarazada, o con los que asaltan su carro, o con el arsenal que porta un personaje. No hay la posibilidad de adelantarse al desenlace porque sencillamente éste no existe. Tampoco ayuda mucho saber que lo que se está poniendo de presente es el testimonio posterior de Clarita ante un siquiatra.
No hay instrucciones precisas en este cuento o, al menos, si las hay, han sido coordenadas que violentan las reglas de juego del lector. El lector de género negro espera que todos los elementos le sean puestos en la escena para jugar con las posibles combinaciones, para sumergirse casi en calidad de segundo detective. Espera un orden en tal disposición, espera la flecha oculta que, de ser encontrada, guíe hacia la resolución del enigma. Pero nada de esto existe aquí. Valdría la pena preguntarse cuál es el enigma en este cuento en el que todo está apenas enunciado sin desarrollo. Valdría la pena considerar, entonces, si en algo han variado las posibilidades del llamado ‘género negro’.
En un cuarto elemento de inmersión, Gerrig incluye que el viajero se aleja a una cierta distancia de su mundo de origen (Ryan, p. 120). El modelo de realidad propuesto por el texto debe ser válido, debe especificar las reglas de juego, debe facilitar la distancia con respecto a la experiencia vital del lector, nos advierte Gerrig. ¿Cuáles reglas de juego? Ya se ha mencionado que sencillamente no hay reglas de juego en este cuento. Una regla de juego del cuento diría que el lector debe descubrir el conflicto, debe seguir su curso y debe arribar a un eventual clímax.
Enumeradas las acciones problematizadoras del cuento se tienen las siguientes:
a) Clarita sale de su casa y atropella a un ciclista.
b) Cuando lo lleva a la clínica descubre que el hombre no porta documentos.
c) No lo atienden porque ella no lleva su tarjeta de crédito, ni dinero en efectivo.
d) No lo atienden en el hospital de Usaquén porque es sábado y no hay turno.
e) De camino hacia el hospital en el que trabaja su padre el hombre empieza a convulsionar.
f) Toma otra ruta y varios hombres introducen a una mujer embarazada en su carro.
g) El hombre atropellado no tiene una erección, como ella creía, sino una pistola.
Cada problema trae consigo su propia solución, su propia dinámica, sus propias reglas de juego. Un lector avezado muy seguramente habría puesto sus conocimientos al servicio de la buena fe que significa acercarse a la resolución del problema. Pero no hay manera alguna de acercarse al cuento, de asumir sus leyes, de adaptarse a ese ‘otro mundo’. Constantemente cambian las leyes y así todo esfuerzo resulta inútil. Hasta los mismos personajes tienen cierto nivel de extrañamiento con el mundo al que pertenecen: «¿A usted le parece posible?» (Gamboa, p. 166), le dice Clarita al siquiatra al final del cuento. Es la extrañeza de verse ante tantos sucesos, ante tantas inconsistencias frente a la marcha normal del mundo. Está bien que en un cuento, que en ese ‘otro mundo posible’, ocurra uno que otro infortunio por capricho del azar. Pero lo que sí no resulta verosímil es que en ese universo que se supone armónico, dicho engranaje se desajuste permanentemente porque cada suceso actúa como digresión del anterior en una especie de anillos concéntricos.
Un quinto aspecto advertido por Gerrig es el de lo que hace que algunos de los aspectos del mundo de origen resulten inaccesibles (Ryan, p. 121). Aunque Gerrig sugiere tres variantes de este caso, es la primera la que más sirve para el propósito de este trabajo: «Cuando entran en funcionamiento las leyes propias del mundo textual, no podemos seguir extrayendo inferencias a partir de los principios del mundo real que han quedado anulados» (Ryan, p. 121). En las otras dos variantes, Gerrig incursiona más en la idea del lector como sujeto pragmático despojado de su inmanencia a la hora de asumir la inmersión en el texto literario.
Gerrig parece olvidar lo afirmado ya por varios autores, entre ellos la cita incluida de Vargas Llosa. Aunque el consejo resulta pertinente y didáctico, el mundo del cine ha hecho que el lector del siglo XXI asuma la distancia con respecto al objeto artístico con una ingenuidad menor, esto es, que lo vea cada vez más como algo ajeno al mundo, o al menos que lo acepte como otro mundo cuyas reglas de funcionamiento no se corresponden exactamente con el mundo real en el cual está la sala de cine.
Hecha esta consideración hay que señalar que mucha tela se ha cortado ya sobre el particular. No se pueden aceptar las reglas porque simplemente la arbitrariedad en la propuesta ha terminado por desajustarlas. No se trata de la no equivalencia entre la realidad como mundo y el texto como mundo. El problema central radica en la deformación del modelo del mundo virtual, sujeto, éste sí, a unas reglas combinatorias que hacen posible su aparición como ‘otro mundo’. El cuento como esquema, aun en los casos más audaces de trasgresión (Carver, Salinger, Joyce, Thomas), parte de unas premisas comunes que cada autor llena de su experiencia particular. Y estas reglas de funcionamiento más o menos estándares son las que garantizan la inmersión. En el cuento de Gamboa lo que falla es su disposición interna, la manera en que los distintos elementos (personajes, situaciones, acciones, diálogos, espacios, tiempo, tensión) se manifiestan como realidades virtuales. Hay un trastocamiento en la composición armónica de los elementos, una trasgresión no deliberada del formato.
