Literatura Cronopio

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Dios tendra

DIOS TENDRÁ QUE ENTENDERLO

Por Natalia Suárez Jaramillo*

«Que te vaya bien en tu primer día de muerte, amor mío.»
Andrés Caicedo (Cali, 1951 -1977) —Que viva la música—

«La valeriana es buena para calmar los nervios, mijito», me dijo ayer con su voz de tembleque la ancianita que vive en el apartamento de al lado. Seguramente lo dijo porque mis ojeras me delatan. He descubierto que una nueva gama de tonos morados adornan las bolsas de mis ojos, producto de la falta de sueño. Lo intento. He intentado dormir, cierro los ojos y me esfuerzo por dormir, por sumergirme en una realidad que no sea ésta, pero no lo consigo.

Después de varios minutos enfrentando una lucha interior por conciliar el sueño, me doy por vencido. Y vuelvo a esta miserable situación en la que vivo desde que ella se fue. He perdido la cuenta de los días que han pasado, pero por las flores marchitas podría decir que hace más de un mes me abandonó. Le imploré que no lo hiciera. Aún me parece escuchar el eco de mis gritos suplicantes que retumbaban en estas cuatro paredes: No me dejes. Prometo mejorar. Está bien, iré al psicólogo. Aunque sea un maldito que disfruta escuchando mis lamentos, se burla de mis miedos y me cobra cincuenta mil pesos por consulta. No sabes cómo odio esa voz y sus preguntas bombardeantes. Su risita estúpida. De verdad lo odio, pero por ti iré. No me dejes, pero tampoco te quedes por lástima. No necesito de tu misericordia barata. No, espera, ¡sí!, la necesito más de lo que te imaginas. Te encanta verme así, ¿no es verdad?, destrozado. Está bien, quédate por tristeza pero quédate.

Eran las seis y media, y esa tarde, como presagio de que algo malo sucedería, un corto eléctrico en el edificio se llevó la luz. Nos quedamos a oscuras, totalmente a oscuras. Tal vez era una señal de que el destino se había propuesto apagar nuestra historia, literalmente. En la noche nuestros gritos cesaron. Fueron reemplazados por las lágrimas. Sentí ahogarme en mis fluidos. No creí que fuera posible llorar tanto como te lloré esa noche. Recuerdo que en tu intento por librarte de mis manos, que intentaban con toda su fuerza no permitir que cruzaras esa puerta, te enredaste con la montaña de ropa sucia que estaba tirada en el suelo. Caíste en mis brazos cual princesa, «¿te lastimaste?», pregunté preocupado, creo que un poco de cordura volvió a mí en ese instante, y tú lo notaste, pues, aunque no veíamos nada, un destello de tus ojos iluminó la habitación.

Recordaste, al igual que yo, esa chispa que un día de noviembre, en un invierno frío nos unió. No duró mucho. Cediste al orgullo que te aconsejaba levantarte e irte arropada en tu dignidad. Intenté que no te fueras. No me dejaste más salida que utilizar la fuerza. Te sujeté de la pantorrilla. Qué patética escena: tirado en el suelo, abandonado a mi dolor y aferrándome a lo único que sentía mío en este mundo de ajenos. «Soltame, soltame, Marcos, que si no, no respondo. Te lo advertí, ni un golpe más. Me mamé. Vos no sos un mal hombre, pero no te ayudás. Te comportas como un atarbán. Vos tenés que ir al loquero, definitivamente; lo intenté. Que conste que lo intenté»… «¿En qué momento nos pasó esta vaina?» Me preguntaste en tono de reclamo. Quise taparme los oídos para no escucharte más, para no escuchar esas palabras que repetiste tantas veces. En ese momento supe que te irías pero que volverías, tarde o temprano.

