Literatura Cronopio

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Espiral

ESPIRAL PSICOLÓGICA

Por Juan Fernando Ramírez Arango*

Hay una regla no escrita en la práctica psicológica: Nunca involucrarse a partir del segundo caso atendido; lo que deja la puerta abierta para meterse de lleno en el primero, oportunidad que ningún psicólogo en sus cabales dejaría escapar, porque es la única vez que a ciencia cierta se ejerce esa profesión, el resto de las veces sólo hay que seguir al pie de la letra los manuales, algo así como vender tiquetes para abordar cualquier caso en el tren de lo sustancial, o regirse por la ley universal del mínimo esfuerzo que obliga a embarcar lo descarrilado en un viaje sin rumbo fijo.

Una vez aceptada la oportunidad del primer lance, los psicólogos nos convertimos, en consecuencia, en taquilleros de la nada, un eufemismo para burócrata en mi caso. Yo dije sí, y esa afirmación fue algo rayano en lo biológico, tan sencilla y natural a la vez como el llamado infantil para escupir a la fuerza de gravedad desde el balcón de la casa. Cinco de cada cien veces el esputo da en el blanco, y sólo así, aún con las probabilidades en contra, se tiene una historia que contar.

Convertidos en esa suerte de taquilleros de la nada odiamos el presente y añoramos el pasado. Mi primer paciente también padecía esa misma sensación. Yo, por el contrario, más bien la disfruto, aunque a la manera de una pulsión negativa. La disfruto como si fuera la negación de un viaje en el tiempo, lo último que quisiera encontrarme en el camino es una novedad. Odio la cartelera de cine, los estantes de las librerías, las cajas del Éxito, todo lo que no tenga al menos un par de décadas de polvo encima: I love made in pátina; odio a Google, el buscador usurpador, y a las comunidades virtuales y su culto al Cyber-shot, primero la muerte que una fiesta sorpresa de amigos Facebook. A eso lo llaman miedo escénico o misoneísmo, y la única cura garantizada, según el manual, sería vivir la vida como una secuencia incesante de acciones, seguir instrucciones simples, conjugar el mundo en modo imperativo. Esa fue la solución que esgrimí ante el problema de mi primer paciente. Al menos en la primera sesión. Allí lo traté como se trata a alguien que, sabía, estaba subestimando, es decir, como consecuencia de los golpes de la primera impresión. Composición que trazo como resultado de la suma de lo más aparente, los logotipos que las personas llevan encima, la materia de la fisiognomía del Siglo XXI. Aquella vez, sin embargo, no tenía el lápiz tan afinado como ahora, los trazos no eran guiados por un marco teórico bien definido, aún no había descubierto una identidad fundamental para el estudio del carácter figurado de las personas: en la realidad que representan los logotipos de las marcas, el holismo y el atomismo son la misma cosa. Es como si la personalidad del mundo descansara sobre una pieza de LEGO como piedra angular.

Él calzaba unos Nike, específicamente, unos Nike modelo Cortez de color cian y logo negro. Con los que, supe después, había establecido una relación especial. Cuando, como ocurre en el tercer mundo, los jóvenes en sus veintes sólo tienen la posibilidad de comprar unos tenis de marca cada 2.2 años, se crea un vínculo estrecho entre uno y otro, y, en última instancia, entre la marca y el comprador, y la marca, más que un producto, lo que vende es un estilo de vida. Por eso, diría él sardónicamente, estos Nike son las huellas de mi solipsismo. Yo no lo tomé así en la primera sesión, en la fisiognomía de los logotipos, un logo de Nike color negro significa ser un perdedor.

Mi nombre es Mónica Ríos, le dije no bien llené el formato con sus datos personales, la mano me temblaba, la derecha, soy derecha. Era un temblor innecesario porque llenar ese papel es un paso adicional innecesario, todo lo que es innecesario me trae fatiga mental, anquilosamiento, senectud; los pacientes ya han sido registrados en la recepción cuando ingresan al consultorio, además les entregan un formato igual al mío, algo absurdo, porque nadie que está cansado de sí mismo, y todos los pacientes están hartos de sí mismos, quiere repasar sus datos personales, lo que quiere es olvidarlos, o intercambiarlos con otra persona, animal o cosa. El formato de más, mi formato, es la cuña que equilibra la mesa burocrática, eso es lo que suelo pensar para justificarlo.

