Las largas filas de las fotocopiadoras de la U de A, seguramente las más kilométricas del mundo excluyendo del mundo a Cuba, son su mejor laboratorio de ideas. Haciendo fila, precisamente, tuve una idea tipo botón rojo, una que desestabilizaría el statu quo universitario. Una que convertiría a Utopía en distopía. Una acción sin peros, pensé, un ¡OH! De asombro indiscutible. Una acción sin peros sólo puede ser una hazaña, concluí. Pensamiento clave que, por asociación de ideas, me llevó a una de las máximas de Baudelaire, poeta maldito y padre del simbolismo galo, y, por supuesto, el mayor referente de Rimbaud: «el verdadero héroe es el que se divierte solo». Las hazañas transfiguran al hombre promedio en héroe, Rimbaud nunca pudo serlo, por eso nunca retornó a la literatura, hacer una hazaña, por lo tanto, es el único remedio posible para el mal de 71330, pensé, si bien había que formalizar esa reflexión, cohesionarla con la usual mezcla de los argumentos. Eso hice ese fin de semana, además de precisar mi idea tipo botón rojo.
Tal vez el signo del ejercicio del arte y la literatura es el sufrimiento; todo acto creativo cruza ese umbral doloroso luego de ser cocinado con la sal de la vida, el aburrimiento es la sal de la vida. El aburrimiento, así como la diversión, provoca distracción y olvido, aunque de naturaleza muy particular. Porque, si bien ese olvido y esa distracción tediosa, al igual que aquellos de especie divertida, tergiversan la realidad haciéndola insuficiente, en el caso del aburrimiento, además, se pierde toda relación posible con los objetos. Ésta clase de realidad incompleta ha sido novelada, por ejemplo, por los autores de la Nouveau Roman, un mundo al instante narrado en presente de indicativo, un tiempo en el que no hay trato posible con los objetos, puesto que sólo formamos una opinión acerca de ellos en la permanencia, sacudiéndoles el polvo del pasado. Naturalmente, el presente de indicativo es el tiempo del solipsismo y de la soledad sin privilegios.
En esa realidad incompleta, entonces, el artista trata de cerrar el círculo por medio de la expresión artística, tentativa inútil que convierte la producción en frustración, la fuerza en impotencia, la soledad en autocomplacencia, «la energía física y psíquica del trabajador, o sea su propia vida personal, en una actividad vuelta contra sí mismo, independiente de él, en algo que no le pertenece». La frustración, la impotencia, y, sobre todo, la autocomplacencia, la posibilidad de ser indulgente con su propia creación, hacen de ella misma un mar de peros, una acción que, por lo tanto, está muy lejos de ser una hazaña.
Tras el vacío de esa brecha se hace presente la parálisis artística, y, en última instancia, el abandono indefinido, la caída libre hacia lo más hondo del pozo de la nada. Para emerger del mar de peros, hay que salir, por consiguiente, del medio de expresión, en el caso de Rimbaud, de las aguas literarias, en busca de la acción hazañosa. Estar en la piel del héroe le enseña al artista infructuoso que es preferible el sufrimiento previo, el estético, que el de la hazaña volviéndose contra su héroe progenitor, es decir, el del peso de la tragedia. Y lo es, simplemente, porque el segundo es público y el primero es privado, y el verdadero héroe, lo dijo Baudelaire, es el que se divierte solo. Luego, en efecto, hacer una hazaña era el único remedio posible para el mal de 71330, viable aun siendo un remedio reflejo.
En la siguiente sesión le planteé la composición de la nueva pócima, mi idea tipo botón rojo era un medio ideal para ese fin hazañoso. Le dije: si las fotocopias son el motor que mueve a la Universidad de Antioquia, y si Utopía es el engranaje mayor, ¿Por qué no entrar furtivamente a Utopía para traspapelar los documentos de las respectivas carpetas, de unas a otras? Mientras ordenan semejante caos, más de media universidad se quedará sin su principal sustento académico, a la universidad no le quedará más remedio que suspender las actividades académicas de manera indefinida. 71330 se negó rotundamente a ejecutar dicha empresa, por ser, según él, muy poco original. Se le hacía muy similar al desastre ocurrido en Los Destructores de Graham Greene. Yo no conocía ese relato, así que me tragué mis palabras y mis palabras se atragantaron con el pensamiento vade retro decepción. Sin embargo, la idea de hacer una hazaña para recuperar la salud, insufló de esperanzas a 71330.
71330: voy a pensar en una hazaña mejor.