«Paranoia», le llaman unos; «gadejo agudo» le dicen otros, al desorden bipolar con delirio de persecución crónico, que me fue diagnosticado, mientras estábamos juntos. Hace seis meses que empezó esta tortura con ese dictamen y tu abandono posterior. La valeriana parece funcionar. Mis manos dejan de temblar y el corazón late un poco menos rápido. Ya no tengo uñas, sólo despojos de mis dedos lacerados. Los nervios se apoderaron de mis manos que algún día fueron motivo justificado de halagos, «tienes manos de pianista», me decían. «Es increíble que con esas manos pegues tan duro», fue lo que dijiste la última vez en que perdí el control sobre ellas, aunque tú no te quedaste atrás, mas de una vez fueron tus manos las que entre sollozos e insultos alcanzaron a rasguñar, en una ocasión, y a destazar, un pedazo de mi rostro, y una cicatriz cerca de mi oreja es el recordatorio de tu rabia en mi piel.

En un acto de piedad de ese Dios lejano a mi dolor todo este tiempo, los parpados me empiezan a pesar y termino siendo cobijado por el sueño. Me despierto por los bruscos golpes en la puerta. Intento ignorarlos, es injusto que suceda ahora cuando por fin puedo dormir. Me levanto maldiciendo y me tropiezo atontado con el buró. Los golpes en la puerta cesan y asumo que fue una mala jugada de mi imaginación. Vuelvo a tirarme al colchón que hace las veces de cama en el cuchitril de apartamento, que fue en lo que se convirtió este sitio desde que ella se fue. Los golpes me despiertan de nuevo y esta vez sí me roban el sueño. Me acerco a la puerta temeroso. Nadie se imagina la angustia de sentirse atacado en su propia casa y ser una víctima de la maldad que acecha la ciudad. La paranoia no es mi razón de ser —No nací así, pero tampoco soy del todo culpable, situaciones que se me salieron de las manos a través de los años, ¿qué culpa tuve yo de que en el colegio fuera objeto de burlas de mis compañeros por ser enclenque y debilucho? La rabia acumulada y mi agresividad fueron con el tiempo mis armas de defensa, en realidad no sé en que momento esa bestia de ira se apoderó de mí. Con esos antecedentes, que afectaron mi autoestima, no pude dejar de asombrarme cuando tremenda mujer se fijó en mí—.

Abro la puerta en un arranque de valentía, pero no hay nadie, era sólo su sombra, el olor de su recuerdo, ¡cómo me atormenta!, sólo fueron unos cuantos golpes, ¿acaso era la primera mujer que los recibía? ¿por qué no pudo comprender que no era yo sino eso que acecha dentro de mí? Nunca me creyó cuando le dije que algo raro pasaba en el apartamento, una fuerza sobrenatural que despertaba lo peor en mí, a la bestia. No estoy loco, ¡maldita sea! Estoy mamado de esta droga: pastillas en la mañana, pastillas al mediodía, pastillas en la noche, para todo una puta pastilla.

¿Hace cuanto que no te dejas tocar? Le pregunto… ella responde con una mala cara que es la única que le conozco desde hace meses, ¿es que ya no me deseas? Mona dímelo ¿ya no me deseas?, se esconde tras un largo silencio que le da paso a un rotundo no, y hace 61 días que no hacemos nada de nada, llevo la cuenta, me responde…. Te parece poco lo que pasó la última vez? Me dejaste iniciada y desnuda en la cama con la excusa estúpida de que en esa condición eras vulnerable a un ataque sorpresa de ese no se quién que te persigue día y noche, y que se cagó esta relación por tus miedos absurdos. Ese día me juré que no me volvías a poner un dedo encima.