Me gradué en Eafit hace un año largo y trabajo desde entonces en la Universidad de Antioquia, en el bloque 22, tercer piso, consultorio número cuatro. Son cuatro consultorios consecutivos, muy pequeños, uno detrás del otro formando una escalera como la formación de Los cuatro jinetes del Apocalipsis, en ese caso yo sería el jinete que representa la muerte, y mi lápiz sería la guadaña.

Como a cada uno de esos jinetes dantescos, se nos entrega un cuarto del mundo, de la ciudad universitaria, la responsabilidad de mantener equilibrada la salud mental de nueve mil estudiantes. Gran compromiso. Toda una multitud que podría causar los peores disturbios si se le pinta color de rosa alguna causa perdida que seguir, elegir a un concejal o hacer que las registradoras del Circular Coonatra devuelvan nuevamente, por ejemplo.

Él tomó asiento y yo me desplacé desde mi escritorio hasta la silla en la que hago de sujeto que se separa del objeto. Crucé las piernas, lo hice para medir sus reflejos, para evaluar un posible estado de ausencia, llevaba una falda rodillera y él no se inmutó, luego la ausencia estaba presente, en algún punto su personalidad estaba fuera de sitio.

Sólo diré de él que, en aquel entonces, era estudiante de filología en séptimo semestre. Yo no sabía lo que era la filología, pero él lanzó una definición en broma, seguramente, con alguna base de verdad. La filología, dijo, es lingüística en la mañana, literatura en la tarde, y confusión en la noche. Y un filólogo, agregó, es un especialista en lagunas mentales. Lo que me causó mucha gracia.

Para darle cierta personalidad sonora, lo llamaré 71330, omitiendo los últimos tres dígitos de su carnet para no violar su intimidad. Mil combinaciones posibles son un seguro largamente suficiente para hacer de su identidad una generalización, un trasunto literario de psicologías primitivas como las de Bartleby o K., seres de los que no sabemos nada más que rumores, nada acerca de su pasado, nada acerca de sus complejos, ni un solo rasgo de su aspecto físico. En fisiognomía, serían la encarnación del recelo, semilla y fruto de la era del recelo.

Adelante, le dije. La interjección es la clase de palabra comodín del lenguaje, no hay nada mejor para romper el hielo. Gracias psique–manuales. Adelante, insistí.

71330: Ya he sufrido esto, lo he sufrido desde niño, pero mis viejos paliativos ya no funcionan. Los he intentado todos, acciones y más acciones, hasta he ideado y ejecutado algunas con cierto nivel de riesgo. A lo mejor la adrenalina es un factor a favor, un compañero de equipo. ¿Equipo? Mi naturaleza me obliga a ser solitario, solitario como una planta rodadora, de ella saqué la idea de las acciones. Jugar a las carreras con ascensores, por ejemplo, ellos por su cable y yo por las escaleras. Esperarlos en un quinto piso, entrar, oprimir a ciegas un botón, y salir a todo correr para encontrarnos simultáneamente en el tercero. La simultaneidad es algo satisfactorio, así debe ser la sensación de sembrar semillas de amistad. Quién sabe. Porque el amor sí lo he sentido y se me hace muy diferente, viene en formas asimétricas y desbalanceadas, como llegar a ese tercer piso una escala antes o una después. Eso es metafórico, acciones preciosistas o conceptuales. Pero también he hecho acciones con propósitos puramente cognoscitivos. Usando la curiosidad como pretexto quise descubrir cuál es la ruta de bus más frecuente de Medellín. Eso se puede hacer por teléfono, pero luego de dos llamadas no sentí esa línea de conexión. Es más de un centenar de rutas, lo recorrí en algo más de un mes. La ruta 316 de Santra es la más frecuente. Santra me resemantizó en nanosegundos el significado de la locución en un santiamén, en Medellín sería más justo decir en un santriamén. Como anexo, también descubrí que hay un punto realmente mágico en la ciudad, la única calle que transitan a la vez los tres circulares, el Circular Coonatra, el Circular Sur, y el Circular Intermedia. Cuando coinciden en esa calle, el smog se conoce a sí mismo, la materia se hace conciencia, en esa calle ocurre nuevamente el milagro de la vida.

El problema de 71330 era inclasificable, no estaba en los manuales, lo llamé estado especial que lleva a la inacción más extrema de todas, aquella que anula los alicientes vitales. 71330, de súbito, había dejado de hacer lo que más le gustaba, intentar hacer literatura, ya no podía escribir ni era más un lector voraz. Lector voraz, así lo dijo él, la única vocación distinta de escritor que, sin embargo, se puede transformar en escritor. A propósito, agregó él, los mejores adjetivos son los que terminan en zeta.

