OLOR A MUERTE
Por Jorge Salavert*
No es que mi padre le tuviera miedo a la muerte, pero lo que hizo aquella tarde desafiaba a todas vistas la lógica. Eso de parar el coche, bajarse y conminarle a aquella mole humana ebria que, a empujones y con un puño en vilo, amenazaba con pegarle una paliza a la pobre chica, que estaba aterrorizada, y el tipo que no paraba de repetir que iba a matarla si no se iba con él. Mi padre no conocía ni a uno ni a la otra, pero en su mirada vi una determinación ilimitada, como si nada ni nadie pudiera pararlo, o como si el mundo o la vida le debieran algo. Y quizá fuera así.
La había visto, la muerte, tan de cerca, que solía contar en voz baja, a quien quisiera escucharle, que incluso pudo olerla. Aunque yo estaba con él cuando la vio, la verdad es que apenas recuerdo aquel momento, pues yo tenía cinco años. En realidad, yo estaba en sus brazos. Ahora sé que lo contó en numerosas ocasiones: cómo fue que casi me perdió aquella mañana en que el océano devoró la tierra y se llevó para siempre a mi hermana. No volví a verla nunca más.
La muerte pudo habérsenos llevado a todos; y si no regresamos los cinco a casa en cinco ataúdes, fue porque la suerte así lo quiso, o porque, al menos en mi caso, mi padre de algún modo se negó a que nos tragaran las fauces de aquel monstruo de agua negruzca, haciéndole frente a duras penas al muro de agua que surgió del mar y se nos vino encima, arrasando todo lo que había en aquella playa. No me pregunten cómo lo hizo, porque yo no lo recuerdo; lo único que recuerdo —y muy vagamente— es una fuerte sensación de miedo. Pero el caso es que me salvó, y se salvó.
En realidad, mi padre nunca se sobrepuso a aquello. Lo recuerdo muchas mañanas, a la hora del desayuno, con la mirada perdida en un punto indefinido de la casa, mientras casi por inercia iba mordisqueando las tostadas con jamón y tomate espolvoreadas con sal y pimienta que tanto le gustaban. Durante muchos meses después de aquella mañana de pánico y terror para todos, y los muchos días de dolor que siguieron, lo veía muchas mañanas con los ojos enrojecidos. Había estado llorando desde que se despertaba, a veces a horas intempestivas. La verdad es que después de aquel aciago día, sé que nunca volvió a dormir como solía hacerlo.
Una mañana, a la hora del desayuno, aparecieron en la televisión las imágenes de un enorme barco que había encallado en un arrecife en las costas de Nueva Zelanda; podíamos ver infinidad de contenedores precariamente apilados. Mamá nos explicó que los contenedores transportaban muchas cosas diferentes: desde juguetes hechos en China a automóviles, y que en alguno de ellos una familia tenía todas sus cosas. Fue entonces cuando mi hermano recordó que a nuestra hermana la habían traído en una caja de madera en el mismo avión que regresamos nosotros a la vuelta de aquellas vacaciones. Mi padre, que estaba de pie, se giró entonces hacia el fregadero, y me dio la impresión de que estaba buscando algo afuera, en el firmamento, y que no quería que nosotros viéramos lo que miraba.
Mis recuerdos son confusos: de los cinco años anteriores a aquel cambio que trastocó nuestras vidas guardo sensaciones e imágenes, algunas vívidas, otras borrosas. Creo recordar que, durante un largo tiempo, especialmente en las gélidas mañanas de invierno, nada más despertarnos, los tres —mi hermana, mi hermano mellizo y yo— íbamos a la habitación de mis padres y nos acurrucábamos en su cama, una cama que por entonces me parecía inmensa.
Allí en la cama, lo primero que queríamos cada mañana era jugar. Nos encantaba que Papá nos asustara. Era una mezcla de miedo y excitación alborozada: a sabiendas de que lo que hacía era mentira, con vozarrón ronco y en un tono serio e imperioso nos hablaba. Nos decía que durante la noche una bruja lo había hechizado, y que si no le dábamos un beso rápido se convertiría en un ogro y nos comería en el desayuno. De inmediato comenzaban sus rugidos, y a los tres nos entraban el miedo y la emoción de un peligro que sabíamos que era en realidad puro fingimiento, pero no por ello menos real.