¿Por qué no me dejas? le pregunto mientras cuento cuidadosamente las tres cucharadas de azúcar que le pongo a mi café negro y espeso, aunque hoy parezca increíble no siempre fui así de dejado, antes era muy psicorrígido, ¡que vaina! Malo si uno es ordenado y malo si no, todo raya en la locura, cuento tres y pongo la tapa en la azucarera, ella me mira a los ojos, con fuerza esparce la mantequilla sobre la tostada de pan que era típica en su desayuno, le pega un mordisco grande, mastica dos o tres veces, y me dice: ¡por que no quiero que te matés! No podría vivir con ese cargo de conciencia no, no, no, no ya te cagaste tu vida, no vas a terminar de dañar la mía.

Me retuerzo del dolor en el suelo, me imagino como el protagonista de la metamorfosis en su lenta y asquerosa transformación, tirado en el suelo y abandonado, vuelvo a escuchar golpes en la puerta; ésta vez no son bruscos, son mas bien leves, como quien no quiere la cosa, alcanzo a ilusionarme por un momento, ¿y si es ella que vuelve arrepentida?… «Mijito ¿seguro que está bien?, le traje algo de comer, ábrame». Otra vez la voz de tembleque de la anciana de al lado… Acaba con mi ilusión efímera de que fuera ella.

Me levanto y me asomo con cuidado por el ojo de la puerta, no es una jugada de mi imaginación, efectivamente es doña Raquel, el único ser al que le ha importado mi existencia desde que ella partió, es la primera vez en este mes que la dejo entrar a mi casa, aunque viene todos los días a eso de las 4 p.m. a preguntarme lo mismo, hoy siento que el día es diferente; tal vez sea el día en el que salga de este estado lamentable. El atardecer se cuela por entre mis ventanas, el rosa está pintado en el cielo y se confunde con el naranja típico de los atardeceres en verano, lo se, pero no abro la ventana, hace mucho que la luz no recae directamente en mis ojos y podría ser peligroso para mi vista, así que me conformo con mirar a través del cristal.

No pudo evitar su sorpresa frente a la suciedad de mi hogar, como Pedro por su casa e intentando disimular el pesar en su mirada, se dirigió a la cocina y se las arregló para encontrar en medio de las pilas de loza sucia, algo que sirviera para calentar un poco de agua y hacerme un oscuro café de esos que me gustaban tanto. «Mijito… ¿no ha pensado en salir a dar un paseo?», pregunta ella. ¡No!, le respondo agresivamente, quién sabe qué puede pasarme allá afuera… ¿para qué? Mejor me quedo aquí, tengo lo necesario pero no lo suficiente, hace falta ella, ustedes mujeres… —suspiro— ¿Si ve doña Raquel cómo lo vuelven a uno? El amor duele, como dijo el poeta «afortunados fueron romeo y Julieta que murieron antes de que su amor acabara»; me he dado cuenta que la cura para este dolor es la muerte.

—Calle esos ojos mijito, afuera hay más mujeres, usted es un hombre apuesto, podría encontrar el amor de otra mujer y hacer una nueva vida.

—No quiero otro amor, no quiero otra mujer y menos si es por fuera que tengo que buscarla. Le agradezco su preocupación doña Raquel, pero estoy seguro de que ella va a volver…

¿Le doy lastima doña Raquel? —Pregunto—. Ella aguarda en silencio. —Dígame doña Raquel ¿le doy lastima? Esta vez lo digo subiendo el tono y levantándome del sillón donde estaba sentado.

—No mijito solo que hay cosas que hay que afrontar, ella no va a volver. Así como usted tampoco va a volver a esta casa, no quiero visitas si son para ser aves de mal agüero —le digo mientras con las manos le señalo la puerta insinuándole que ya no tiene nada que hacer en mi casa.

Le temo mas a la noche que al día, siento que es la oscuridad donde soy vulnerable, ¿a qué?, aún no lo se con exactitud, tal vez a todo este mundo que está lleno de peligros, los desquiciados abundan, un atraco, un asesino en serie de esos que matan porque sí, algún maldito irresponsable en un carro, podría morir atropellado ¿y qué seria de este bello rostro? Una pérdida total.