Esa misma noche leí y releí Los Destructores. Cada relectura pintaba un cuadro distinto que confirmaba la misma cosa, que 71330 estaba equivocado, errado de medio a medio. El relato de Greene no tenía nada que ver con mi plan distópico, ni desde el punto de vista literal, ni, mucho menos, desde el orden conceptual. Los destructores, esa pandilla de adolescentes londinense era, simplemente, el trasunto de una vanguardia, su misión, por lo tanto, no era otra que negar lo establecido, quebrantar las normas dispuestas por una larga tradición. Mi plan maestro, por el contrario, lo que buscaba en última instancia era la vuelta triunfal de una tradición, la de la tiranía del libro, el libro por encima de todo. La última relectura me convenció para ejecutar mi plan, si bien a menor escala. Sentí que era mi idea versus la supuesta mejor que iba a pensar 71330. Ahora, sin duda, había una cierta rivalidad entre ambos, estaba ahí como mediadora pero nunca iba a ser fratricida, era la viva imagen de la típica red en medio de una cancha de tenis.
Todos los días ejecutaba mi plan, iba a Utopía y lo continuaba. Inicialmente, pedí dos carpetas cualquiera, A y B, a las doce del día, y las traspapelé, pasé algunos documentos de A a B y viceversa. Como era una hora relativamente poco concurrida, para despistar, fotocopié el documento más corto, ese costo no era nada ante el chorro de satisfacción que sentía por estar poniendo mi idea en marcha. Volví al filo de las dos de la tarde, pedí la carpeta A o la B, cualquiera de las dos, y pedí otra más, una C, y nuevamente las traspapelé. A esa hora, muy concurrida, no había que despistar, sólo había que pronunciar una frase hecha, el documento que buscaba no está, gracias. Al día siguiente, a las doce, pedí la carpeta C y una D y las traspapelé, a continuación fotocopié el documento más barato. Volví a las dos y pedí la C o la D, una u otra, no importaba, con alguna más, una E, y las mezclé, el documento que buscaba no está, dije, gracias. Todos los días de esa semana la misma cosa. Así les sería muy difícil, casi imposible, pensé, poner las cosas en orden. Utopía tenía las leyes de probabilidad en contra —sentencié de modo panfletario, no era mi naturaleza, era un acto de habla determinado por las pintadas de la universidad—, del optimismo al infortunio, de la idealización a las leyes de Murphy, la había transformado en Distopía.
La semana siguiente, en la siguiente sesión, 71330 llegó con el croquis de su futura hazaña. Dijo haber oído algo en un corredor de la universidad y su cerebro cerró el círculo poniendo el resto. El arco iris al final de esa lluvia de ideas tenía muchos tonos rojos. Al parecer, 71330 estaba llenando su botella de agua en una fuente sita en frente del baño de hombres del bloque uno, un baño, según él, regularmente muy sucio y maloliente, cuando una supuesta pareja de novios cruzó el corredor. Aparentemente, ella le dijo a su enamorado: no sé cómo putas lo hacen, yo no podría hacerlo ahí. A lo que él respondió: nadie. 71330, decidió que ese diálogo hacía parte de un rumor suspendido en el aire de la universidad desde los lujuriosos y psicodélicos años setenta: se dice que, en la Universidad de Antioquia, ninguna pareja ha podido hacerlo en todos los baños de la ciudad universitaria. 71330 y su novia estaban decididos a echar por tierra ese rumor. Yo, a lo mejor un poco celosa, quizás su idea era mejor que la mía, quizás su novia era mejor psicóloga para él, le dije que él había interpretado mal la frase de Baudelaire, y la repetí como si fuera un anuncio de neón del Cesar Palace de la Vegas, no con el asombro sumado de los millones de turistas que peregrinan a la ciudad del pecado, pero sí con uno muy por encima del promedio turístico: el verdadero héroe es el que se divierte solo. Él entendió en qué sentido lo decía, pero se negó rotundamente a practicar el onanismo en todos los baños de la U de A, aunque sería un acto de voluntad sumo, dijo, no tendría gracia. Sin embargo, yo se lo advertí, en literatura nueve de cada diez veces hay que tomar las cosas de manera literal.
71330 ya tenía incluso una estrategia para su recorrido faldero, de la misma forma que miraba revistas, de atrás para adelante, iba a empezar por el bloque veinticinco, la siguiente semana sería el veinticuatro, y así sucesivamente. El horario pactado para la ejecución, invariablemente, entre las ocho y las diez de la noche.