71330 estaba, pues, en una encrucijada literaria. Un buen día, en medio de un relato en el que intentaba explicar sus razones no biológicas para no reírse en medio del coito, quedó paralizado indefinidamente. Había perdido todos los caminos que conducen a la escritura. En el horizonte de la hoja en blanco, su silueta ya no era la de un lector de largo aliento, y ni siquiera la de uno de mediano fondo, se había quedado sin oxígeno de repente. Y aún siendo un vegetal, sobrevivía a la academia con ayuda extra, de parte de su novia y de parte del factor suerte, según él. Su novia le leía los documentos de las materias, había matriculado cinco pero la inmovilidad lo había obligado a cancelar dos. En cuanto a los trabajos escritos, se las había arreglado reciclando los de semestres anteriores, a un marco teórico de un trabajo viejo le agregaba un corpus ficticio, inventado.

Voraz, en eso me convertía al final de la hora del almuerzo, en eso convertía el ayuno, luego de pasar ese par de horas sagradas de descanso recogiendo información, yendo detrás de una pista. 71330 arrojó la semilla en la primera sesión. Esa semana descubrí que los adjetivos terminados en zeta son los que se viven con mayor intensidad, seguramente van y vienen con el ritmo de la vida, marcando el ritmo de cada vida. Voraz potenciaba los sabores de las cosas, cosas más allá de lo comestible, un circuito de neuronas, por ejemplo. El primer circuito de neuronas produjo, mientras compraba una caja de chicles de menta, al ver una lista de precios, un negocio potencialmente rentable. ¿Por qué en la Universidad de Antioquia es más cara la taza de moka que las tazas de café negro y chocolate juntas? Si se mezcla una taza de café negro con una de chocolate se obtiene una taza y media de moka por menos del precio de una, ahí está el negocio, en comprarle ese par de bebidas a las tiendas de la Universidad para convertirlo en insumos de una tienda que llamaría Moka & Medio, el medio, obviamente, la universidad de Antioquia.

La pista que lanzó 71330 fue la siguiente: algo parecido le ocurrió a Rimbaud.

Tener un referente siempre es importante, enarbolar esa bandera es como pasar del rincón de la nada a la gloria total. Sentir que la historia se repite en uno mismo, en el caso de 71330, es proyectarla en el pensamiento como una justificación para superar su estado de pérdidas, y una justificación es la compañía ideal en los peores momentos, es como la televisión, estrecha la visión del mundo pero los televidentes creen ampliarla aumentando el número de canales, mil opciones, dos mil opciones. Un referente, por mi parte, es una base sólida para trazar el perfil de un paciente, es mi estado del arte, el primer dólar del primer millón de dólares, aunque el monto inicial puede ser mucho mayor.

A los diecinueve años, un puñado menos que 71330, tras haber publicado su segundo libro, Rimbaud deja de escribir para dedicarse de lleno a una vida de aventuras, una tras otra hasta su muerte unos veinte años después. Rimbaud le dijo No a la literatura para dedicarse a la acción, pero ¿cuál era el espíritu de esas acciones? Más que ser paños de agua tibia, ¿qué consuelo profundo entrañaban? En el meollo de dicho consuelo tiene que estar el quid del tipo de aventura que buscaba Rimbaud para suavizar su pulsión negativa y retornar así a la literatura, porque su cadena de aventuras, desde la forma, no era más que un proceso de ensayo y error. Ensayo y error. En el contenido, pues, estaría por descontado el tratamiento milagroso para 71330, la fuente de la cura.