En mi casa no me siento muy seguro, pero aquí encerrado soy presa menos fácil de la muerte. El «loquero» como ella le decía, me dijo en la última cita —en la que me sacó otros cincuenta mil pesos, la última vez que me atreví a salir de casa—, que mi vida se convertiría en un infierno, que comenzaría a temerle a mi propia sombra y, como si fuera poco, las alucinaciones no se harían esperar. No se equivocó, pues en estos días de soledad y dolor, recordando sus atrevidos besos y su tibia saliva que endulzaron mis noches, cuando lo nuestro era un cuento de hadas, es mi propia sombra la que me atormenta; tuve que pedirle el favor a doña Raquel de que trajera un cerrajero para cambiar las guardas y poner seguridad a la puerta, mejor prevenir que lamentar, y algún día cuando en este edificio pase algo bien malo, doña Raquel y todas esas viejas chismosas que se la pasan hablando de mi como el tipo loco del cuarto piso, me darán la razón cuando les digo que «soldado advertido, muere advertido…»

Una vez cambiadas las guardas y asegurándome de que, aunque no pueda huir de la muerte, no le será fácil encontrarme, me dirijo al viejo sofá, que ya tiene mi forma marcada —encajo perfectamente en el—, mi rutina se ha resumido a ese desgastado sofá y a mirar de vez en cuando por la ventana, eso sí, sin dejar mi rostro al descubierto; me gusta ver cómo se enreda el viento en las ramas del árbol gigante que queda justo enfrente del edificio: «Mirá, ve, ese árbol tan bonito, me gustan los árboles grandes que echan raíces fuertes, esos que permanecen aun cuando todo a su alrededor se desvanece, mirálo, debe llevar ahí por lo menos, unos 100 años» —me dijo ella cuando vinimos por primera vez a este apartamento—, recuerdo bien que desde que lo vimos nos gustó, desde siempre nos gustaron los espacios amplios y el piso de madera; me sorprende la facilidad con la que uno puede volverse loco por una mujer, pero claro está, ella no fue cualquier mujer, fue la primera de la que me había enamorado, a la única a la que le conocía cada detalle escondido de su cuerpo, ese cuerpo que me encantaba, ¡era mi deleite!

Me fascinaba recorrer sus formas. Contemplar el lunar que adornaba su espalda, y perderme en el olor particular de su cabello, ese que no podré olvidar en años. Es patético cuando la mente me juega malas pasadas y no distingue entre lo que es real y lo que no, la imagino entrando por esa puerta, y en un arranque de pasión tomándome entre sus brazos para refugiarme en la calidez de su cuerpo y en la magia de su sonrisa.

Se acerca la noche, debo cerrar bien las ventanas, de noche los gatos son pardos y el peligro se triplica, se me agota el dinero y es en las noches cuando la angustia se apodera de mí, mis papás se están cansando de sostener a su hijo enfermo, creen que es pasajero, pero ya me advirtieron hace unos días la última vez que los llamé a pedirles dinero, solo recuerdo la voz de mi padre diciéndome que no me iban a seguir alcahueteando la bobada, que sentara cabeza y dejara esas pataletas para los adolescentes y sus crisis, que yo ya estaba muy grandecito para ponerme con esas maricadas, que reaccionara y dejara de pensar en esa muchachita, que lo único que me había hecho era aguantarme tanta ‘loquera’.

Sólo sé que vivo con este presentimiento del que hablan las mamás, de que algo muy malo va a pasar. Escucho ruidos afuera, el pánico regresa a mí, me quedo inmóvil por unos segundos, pero decido que esta noche sí voy a dormir, y que seguramente afuera sólo hay un indigente de los que por las noches recogen la basura; pero escucho pasos por las escaleras —es importante aclarar que me he convertido en un maestro de los sonidos, no se si es la soledad o el silencio constante, pero he agudizado mi oído a tal punto que puedo casi saber con exactitud qué sucede en mi cuadra—, los pasos se acercan, seguro es doña Raquel —pienso—, tres golpes en la puerta, ¿quién es? —grito—; nadie responde, de nuevo tocan, y esta vez son más fuertes, voy hasta el cuarto por un bate de béisbol que he reservado para cuando el mal llame a mi puerta, como esta noche, siento un viento frio, me acerco a la puerta y noto que sea quien sea que esté afuera, está forzando la cerradura. !Ja! Lo sabía.

