Qué latigazo tan electrizante, fue como un susto de infancia elevado a la quinta potencia. Quedé aturdido y anonadado.
¿Alguna vez les ha ocurrido que pierdan la continuidad de los hechos de la vida? Me atrevería a asegurar que todos hemos vivido esos momentos insólitos en los que parece faltar una pieza y, en un momento, estamos en un sitio y unas condiciones y al instante siguiente nos hallamos en otro tiempo y en otras circunstancias.
¿Cómo explicarlo? Es como si un pedazo de nuestra vida hubiera transcurrido en nuestra ausencia y, aunque algo nos dice que hemos vivido ese transcurso, todo lo ocurrido permanece para siempre clausurado.
Bueno (espero haberme explicado), pues algo similar me sucedió en ese momento en que desnudo, chamuscado, con los dedos de una mano estropeados y ligeramente descamado, busqué refugio en un árbol y cayó un rayo de elevadísimo voltaje que fue hasta las raíces a buscarme.
Por más que lo he intentado no he podido entender cómo llegué hasta la fuente de ese parque, o mejor, cómo llegué a ser la fuente del parque o, para ser más exactos, cómo llegué a ser uno de los angelitos que arrojábamos chorritos hacia la pileta circular.
Antes de contarles cómo salí de este apuro (porque es evidente que salí, y más pronto de lo que era de suponer, porque, si no, no estaría aquí, a esta hora de la mañana —ya casi del mediodía— contándoles mis hazañas… Tiemblo al hablar de hazañas, cuando uno dice hazaña suele pensarse en grandes causas, pero en toda esta aventura mi modestísima causa era poder escabullirme del ataque que me lanzaban los hados), quisiera contarles lo que se siente cuando uno se convierte en angelito de basalto que arroja un chorrito de agua a la pileta de un parque: es una sensación extraordinaria.
El parque estaba ocupado por ancianos y parejitas de enamorados que, entre abrazos y secretos, se dejaban embriagar por la agradable sensación de no creerse solos.
En medio del desconcierto que produce haber pasado de ser un pez desesperado y herido junto al tronco de un árbol, a ser un angelito que arroja chorros de agua en la plaza de una ciudad remota, había algo placentero en la frescura que viajaba por mi cuerpo, llegaba luego hasta mi boca de cachetes inflados y acababa por salir a través de una larga trompeta. Había algo de adormecedor y tranquilo en el ruido del chorrito al caer en la pileta, en el coro ronroneante que formaba con los otros tres ángeles colegas de fuente.
Después, cuando la mañana volvió a ser agitada, cuando caí en el volcán, cuando me vi convertido en doncella, en secuoya en apuros, en pterodáctilo, procuraba calmar los sofocos del instante recordando la paz que viví durante casi media hora siendo un ángel.
Me pregunto… parece que viene alguien, oigo pasos y un sobresalto ruidoso se ha apoderado de mis vecinos. Decía que me pregunto… sí, es un hecho, las jaulas se entrechocan y se suman a las quejas en un estruendo desesperado que reclama libertad o, si la libertad es imposible, por lo menos un trato que sea digno o, si la dignidad es imposible, por lo menos comida, comida al menos, que hace hambre y, si todos han tenido que pasar por tantas pruebas como las que yo he pasado esta mañana, el hambre es descomunal y pide a gritos ser saciada.
Me pregunto, decía… parece que llegan soluciones, me parece ver ya las sombras detenerse en las jaulas vecinas, me parece notar que la llegada de la sombra a cada jaula trae una calma contenida al encerrado, una mezcla de odio y reverencia.
Lamento no tener tranquilidad para contar con lujo de detalles todo lo que ha venido a sucederme esta mañana. Algo me dice que la historia puede interesar a muchos y, quizá, ser portadora de enseñanzas. Siento que pocos en el mundo han llegado a vivir para contar anécdotas tan extremas como las que viví entre diez y diez y media. Pero ahora parece que sólo una cosa es verdadera: el hambre que me aqueja.
Si pudiera ver al menos a alguno de mis vecinos, si pudiera intercambiar opiniones con ellos, si pudiéramos hablar cuando las sombras no están cerca, empezaríamos al menos a entender lo que nos pasa, las razones que nos tienen encerrados, aliviaríamos nuestras penas con el exiguo consuelo de la desgracia múltiple o ajena, llegaríamos incluso a deducir qué futuro nos espera, podríamos vivir con la ilusión de poder modificarlo.
Sé, porque la vibración así lo dice, que el que habita la jaula a mi derecha tiene una fuerza furiosa y esporádica. Cada cierto tiempo empieza a sacudirse con un frenesí demente, golpea la jaula, corre de un lado a otro en la estrechez de su celda, se hiere —porque no es posible quedar indemne después de tanta ira atropellada— para después sumirse en quietudes jadeantes, en reposos coléricos.
A mi izquierda en cambio hay un lamento callado y doloroso, un llanto delgado, nostálgico, una rebelión quejumbrosa contra la fatalidad.
