AFUERA
Por Daniela Camero Rosso*
Juan tuvo un año digamos que particular, terminó con su pareja de seis años, porque se enamoró de otra persona. Realmente no fue esa la única razón, ya había pasado un año desde la última vez que se había sentido enamorado de ella y cuando llegó Julia recordó lo que era sentir que el universo estaba a su favor.
El año acababa de terminar y sintió que necesitaba un día o dos para lograr un cierre de lo que había sido. Así que tomó su auto, salió de la ciudad y manejó cuatro horas hasta llegar a la playa donde llevaba a todas sus chicas. El color del agua no era tan especial, pero la arena era blanca y fina y, lo más importante, casi nadie la conocía, así que siempre estaba sola.
Solo llevó unos parlantes, su ‘Ipod’, una botella de vino y otra de agua, unas galletas y un libro de Borges, porque sentía vergüenza de decir que nunca había leído un libro de él.
Colocó algo de rock argentino, que tenía tiempo sin escuchar, se sirvió una copa de vino tinto y se sentó a ver cómo anochecía.
Sintió que algo le molestaba detrás del cuello (como en el segundo chakra), al tocarse palpó algo voluminoso, como un lunar muy grande que nunca había notado que tenía. Cuando lo empezó a halar salio una gavetita, pequeña, similar a la de un joyero. Al sacarla sintió un «crack» detrás de su cuello y comenzó a escuchar el sonido del agua, no entendía de dónde venia, hasta que de repente la sintió fluir dentro de su cuello. Si hubiese podido verse la nuca se hubiera dado cuenta que tenía una mini cascada dentro de sí.
Al acercar la gaveta a su cara, oyó la voz de una mujer y se dio cuenta que en la cajita había un riachuelo, rodeado de piedras y una mujer sentada sobre una de ellas. Introducía su mano en el agua y decía: «agua do río, lava os meus olhos, lava o meu Coracao». Lo repetía una y otra vez como si fuera un mantra.
Era hermosa de una forma no convencional. Tenía el pelo negro, largo y liso, la piel blanca, que incluso a la distancia era notorio que no era tersa. Su cuerpo era hermoso, aunque su rostro parecía el de alguien de 70 años, pero seguía siendo bella. Tenía una imagen de paz en su cara, como si no existiera nada malo en el mundo. Estaba sola y se sentía tranquila, era evidente que no sentía miedo. Al entrar la luz a la gaveta no se inmutó, era como si él no existiera.
Después de verla por un tiempo se percató del parecido que tenía con su madre, al menos físicamente, aunque su madre era más hermosa y definitivamente no se caracterizaba por tener paz. Había pasado meses desde la última vez que la vio. Siempre vestía igual: con faldas de colores, zapatos de tacón y una camisa negra. Su madre no sabía cantar, pero siempre recordaba con orgullo que «os desafinados también tem um coracao».
Esta otra mujer, que estuvo literalmente dentro de él, sí podía cantar, era como escuchar a Lorenna McKennit con una voz un poco mas grave. La saludó repetidas veces y ella no le respondió, era claro que no lo estaba ignorando, tan solo no lo escuchaba. Le dio miedo tratar de tocarla, ella se veía tan pequeña y frágil y su mano fue siempre tan torpe…
Así que finalmente decidió volverla a guardar en su nuca, esperando que el agua que seguía cayendo dentro de él no le afectara; aunque parecía claro que ella ya tenía un tiempo ahí y parecía no tener problema con el agua.
Se quedó satisfecho al pensar que cuando quisiera podía volver a escucharla.
Al guardarla volvió a escuchar el mismo «crack» en su nuca y el sobresalto le llevó a preguntarse si tendría muchas más gavetas en su cuerpo que desconocía. Se sobresaltó más aún cuando se dio cuenta que en vez de vomitar conejitos, podría estar abriendo gavetas por el resto de sus días. Pensó que quizás era mejor vomitar los conejitos, al menos así podría jugar con ellos; pero ¿qué tal si dentro de las otras gavetas habían más personas que no podían oírlo?
Se sintió azul en el sentido inglés de la palabra. Siempre pensó que el español tenía muchas más formas de expresar las cosas que el inglés, pero nunca encontró una expresión más hermosa que estar azul («to be blue»). Era mucho más sutil que decir: estoy triste.
Pensó que sería lindo que en vez de decir «estoy feliz», dijéramos «estoy amarillo» o mejor aún que cambiáramos de color, como las caricaturas cuando se molestan y se ponen rojas. Concluyó que terminaríamos siendo una especie de tornasol, porque finalmente nunca sentimos solo una emoción.
Se quitó los zapatos y sintió la arena y al ver sus pies entendió que no solo se sentía azul emocionalmente, sino que se estaba volviendo azul; pero no cualquier azul, era turquesa, como el del mar caribe, color que lo acompañó desde su infancia y que jamás comprendió, porque era demasiado bello para ser real.
Comenzó a darse cuenta de si mismo, a sentirse no solo por fuera, sino por dentro, logrando abstraerse de tal forma que veía cómo la cascada que salía de su cerebro lo iba inundando poco a poco.