Al otro lado de la puerta escuché su voz dulce, ¡oh! como extrañaba esa voz, era ella!, había regresado, y lo peor, me vería en este estado lamentable. «Abríme esa puerta» —me gritaba—; era tarde, no me quedaba más remedio que tragarme mi vergüenza y abrirle, qué mas dá —me dije levantando los hombros como en la pataleta de un niño—, la he esperado durante tantos días y hoy que vuelve ya no se si quiero verla, debe estar más hermosa que antes, tal vez le ha sentado todo este tiempo sin mí. «¡Por favor abríme!» —me dijo con un tono suplicante, que a decir verdad me sorprendió—. No solo había regresado, sino que me estaba rogando que la dejara entrar, no la reconocí al instante. Sentí que el mundo se detuvo, vi una sombra, una silueta borrosa, me esforcé por descubrirla, no parecía ella, me concentré y por fin la pude ver: tenía los ojos maquillados, traía el pelo recogido con una de esas colas de caballo que me parecen tan simpáticas, unos jeans y un abrigo que la protegía del frio inclemente de esta ciudad helada, —lleva más de 7 años viviendo en Bogotá y es la hora que no se acostumbra—. Atónito la miro, le hago una seña torpe con la mano indicándole que siga, me doy cuenta de la mirada de desagrado que hace al echarle un rápido vistazo a la sala —deben ser las telarañas que cubren buena parte de los cojines del sillón—. Ella camina con pasos lentos hasta la ventana, yo voy detrás de ella y no soy capaz de musitar palabra, quisiera preguntarle tantas cosas: ¿Dónde ha estado todo este tiempo?, ¿por qué no había venido antes?, ¿si está saliendo con alguien?, ¿cuántas bocas ha besado, cuántas manos la han tocado? Sólo pensar en eso me retuerce el estomago, freno mis divagaciones y me concentro en ella, estoy perdido en su mirar, quiero decirle a gritos que la extraño tanto, que siento que mi alma se parte en dos, que no quise hacerle daño, que solo quería protegerla de aquello que la puede dañar, que a veces, muchas veces no soy yo, es la bestia que vive adentro de mi, que la base de mis miedos se resume en ella, que no quise perderla una vez y que ahora me aterra que se vuelva a ir, ya pasó una vez y no pasará dos, no puedo evitar pensar que ya he caído en los clichés y me pregunto ¿cuántos hombres no habrán dicho lo mismo en intentos desesperados por no dejar escapar ese bien que creemos nuestro, pero que no nos pertenece, al que llamamos mujer?…

La veo mover sus labios pero, aunque me esfuerzo, no alcanzo a escuchar sus palabras, sus manos se mueven en señal de reclamo, una lagrima se escapa de sus ojos encharcados y rueda por su mejilla, estoy sumergido en este placer inquietante de verla de nuevo frente a mí, soñé tantas veces con este momento, me imaginé besándola, haciéndole el amor, reclamándole, gritándole. De una y mil maneras imaginé este encuentro, menos en silencio como está sucediendo, fascinado por sus formas me acerco en un arranque de valentía dispuesto a besarla, ella me mira con extrañeza e intenta alejarme con un movimiento brusco, vuelvo a intentarlo, a fin de cuentas el que persevera alcanza, y este era mi momento, quería que se perdiera en mis brazos y su alma se fusionara con la mía. Ya podía escuchar con claridad sus reclamos, no lograba razonarlos bien, pero el tono de su voz cada vez subía mas, déjate besar mujer —le digo—, me tapo los oídos y cierro los ojos en otro comportamiento infantil; de un momento a otro solo hay silencio, abro los ojos lentamente y una sonrisa de ella me recibe, —por fin— digo en voz baja; una sonrisa de esas que ablandan. Pienso que he alcanzado la perfección en la magia de ese momento, pero cuando pronuncia un te amo, tibio y suave, me doy cuenta que la perfección tiene nombre propio.

