Literatura Cronopio

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Dos dias

DOS DIAS

Por Erasmo Pedro Sondereguer*

Iba manejando con el pensamiento fijo en Clara.
Luego de la separación, se encontraron.
Se detuvo ante el semáforo en rojo.
Decidieron estar dos días juntos.
Ya en la carretera, aceleró. Había poco tránsito.
Ella hizo la comida. Luego de cenar, se acostaron.
Eran las dos de la tarde. Frenó ante un restaurante.
Pasaron la noche sin dormir. Felices.
Nuevamente en la ruta. Clara lo amaba.
Desayunaron a las cinco. Se acostaron otra vez. Sin desearlo, se quedaron dormidos.
Aceleró más.
Ella se había levantado antes. Sentía la lluvia en el baño y a Clara que cantaba. Fue hasta allí y sin golpear, entró.
Encendió la radio del coche. Sonrió ante la música.
Esos dos días, vividos con Clara, los recordaba continuamente,  continuamente. Clara lo amaba y él amaba a Clara.
Luego de la separación se encontraron.
Decidieron pasar dos días juntos…

Le dejó una nota:
«Mi querida Clara.
»Me alejaré por un tiempo. Quiero pensar en nosotros. Volveré.
»Te amo.»
Ella regresaría de la casa de su madre y se encontraría con la nota.
Pidió unos días de permiso en su empleo y alquiló una habitación en un hotel.
A veces pensaba que ella vendría. La aguardaba continuamente. Y esos dos eternos días, habitaban siempre en él. ¿Por qué solamente ese pequeño lapso? ¿Y los dos años vividos en común? Sólo figuraban, como una borrosa imagen cotidiana. ¿Habían sido felices? Sí… ¿No se estaba mintiendo?
Transcurrió una semana. Deseaba verla. Abrazarla, besarla, decirle…
Detuvo el automóvil y corrió hasta la casa.
Luego de comer se acostaron. No durmieron en toda la noche.
A las seis de la mañana, Clara preparó el desayuno. El tostó el pan. Eran felices.
Volvieron a la cama. Después, se durmieron.
Cuando se despertó, oyó cantar a Clara en el baño. Fue hasta allí, abrió la puerta y entró.

MI PRIMERA PIBA

Pasaron años. El silencio los puebla. Veo una luz que se desliza por los recuerdos. Estoy saltando en la rayuela, que en el suelo hemos dibujado con tiza. Y luego aquel juego: cachurra montó a la burra. Éramos una simpática barra, que transcurría algunas horas, sentada a la vera de un negocio. La librería, juguetería y demás afines, de Don Nicola. Tano bonachón y también algo rabieta. Y a veces la vieja me iba a buscar, cercana la medianoche. No había gran enojo en ella, pero sí algo de temor y fastidio. No hacíamos nada malo, boludeábamos. Y el cana, amigo de la vecindad, sonreía al pasar. Y nosotros sabíamos que con él, la ley era de hierro y no se oxidaba.

Y un día apareció esa niña, la que indeleble quedó en mí. Dulce, carismática, preciosa. Está allí, diciéndome con sus ojos, su mirada cálida. Y a pesar de cierta timidez, me sonríe. Me sonríe como nunca me han sonreído. Mi primera minita. Su nombre revolotea como avecilla candorosa. (Los recuerdos me ponen dulzón y cursi también, pero qué importa). Camino muy despacio y no es por los años que podría pensarse que me pesan, no. Sólo que en mi recorrido estoy viendo. Estoy escuchando. Estoy sintiendo. Y pese a que el barrio ha cambiado: edificios nuevos, todavía se conserva aquel en el que pasé mi niñez. No nací allí, pero eso no tiene mucha importancia. Yo tenía casi tres años cuando con mis padres y mi hermano mayor, fuimos a vivir ahí. Miro esos muros. Esas puertas. Ese largo pasillo, donde casi al terminar, estaba nuestro departamento de tres habitaciones, con un pequeño altillo, un diminuto baño y una cocina algo más grande. Y el patiecito trasero, donde jugábamos con mi hermano, algunos vecinitos y  vecinitas. Recuerdo especialmente a dos. Una con la que fingíamos casarnos, imaginando también la luna de miel y la noche de bodas. Y con la otra (que era tan linda) me posesionaba del papel de médico. Y la preciosa paciente se prestaba al examen sonriendo y riendo con picardía.

Sigo caminando, la película continúa y yo viviendo en ella, observando en el biógrafo, instantes de vida.

Doy vuelta en la esquina. Como duendes traviesos (¿no lo son, acaso?), los recuerdos corren divertidos detrás de mí. No sé por qué me vuelvo. Se destaca entre todos, con la nitidez de su presencia. Está igual, como el día en que nos conocimos. Me mira, sonriéndome dulcemente. La veo acercarse. Me toma una mano. Caminamos juntos. Increíble lo que estoy viviendo. ¿O increíble lo que estoy soñando? No. No lo es. Caminamos unas cuadras. El paisaje urbano queda atrás. Ahora hay árboles, que formando un arco de follaje, hacen un techo sobre un sendero por el que vamos. Como si hubiese surgido de golpe, veo una casa, semejante a las que aparecen en las ilustraciones de algunos cuentos clásicos. Mi niña abre la puerta, y continuando de la mano, entramos a la casa. Casi en medio de la sala, una anciana se halla sentada en una mecedora. La viejita tiene más o menos mi edad.

—Ahora soy así —me dice y afirma— No recuerdas mi nombre
Me siento avergonzado.
—No —pronuncio, casi gimiendo.
—Mi nombre es Melisa.

Y otra vez nos vemos niños, mirándonos al conocernos. Sintiendo las sonrisas burlonas de nuestros amigos. Nada nos importa. Nos hemos encontrado.  Vivimos. Estamos viviendo. Subimos a la mecedora.  Uno junto al otro. Nos mecemos. Hay un aire suave que nos llega.

—Es el aire de la nostalgia —pronuncia, Melisa.

Y dos niños inmóviles, como congelados en el tiempo, están cerca. Y simultáneamente, en nosotros, aguardando una señal para volver a ser.

Y en la sala de aquella casa, dos ancianos se mecen. Y a unas pocas cuadras, un viejo edificio continúa envejeciendo.
_________
* Erasmo Pedro Sondereguer es poeta y escritor argentino (Buenos Aires, octubre 29 de 1939). Escribe desde los doce años alentado por su padre, quien también era escritor. Publicó un poemario en 1970: Canto y Realidad. Y una novela, en 1994: Regresa para Regresar. También ha publicado poemas, cuentos en revistas e Internet, a saber su novela Expiación, editorial elaleph. También publicó en una revista y dos periódicos de México. Actualmente vive en ese país.

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