Impelida por una sensación anti tecnológica, de distancia sensible, de relación directa entre una y otra, a mayor separación física mayor el vínculo interno, por un lado la fuerza de la competencia, mi plan contra su plan en el cuadrilátero de la puesta en marcha, y por el otro, el deseo sumado al mandato del deber de querer verlo en equilibrio mental, moviéndose armónicamente en el balancín psicológico, replanteé mi plan ese fin de semana. Si lo de 71330 parecía muy básico, una buena idea que, no obstante, se ejecutaba en el cerebro de reptil, la mía, por el contrario, debía llevarse a cabo de manera mucho más compleja que la semana anterior.
Ese fin de semana recorrí virtualmente la estructura académica de la universidad, facultad por facultad. A través de la página Web estudié el pensum de sus carreras. Si está cercano al corazón vocacional, un pensum siempre se muestra seductor por fuera de las aulas de clase, si bien una vez adentro, inexorablemente, se torna frustrante. Frustración que se multiplica peligrosamente por el número de carreras. Muchas carreras para una sola realidad, muchas manos para muchas menos porciones del pastel de la pertinencia. Alambrada tras alambrada, la universidad de Antioquia está enmallada de la realidad, el efecto pensum es uno de los hilos más gruesos que tensan la salud mental universitaria. Para darle largas a esa tensión me contrataron, para cederle elasticidad al hilo, adaptabilidad a las mentes especializadas. Siete de cada nueve casos que desfilan por nuestros consultorios tienen que ver con ese desorden. Son casos motivados por la presencia de la universidad, por su funcionamiento. Los restantes son causados por su ausencia, en época de vacaciones o en paros prolongados, períodos en los que el estudiante se sale de la horma académica, en los que intercambia su paquete diario de ocho horas, las habituales cuatro de clase, más las dos de transporte y las dos de cafetería y corredores, de socializar con los compañeros, por ocio puro de sol a sol. Así aparecen los casos de decepciones amorosas, y de pasar de la piscina de niños a la de medidas olímpicas en las aguas de las sustancias ilegales, que son los más comunes. El de 71330 es extraordinario, uno de esos datos atípicos que desvirtúa medias y varianzas, que pone a prueba la ética científica.
La nueva ejecución de mi plan tenía una causa más terrena, más al alcance de la mano, combatir el efecto pensum. Para hacerlo, decidí concentrar esfuerzos en una misma facultad. Luego de muchas deliberaciones internas, en la facultad de ingeniería; en primer lugar, por concentrar en sus diez carreras el mayor número de estudiantes de toda la universidad de Antioquia; en segundo lugar, porque las materias de esas diez carreras tienen nombres y contenidos tan técnicos que, dicha especificidad, a la hora de traspapelar las carpetas, sería el mejor disfraz ante los respectivos fotocopiadores, a quienes, incautos, les sería casi imposible retornar las cosas a su estado natural; y en tercer lugar, por pura antipatía, por tener, sin duda, los programas más alejados de mi vocación, nunca me alucinarían, nunca se prestarían para engaños, por lo tanto.
Imprimí el pensum de cada una de las diez ingenierías, y los pegué en la puerta de mi clóset, uno al lado del otro, Bioingeniería, Ingeniería Civil, de materiales, de sistemas, eléctrica, electrónica, industrial, mecánica, química, e Ingeniería sanitaria. A continuación, como con los índices de los libros en la biblioteca, hicieron su aparición las palabras luminosas, las que iba uniendo con conectores rojos. Al final el esquema semejaba un mapa del desastre, una guerra de misiles que sumía en el infierno la guerra fría, el bloque soviético contra el imperio yanqui resolviendo sus dudas en alguna película de cine clase b. La era posdesastre arrojó como primera política, para las dos primeras semanas, traspapelar las carpetas de las materias de Ingeniería Eléctrica con las de Electrónica, y para las dos semanas siguientes, las de las materias de Ingeniería Mecánica con las de Ingeniería de Materiales.