Cuando éramos muy pequeños, mi hermana disfrutaba de hacer representaciones de los cuentos que por las noches nos leía Papá. Mi favorito era Los tres cerditos. Papá, claro está, era siempre el Lobo, malo y feroz. En la casa teníamos tres dormitorios: el de mi hermana, el nuestro y el de nuestros padres, unidos los tres por un corredor de apenas cinco metros de largo. El piso era de madera, y en determinados lugares que Papá había memorizado, crujía. Cuando se acercaba sigilosamente al cuarto donde estaba yo, el primer cerdito, Papá evitaba pisar en los tablones que crujían. Yo aguardaba, entre risas y con los nervios propios de aquel juego, a que llegara Papá y diera tres golpes secos en la puerta: «Toc, toc, toc: CERDITO, CERDITO, ¡ABRE LA PUERTA!» Su vozarrón era suficiente como para asustar al más pintado, pero lo mejor era que podíamos jugar a aquel juego que tanto nos asustaba y excitaba, a sabiendas de que no entrañaba ningún peligro.
La verdad es que hasta entonces, nos había encantado jugar a pasar miedo. Otro de nuestros juegos de miedo favoritos era cuando Papá se metía en el vestidor de su dormitorio y dejaba la puerta entrecerrada; de pronto empezaba a dar gritos y a pedir socorro. Aunque sabíamos que era mentira, era tal el grado de angustia en su voz que nos aterraba la idea de entrar en el vestidor, pero Papá nos llamaba por nuestros nombres y nos apremiaba a ayudarle porque un monstruo le estaba devorando. Nuestra excitación no tenía límites, y le rogábamos que saliera de allí porque esa mezcla de miedo y animación resultaba insoportable.
Nunca más volvimos a jugar a aquellos juegos en casa, y lo cierto es que no los extrañé para nada.
De algún modo, tuve siempre la intuición de que mi padre tenía como una cuenta pendiente con la muerte: desde aquella mañana en que la había visto tan de cerca que la había podido oler, parecía como si la parca le hubiera arrancado de una dentellada una parte de su ser y él supiera que, de algún modo, llegaría el momento en que aquella volvería a cobrarse lo que le faltaba.
En los años siguientes a aquel día, siempre que el tiempo lo permitiera, mi padre se ponía con frecuencia las ropas que llevaba puestas aquel día en que murió mi hermana: unos pantalones cortos azul marino y una camiseta de un rojo granate de mangas cortas, como si él pensara que al volver a vestirse con las mismas ropas que llevaba puestas aquella mañana del tsunami estuviera emplazando a su sino a buscarle de nuevo, como si quisiera una nueva cita con el destino.
Pero no creo que él buscara ese momento premeditadamente: era más bien una suerte de resignación, como si al ponerse esas ropas hubiese lanzado unos dados invisibles de una partida irracional y aleatoria que secretamente deseara perder.
De modo que cuando el mastodonte ebrio —un tipo enorme de casi dos metros, musculoso, fornido y que rebosaba agresión en su mirada nebulosa— oyó que mi padre le decía «¡Basta! Déjala en paz», se giró y se encaró con él. A la borrachera se sumó la frustración de ver cómo la chica se alejaba corriendo avenida abajo en cuanto se pudo zafar de las garras de aquel energúmeno. Mi madre, mi hermano y yo, todavía dentro del coche, contemplamos como a cámara lenta cómo aquel sujeto colérico agarraba a mi padre por el cuello de la camisa, lo levantaba en vilo y lo dejaba caer de espaldas en el capó del coche. Mi padre hizo un ruido sordo pero no se quejó. El hombre levantó los brazos, dispuesto a darle más estopa.
Fue entonces cuando mi madre se bajó del coche y, con los ojos clavados en el agresor, le gritó: «¡Anda, pégame a mí, si es que eres un hombre de verdad!»
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Estuvimos todos muy callados en el viaje de regreso a casa. Papá pudo conducir, el golpe en el capó le hizo daño, pero no fue nada grave. Esta vez, iba pensando yo, Papá había tenido suerte. Él no nos dijo nada, o quizá solamente hablara de cosas mundanas en todo el trayecto de regreso, pero sí puedo decir que en los ojos de mi padre, que podía ver en el retrovisor, aprendí ese día el sentido de la palabra dignidad.
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* Jorge Salavert (Valencia, España, 1964) vive en Australia. Ha autopublicado un libro de poemas (Lalomanu), además de poemas, reseñas, ensayos, estudios y artículos varios sobre literatura y traducción. Jorge ha trabajado de profesor de idiomas y como traductor e intérprete, y en la actualidad está inmerso en la traducción al inglés de un libro del siglo XVI redescubierto recientemente. Jorge es vicepresidente de la Asociación de Escritores Multiculturales de Australia.
Necesitamos más que nunca ser personas dignas y educar a nuestr@s hij@s en la dignidad,debemos dejar de ser islas egístas para crear un mundo más justo. Me ha emocionado y conmovido de nuevo tu relato.Muchas gracias.