Me pasaba la hora del almuerzo indagando, además de las andanzas de Rimbaud, otros casos de parálisis literaria. El más antiguo que encontré correspondió a Cicerón, quien renuncia a la escritura escribiendo, enfermedad de la paradoja, así la clasifiqué, que hace expresa en una de sus cartas a Ático: «No he podido escribir a causa de una increíble molestia física y mental. Quisiera que escribieras en mi nombre a quienes te parezca». La carta es el formato que encuentra Cicerón para romper el maleficio del mutismo literario, en razón a que, para él, la carta es una conversación entre amigos ausentes, así, escribir sería conversar y conversar sería estrechar los lazos afectivos. Cuando le planteé esa solución a 71330 en sesiones posteriores, que intentara salir de su parálisis escribiendo cartas, se negó, dijo que no funcionaría por una cuestión, más que de lo verosímil, de sentido común, 71330 no tiene amigos. 71330, sin embargo, se mostró muy preocupado por otros casos literarios de la enfermedad de la paradoja, especialmente, el del escritor peruano José María Arguedas, quien, al perder su numen, decide escribir las cartas del largo adiós, las cartas de su suicidio, suicidio, por lo demás, tanto catártico como ritual, esto es, su muerte desembocó en los límites indefinidos de la trascendencia: «Como no he podido escribir sobre los temas elegidos, elaborados, pequeños o muy ambiciosos, voy a escribir sobre el único tema que me atrae: esto de cómo no pude matarme y cómo me devano los sesos buscando una forma de liquidarme con decencia, molestando lo menos posible a quienes lamentarán mi desaparición y a quienes esa desaparición les causará alguna forma de placer». Así, pues, la otra cura para el mal de 71330 era el suicidio, pero se negó rotundamente a hacerlo, el motivo, no estaba preparado para asumir el dilema moral de no poder corregir su nota de suicidio indefinidamente. 71330 es un perfeccionista consumado.

Era tal la concentración de esfuerzos en las horas del mediodía, mediodía = la hora de la verdad, que dos horas diarias parecían un segundo trabajo. El primer caso de un psicólogo es un caso de explotación laboral. Para empezar, tenía que ir a la biblioteca central y escalar hasta el tercer piso, hasta la sala de literatura. Por cierto, no entiendo porqué el lector que sube por la escalera, por la de la derecha, debe hacer un mayor recorrido que el que baja por la otra, por la de la izquierda. El que sube hace un mayor esfuerzo y recorrido que aquel que baja impulsado por las constantes universales. La biblioteca tendría que premiar el mayor esfuerzo del lector que sube, permitiéndole subir por la escalera de la izquierda. Así, un menor esfuerzo físico se traducirá en un mayor impulso intelectual, lo que, seguramente, es el objetivo capital de la biblioteca. Una vez en el tercer piso, iba y buscaba los libros que, previamente, la noche anterior, desde el catálogo en línea, había seleccionado, luego, casi a un mismo tiempo, leía los índices de todos y al final me dejaba guiar por palabras clave, no eran cosas específicas, sino, simplemente, palabras luminosas, palabras que se encendían de repente como los faroles en la retreta. A continuación, abría los libros en las páginas que indicaban las luciérnagas y, sin excepción, encontraba información valiosa. La mano invisible detrás del proceso era, sin duda, eso que llaman el sexto sentido, sexto sentido que no es otra cosa que la integración vertical de la simultaneidad y el brillo. Señalaba las páginas centelleantes y bajaba cuatro pisos, hasta el sótano de la biblioteca, para fotocopiarlas. Si algún libro quedaba pendiente, retornaba al tercer piso, subía con el los cuatro pisos y lo escondía en el espacio literario más pequeño e inadvertido de la biblioteca, el de la literatura paraguaya, hasta el día siguiente.

La fila para las fotocopias era siempre un rosario, tan larga como la fila de ceros de un googol. No sólo la de la biblioteca, sino la de todas las fotocopiadoras de la universidad. Las fotocopiadoras no sólo son el negocio más grande de la Universidad de Antioquia, sino que, además, sus productos, las fotocopias, han desplazado al libro, son el nuevo motor del alma Mater. Utopía, la fotocopiadora mayor, tiene un catálogo de más de dos mil cursos, y por cada curso hay una carpeta plena de documentos para fotocopiar. Ya que cada carpeta es una lista de documentos sin concierto o de unidad discutible, existe la posibilidad, muy viva, de graduarse en la U de A sin haber leído, prácticamente, ni un sólo libro por entero. Para comprobar si las fotocopias, efectivamente, habían borrado del mapa al libro, decidí echar un vistazo en un par de bloques, y para no discriminar, en uno de humanidades y en otro de ciencias exactas. La universidad de Antioquia está dividida de esa manera, a la izquierda de la plaza Fernando Barrientos está el pabellón de humanidades, y a la derecha el de ciencias exactas, por eso dicha plaza tendría que llamarse, más bien, plaza principio de disyunción de Descartes. Elegí el bloque doce y el cinco, el doce, en parte, por ser el de Filología, el de la carrera de 71330, para ver al mono en su entorno. No lo vi por ningún lado, así como no vi ni un solo libro sobre los pupitres del doce o del cinco. Si bien, algo sí llamó mi atención. En el piso del aula 228 del bloque doce, entre dos filas de sillas, reposaba una botella no retornable de Coca Cola, pero, en lugar del líquido oscuro de costumbre, la botella contenía un líquido rojo, a simple vista, muy espeso. Una chispa de humor en medio de tanta ceremonia, pensé, justo antes de soltar una risita. El líquido rojo y espeso como la lava recién expulsada de un volcán, era la sopa de tomate warholiana, la Campbell, en la de Coca Cola era como tener al genio en su botella, en la más pop de todas. Tenía sentido, y lo tenía aún más si no se frotaba nunca.
(Continua página 2 – link más abajo)