¿Cuál es el conflicto principal de ese mundo? ¿Por qué la insistencia en el desvío (no en el sentido dado por Eco), en la salida abrupta del recorrido esperado? ¿Por qué tanto elemento arrojado como pista falsa para romper la expectativa del lector? ¿Por qué tantos personajes abandonados caprichosamente cuando empiezan a tomar forma como habitantes de ese mundo? En realidad, estas preguntas brotan del texto mismo como entidad, en ningún caso del mundo que intenta representarse el lector y que equivale al instante de su inmersión.
El sexto y último elemento de la propuesta de Gerrig es que el viajero regresa al mundo de origen, transformado en cierta medida por el viaje (Ryan, p. 121). Gerrig ha dejado de último el aspecto quizás más relevante de la inmersión, al menos el que todo lector espera que se opere en su interior luego de la lectura de un texto. Todo texto llamado clásico se eleva a tal dimensión de transformador justamente por asumir esta idea a cabalidad. Se vuelve transformado luego de leer a Kafa, a Camus, a Cortázar, a Broch, a Musil, a Svevo, a Jelinek. Se aman sobremanera aquellos libros que desacomodan la estabilidad burguesa del lector, para expresarlo en términos de Ángel Rama. No es un programa de ciertos autores, es el pálpito humano y vital que rezuman las páginas, lo que actúa como agente modificador.
A ello ayudan los actos de los personajes, sus opiniones, los enigmas planteados, los conflictos y sus soluciones, o intentos de soluciones, los éxitos, las derrotas, las alegrías y los dolores. A veces es todo esto y a veces es uno solo de los elementos. Una inmersión de este tipo en Shakespeare hace que se considere la condición humana en toda su complejidad. En Tólstoi significa asistir a la metamorfosis que opera en el individuo la presencia divina. En Vargas Llosa significa apreciar lo que hay de extremo en las relaciones humanas. ¿Qué hay en «La vida está llena de cosas así» que invite a tal cambio?
Prácticamente nada. Enumeradas las dificultades para la inmersión, es claro que ni las situaciones, ni los personajes, ni las acciones, ni las relaciones que se tejen, ni los espacios, contribuyen a esto. Apenas balbuceos, los elementos anteriores, que en otros cuentos pueden ser afortunadas aproximaciones a la condición humana, en este cuento son tenues esbozos que no traspasan el territorio de la insinuación, del borrador. Lo que le ocurre a Clarita es tan inverosímil, tan irrisorio, tan fingidamente hiperbólico, que su drama es una mera caricatura de tan exagerada, de tan farragosa. Simples proyecciones en un teatro de marionetas, los personajes se asoman al teatrino y luego se esconden, atemorizados de su propia irrealidad. No hay relaciones porque los personajes no se encuentran, no tienen tiempo de dialogar ni de conocerse porque la prisa de la narración los apabulla con tantas acciones. Éstas, a su vez, se suceden tan rápidamente que no hay lugar a la reflexión, a la revisión de su significado.
Si el mérito de un texto se puede vislumbrar desde la inmersión que propicia, desde la franqueza con que se asume esta operación de la inteligencia y la sensibilidad, «La vida está llena de cosas así», de Santiago Gamboa, es un fracaso, un derrumbe de las expectativas de un lector que se asoma a sus páginas para encontrar al hombre allí. Hay sólo fantasmas, y los fantasmas ya no asustan a nadie.
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* Betuel Bonilla Rojas nació en Neiva (Huila, Colombia) en 1969. Licenciado en Linguística y Literatura por la Universidad Surcolombiana. Especialista en Docencia Universitaria por el Convenio Universidad de La Habana–Coruniversitaria de Ibagué. Colaborador habitual de periódicos y revistas del país, autor del libro de relatos Pasajeros de la memoria. Finalista en el Concurso Internacional de Cuento Hucha de Oro en Madrid, España. Primer Puesto en en el Concurso Departamental de Cuento «Humberto Tafur Charry», versiones 2000, 2004 y 2009. Finalista del Primer Concurso Internacional de Minicuentos «El Dinosaurio», La Habana, Cuba, 2006. Primer Puesto en el Primer Concurso Departamental de Ensayo del Huila «Jenaro Díaz Jordán», 2008. Primer puesto en el XVIII Concurso Departamental de Minicuento «Rodrigo Díaz Castañeda», Palermo, Huila, 2008, y segundo puesto en la versión XX del mismo concurso, 2010. Autor de los libros de cuentos Pasajeros de la memoria (Gente Nueva, 2001) y La ciudad en ruinas (Fondo de Autores Huilenses, 2006); del libro de teoría El arte del cuento (Trilce, 2009). Incluido varias antologías de editoriales colombianas y españolas. Compilador de los libros: Matamundo, una muestra de literatura huilense contemporánea (Ediciones del Centenario, 2005); Parvulario: Textos de dieciocho maestros sobre la infancia (Trilce-Altazor, 2005), Memorias del Primer y Tercer Encuentro Nacional de Escritores «José Eustasio Rivera» (Altazor, 2006, 2007) y La tarde está como para contar cuentos: Antología de minicuento huilense (Fondo de Autores Huilenses, 2007). Incluido además en los números 7, 9, 10 y 16 de la revista de literatura Alhucema (Granada-España).
Referencias bibliográficas:
RYAN, Marie-Laure. La narración como realidad virtual. Paidós. Barcelona. 2004. 456 Págs.
GAMBOA, Santiago. «La vida está llena de cosas así». Incluido en Variaciones en negro. Compilación y notas de Lucía López Coll. Norma. Bogotá. 2003: 290 Págs.
VARGAS LLOSA, Mario. La verdad de las mentiras. Seix Barral. Cuarta edición. Barcelona. 1996: 261 Págs.