Al mismo tiempo el pánico se apoderó de mí, esa extraña sensación que me invadió todo este tiempo regresó en un segundo, sentí un frio paralizante que me recorrió la espalda, tuve pavor de perderla otra vez, me imaginé de nuevo tirado en el suelo implorándole misericordia para que no me abandone. Un miedo incontrolable en segundos se hizo dueño de mis fuerzas, la sujeté fuerte de su cintura, como en un abrazo eterno, apreté con fuerza su torso para que nada ni nadie me la arrebatara, el miedo no desaparecía, sentía cómo carcomía mis entrañas, una angustia frustrante, una voz demoníaca que me susurraba al oído que esta sería la última vez que la vería, que todo este tiempo había sido en vano porque ella venía a decir adiós, un adiós que duraría para siempre como una terrible advertencia de que ahora sí todos mis miedos se harían realidad.

Estallé en llanto como un niño, no quería verla partir de nuevo, forcejeamos, la empuje contra la ventana, la besé contra su voluntad, sus golpes parecían caricias. «Loco, maldito loco», no paró de gritarme, «loco desgraciado suélteme», como presintiendo lo que pasaría; con fuerza estrellé su cabeza contra el vidrio, el silencio reinó, la sangre rodó por el cristal , le sonreí, vi con agrado cómo una última lagrima salió de sus ojos, tenía el aliento de tu vida en mi, ya no me dejarías mas, nunca más y Dios tendría que entenderlo.

Un grito estrepitoso rompió la armonía del silencio, era doña Raquel, estaba parada en la puerta con el rostro descompuesto, los ojos desorbitados y las manos en su rostro —no paraba de gritar—. Tanto alboroto me sacó del éxtasis en el que me encontraba… «¿Qué hizo mijo?» Me gritó con desespero; traté de entender qué pasaba, sacudí mi cabeza como queriendo despertar de una pesadilla, miré de nuevo y el rojo espesor de la sangre, que rodaba por el vidrio y goteaba en el suelo, me hizo volver en mi; el cuerpo sin vida de Vicentico, celador del edificio, —que había venido a avisarme que al día siguiente habría un corte de agua y a sugerirme que recogiera algo del precioso liquido antes de que la suspendieran—, estaba inmóvil y a pocos centímetros de mis pies, yacía con una herida asquerosa en la base de su cabeza. Doña Raquel dejó de gritar y se entregó a un llanto doloroso; no pude evitar lanzar un madrazo: ¡¿Qué hice, maldita sea?!

Ahora sí creo que estoy un poco loco, ella tenía razón. Pero yo se lo dije, doña Raquel, y usted no me creyó; también es su culpa, nadie me creyó, yo le dije que algo muy malo iba a pasar; se los advertí y nadie me escuchó: Algo muy malo iba a pasar en este edificio.

Caminito abierto de cardos
la mano del tiempo tu huella borró
y a tu lado quisiera caer
y que el tiempo nos mate a los dos
(«Caminito». Carlos Gardel)
_________
* Natalia Suárez Jaramillo es estudiante de octavo semestre Comunicación social y Periodismo de la Universidad Jorge Tadeo Lozano, Bogotá, Colombia.

1 COMENTARIO

  1. Que buen cuento!, me mantuvo atrapado hasta el final.
    Hace participe al lector de la tragicomedia con una buena dosis de locura que da el amor.

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