Yo, por mi parte, tiemblo y pienso. Pienso, porque lo único que tengo es mi pensar. Pienso y pienso y pienso hasta quedar exhausto y entonces sigo pensando. Me acerco a la reja con intención de golpearla, de golpearme, de destruir alguna cosa —la reja o mi cuerpo— pero pienso y me contengo. Más tarde me acurruco en una esquina de la celda y me dispongo a llorar y a quejarme, pero pienso y me quedo en silencio, pensando, pensando que pienso, pensando que pienso que pienso, tratando —sin pausa— de entender, buscando la manera de escapar, afilando sin descanso las garras de mi pobre pensamiento.
Sólo a las diez y media empecé a vislumbrar un asomo de orden en mi tormento. A esa hora me convertí en perro y, después de todo lo vivido, la persecución y el encierro no me parecieron graves ni me causaron heridas notables. Hace ya más de una hora que no hay cambios sustanciales y suplico en silencio que las cosas empiecen a sosegarse.
Ahora hay quietud a mi derecha. Ha llegado la sombra a visitar a mi vecino. Una lámina oxidada me impide ver a ese compañero de desgracia que imagino grande, juvenil, irreflexivo, con su fuerza —su razón de ser— prisionera y humillada. Pero si toco la lámina que nos separa puedo sentir un movimiento uniforme con textura de rugido.
Pegándome a las rejas del frente, puedo ver algunos movimientos de la sombra, que desde allí no es sombra sino hombre, sucio y mal vestido, con unas botas de caucho que le llegan hasta las rodillas. Lo veo pasar un palo por la reja para obligar al prisionero a quedarse en el fondo. Lo veo abrir la puertecita diminuta que hay en el piso, lo veo pasar un plato de aluminio con comida. Golpea con el palo y ríe.
Pienso en el hambre como una mancha de vacío que crece dentro de mí y que me carcome, que puede incluso llegar hasta mi piel y disolverme. Pienso si no será mejor, después de todo, renunciar a comer, escapar para siempre al devenir de mis instantes.
Soy una oquedad ansiosa cuando lo veo llegar. Le muestro que conmigo no será necesario usar el palo. Me voy hasta el fondo y lo miro, busco que sus ojos se encuentren con los míos, pero es irreflexivo, inconsciente, insensible. Jamás podría entenderme, jamás podría considerar por un instante mi existencia. Sus pensamientos son un burdo tejido de estruendo y de furia. Para él no existo, sólo soy algo que puede venir desde el fondo de la celda y morderle la mano. Llama inteligencia al estado de alerta con que se dispone a adivinar ese propósito para impedirlo y reprimirlo.
Ahora se ha ido. Me llega la queja de la celda de la izquierda, el silbido, mucho más alto, mucho más agudo. El grito del hombre que dice: «No llores, cobarde» y el ruido del palo contra una superficie donde el eco se hunde.
Miro mi plato y como, en el instante mismo en que desfallecía. Pero me obligo a refrenar la impaciencia. Miro la lámina que me separa de la queja, hay una grieta que antes no había visto. Es un tipo pequeño, con un mechón de pelo que le cubre la frente. Hunde su rostro con avidez en la coca de aluminio, se embadurna con esa sopa grasosa que al momento empieza a endurecerse en su pelo. Recibe casi con gratitud los golpes furiosos del hombre en su lomo. Levanta la vista al frente. Se queja. Vuelve al plato. Levanta la vista. Se queja agradecido.
Pero me canso de ver eso y vuelvo al plato y como, lamo, sorbo, muerdo con un temblor frenético que me cuesta apaciguar. Pienso que, si lograra liberarme del pensar, todo sería más soportable. Siento el paso desde el hambre hasta el alivio y después hasta la hartura. Dejo que me envuelva una agradable somnolencia. Tranquiliza saber que no hay un techo que pueda caerme encima mientras duerma.
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* Gustavo Arango es profesor de literatura latinoamericana en la Universidad del Estado de Nueva York, sede Oneonta. Es Comunicador Social de la UPB y recibió los títulos de Master of Arts y PhD en Literatura de la Universidad de Rutgers (New Jersey). Es autor de varios libros de cuentos y novelas, entre ellas El país de los árboles locos y El origen del mundo, finalista del Premio Herralde 2007. Como periodista, fue editor del suplemento Dominical del diario El Universal de Cartagena y recibió el Premio Simón Bolívar en 1992. Ha publicado varias recopilaciones de sus crónicas y artículos de opinión, así como los libros de investigación periodística Un ramo de nomeolvides: García Márquez en El Universal y Un tal Cortázar.
El presente texto es un fragmento de la novela «La risa del muerto», cuya primera edición colombiana será presentada este mes de abril de 2012 por la editorial UPB. Esta novela recibió en Nueva York el Premio Internacional Marcio Veloz Maggiolo, 2002, para novelas escritas en español en los Estados Unidos.
Me ha gustado mucho este original fragmento del autor.
Te felicito por tu gran imaginación y por el libro, deseándote éxitos. Un abrazo fraternal, Chente.