Recordó a la persona en su cabeza, que no era él, percatándose que algo había cambiado cuando la vio y que era ella la que lo estaba llenando.
Podría acostumbrarse a la sensación de inundarse, como alguien se acostumbra a estar aburrido.
Luego pensó que quizás el vino combinado con el cansancio del camino, le habían afectado y que probablemente lo que veía dentro de sí era el reflejo del mar frente a él. Se fue al auto, bajó las ventanas y se acostó a dormir.
El calor del sol que salía lo despertó, se quitó la ropa, se miró de pies a cabeza y se dio cuenta que el azul de la noche anterior había desaparecido, confirmando que había tomado de más.
Entró al mar y salió después de lo que calculó fue una hora. Su madre lo había metido en una piscina a los dos meses de vida, por lo que siempre que estaba en el agua se sentía en casa.
Se tiró en la arena y se sentó a leer acerca de libros inexistentes sobre países ficticios. Recordó su propia ficción y se tocó detrás del cuello, pero no sintió nada fuera de lo normal. Fue al pueblo, comió un pescado frito y regresó.
Tuvo la sensación que quizás su gavetita solo salía en las noches y que no se había dado cuenta antes porque dormía o porque estaba distraído. Así que al llegar la noche probó de nuevo y «crack», efectivamente estaba ahí la gaveta. La haló con cuidado para no turbar la tranquilidad de la mujer dentro de él.
El paisaje dentro de la cajita había cambiado, ya no estaba colmado de agua, sino de lo que él creía era una selva tropical. De hecho, se dio cuenta que ya no fluía agua dentro de sí. Quizás las matas crecieron gracias a tanta agua y la ocultaron después.
Dentro de la pequeña selva observó un lindo espacio de estar, con muebles de madera, evidentemente hechos a mano y una pequeña casita detrás de ellos.
Sentada en una de las sillas, la mujer del día anterior leía un libro. Era tan diminuto que no consiguió leer el título, pero en letras grandes decía: HUXLEY. La mujer leía a su autor favorito.
Repentinamente ella se volteó y vio hacia arriba, observó a Juan directamente a los ojos y cerró el libro.
Juan sintió una extraña sensación al percatarse que la hermosa mujer había envejecido unos 30 años, era como si hubiese envejecido al tiempo que las matas se apoderaron de su interior.
—Bienvenido a ti.
—¿Quién eres?
—A algún señor barbudo le gustaría decirte que soy tu inconsciente, pero yo prefiero decir que soy una versión impositiva de ti. Te digo qué soñar, qué sentir y, pocas veces, qué pensar. Quizás por eso tomo forma de mujer —y ríe.
—Creo que lo realmente extraño es que tengas alguna forma.
—Pensé que sería más fácil para ti asimilarme como persona, pero ahora que lo analizo, no debe ser sencillo imaginarse a una personita dentro de ti, manejándote en una especie de torre de control.
—No.
—Digamos entonces que soy un pequeño pedazo de ti que pronto desaparecerá. La pregunta es ¿Por qué quieres verme desaparecer?
—No quiero.
—Pero fuiste tú el que me sacó de nuevo.
—Para verte, porque hace mucho tiempo que no estaba solo y quizás lo que quiero es compañía.
Después de un largo tiempo de silencio, la mujer le preguntó:
—¿Qué es lo que más te gustó de Huxley cuando lo leíste?
Juan iba a preguntar que cómo sabia que lo había leído, pero se dio cuenta de su estupidez y dijo:
—Su certeza y su claridad. Incluso al haber consumido opio, su forma de explicar su mundo era simple y coherente, totalmente seguro de sus ideas y prematuro con respecto a las de los demás.
—Tu siempre tan racional. Cualquier persona habría mencionado, que le gustaba su forma de crear mundos.
—Pues también, pero no es que sea excesivamente racional por pensar lo otro. Simplemente añoro comprenderme a mí mismo de la forma en que él lo hacía, ya que solo así podría llegar a comprender a los demás.
—En esa necesidad de comprender todo es donde radica tu excesiva racionalidad.
Juan se asustó al darse cuenta que tenía toda la razón y que siendo así no podía dejarla un minuto más fuera de él, porque no la podía dejar desaparecer. Tenía que convertirse en la mujer para que realmente ella nunca desapareciera. Quería ser una de esas personas que se dejan llevar por los momentos, que no planifican todo, quería vivir más momentos como los de este viaje, donde no le hizo falta mucho para estar tranquilo. Tenía que ser como la mujer dentro de él, tranquila en una silla, sin miedo a la soledad o a la compañía, leyendo el libro de su vida.
Sin explicarle nada y sin decirle adiós, la guardó por última vez dentro de sí. Comprendió que no la volvería a ver, que no sería como con los conejitos. Se despidió de la mujer y guardó de nuevo la gaveta, entendiendo que este era literalmente el cierre que necesitaba.
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* Daniela Camero Rosso es estudiante de octavo semestre de Bellas Artes de la Universidad Jorge Tadeo Lozano de Bogotá.