3 COMENTARIOS

  1. Le gané una apuesta a mi mejor amiga, primera vez que le gano en algo. Le dije que Juan Fernando Ramírez Arango era el de los ojos azules y los hombros anchos que se sienta en “el bus”, en la salita de televisión en frente a utopía todas las tardes. En la salita de televisión surrealista del cuento, de Espiral psicológica, que es surrealista pero tan real como Juan Fernando la describe, se sientan personajes muy extraños, mis compañeros de historia, por ejemplo. Mi mejor amiga y yo a veces nos sentamos ahí, y apenas ayer o antier descubrimos que ninguna de las dos presta atención a nuestra conversación por escuchar las de Juan Fernando, que son muy interesantes (nos morimos de risa con el descubrimiento, a mi se me cayó el inalámbrico a la cama y luego rodó por el piso). La mayoría de las veces conversa con una nena de risos, muy bonita pero un poco callada, antes también lo hacía con una flaquita medio irónica que nos caía muy bien, y el resto de las veces conversa con un señor muy culto (no tanto como Juan Fernando) y a la vez soez, muy voluble, que creemos, sin duda, es el vallejito del cuento. Aunque últimamente lo hemos visto muy solo, siempre ocupando dos puestos, uno para él y el otro para su mochila, este es su ritual: Juan Fernando se sienta y luego sienta su mochila, se come una granola y luego se toma un café, abre la mochila, saca un libro o varios, lee 10 o 20 minutos para, finalmente, abrir una libreta negra, muy pequeña, y escribir por largos ratos, en los que se ríe mucho. Siempre intentamos ver lo que escribe (eso también lo descubrimos ayer o antier), pero es imposible, su letra es muy pequeña y enredada, sin embargo, aquí tenemos una excelente muestra de su libreta que nos ha alegrado y sorprendido mucho. Gracias Juan Fernando, siempre nos hacés reir.
    Posdata: Aquí encontramos otras hojas de la libreta negra de Juan Fernando,
    https://www.odradekelcuento.com/

  2. ¡Excelente! esa es la universidad de Antioquia que todos hemos transitado y aún vivido y que, sin embargo, no vemos o tal vez sí pero que no sabemos cómo formalizar las luces negras que lamentablemente la estructuran como institución, como bien público cada vez menos público. Pero Juan Fernando, además de verlas, es capaz de expresarlas y de qué manera. Yo soy un viejo, muy viejo, ya jubilado hice mi carrera de filosofía en la UdeA. En mi último semestre conocí a Juan Fernando, lo vi en acción en una clase llamada cultura idiomática. Es increíble la presión académica que éste joven puede ejercer sobre un profesor, a los profesores no les queda más que rendirse al versen superados, el profesor de esa clase incluso le cedía su silla porque Juan Fernando siempre llegaba tarde y las sillas no alcanzaban. Sacando una copia para esa clase, en una fila larguísima, me le acerqué para, como en mis tiempos, presentarme, como muestra de respeto y como excusa para escuchar su discurso poco común que me llamó la atención. Conmigo habló muy pocas cosas pero escuché mucho de lo que hablaba con sus compañeros filólogos: ahí, en esa fila, por ejemplo, le oí la idea de acabar con las fotocopiadoras de la UdeA y, filosóficamente, con el statu quo universitario, simplemente trocando los documentos de carpetas. No quiero alargarme más, sólo quiero decir que el joven Juan Fernando es un gran escritor, a secas, más allá de esa importante categoría que llaman el underground (de lo que pocos ven y casi nadie es capaz de expresar). No lo pude conocer bien pero también me aventuro a decir que es una gran persona, y que, por su sus realidades y enorme potencial, espero grandes cosas de él. Gracias muchachos de Cronopio por publicar a Juan Ferrnando Ramírez Arango. Y gracias a usted joven, ex-compañero de clase, por regalarnos este disfrute conceptual, narrativo y estilístio, llamado Espiral psicológica.

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