Así sería. Además ya no tenía que ocuparme de buscar la solución del problema de 71330, ya no tenía que pasar las dos horas de almuerzo haciendo de ratón de biblioteca, lo que me dejaba ese lapso libre para implementar las políticas de mi plan. Iba a Utopía al mediodía y traspapelaba carpetas siguiendo el primer esquema, produciendo un desastre en espiral. Sin embargo, a partir de ese lunes, agregué un nuevo patrón a mi diario de operaciones. Una vez hecha mi incursión de las doce, movida que tardaba a lo sumo quince minutos, fui y me senté en una sala de televisión propincua a Utopía, la que me pareció el sitio más visible de la universidad; si bien, nunca vi pasar por los alrededores a ninguno de mis pacientes, algo realmente improbable dado el flujo continuo de personas que discurrían por allí, rareza que quizás obedecía a la suma de dos reglas generales, que nadie quiere encontrarse a su loquero más allá de los muros del consultorio, y que el mejor escondite es el más visible, y tal vez ellos se estaban escondiendo de mi de la misma forma que escondían a los demás sus afanes mentales, con sutilezas, o, simplemente, no me veían al igual que yo no los veía a ellos, y ya hacíamos parte, de grado o por fuerza, del círculo vicioso de las mil y una obviedades, porque yo no me estaba ocultando de nadie en absoluto, ni siquiera de Utopía sita justo al lado. Era un buen lugar para respirar, respirar y pensar, para darse cuenta de muchas cosas, una, por ejemplo, que los fotocopiadores de Utopía ahora cambiaban de turno a la una y no a las dos, lo que me permitiría, pensé de inmediato, redoblar esfuerzos, traspapelar carpetas dos veces por turno cada día, porque antes lo hacía dos veces con el mismo fotocopiador.
Al día siguiente, martes, luego de mezclar el primer par de carpetas, el de las doce, sentí el deseo irrefrenable de atender a mis pacientes desde la sala de televisión, así podría ejecutar mi plan a toda máquina, y, al mismo tiempo, seguir siendo sierva de la burocracia universitaria. Pero convertir ese deseo en realidad, sin duda, me haría visible, pasaría de ser parte del círculo de las obviedades a ser una paradoja, a ser un círculo en sí mismo, y no hay nada más llamativo que un gato que, no bien se muerde la cola, empieza a girar sobre sí mismo. Esa sala de televisión, aparentemente, como cualquier espacio público, es un sitio de población flotante, gente que va y viene, que come algo y se va, que ve la noticia del día y se larga, pero no, son muy pocos los que pasados diez minutos no se van, hay una pequeña minoría que no quisiera irse de allí; por ejemplo, un estudiante de filosofía que siempre usa sudadera, si alguien usa ese tipo de prenda en días consecutivos es porque siempre lo hace; de la misma forma, si alguien lleva consigo un libro de Hegel en días consecutivos es porque quiere licenciarse en filosofía, y ese era su caso; o un grupo de cuatro ancianos, jubilados de la universidad, que sólo hablan del pasado de la U de A, si un anciano usa sandalias con medias en días consecutivos es porque está jubilado, si en días consecutivos el tema principal de su charla es el pasado de una institución, es porque se ha jubilado en esa institución. Yo llevaba dos días seguidos sentándome entre el estudiante y los ancianos y lo que menos quería era irme, estiraba el momento hasta que la operación Utopía me llamaba, atendía la llamada por ese día, y los miraba con nostalgia, es asombroso lo rápido que se construye la nostalgia, pero era hora de ir a trabajar, compraba el almuerzo en el camino, un brownie y una Malta, y lo engullía entre la primera y segunda cita de la tarde, de 2:35 a 2:40, había desplazado por más de media hora mi momento voraz del día.
Al final de la tarde, como de costumbre, me enviaron el reporte de citas para el día siguiente, se chequean los nombres en lista y, de tenerlo, de no ser primerizos, se busca en el archivo su historial psicológico, para repasarlo, es una tarea que suelo hacer entre 5:20 y 6. En lista estaba 71330, miércoles a las 4, resaltado en rojo, es decir, cita cancelada, nueve de cada diez pacientes que cancelan una cita no vuelven nunca, lo dicen todas las estadísticas de todos los manuales. Estudié los historiales y me llevé conmigo la carpeta de 71330. Quería leerla en la sala de televisión, quería leerla entre el estudiante y el grupo de ancianos. Hacia allá me dirigí con cierta premura. Siempre había salido por la puerta del Metro, por lo que nunca había tenido la oportunidad de ver esa parte de la universidad después de la puesta del sol. Crucé la plazoleta central. El viento soplaba en mi dirección, en fugadas de occidente a oriente. La fuente estaba encendida a pleno y el viento la horadaba esparciendo chispas de agua sucia por doquier. No llevaba paraguas y no pensaba ensuciarme de balde el pelo, así que rodeé por el costado izquierdo la biblioteca y desemboqué en la plazoleta principio de disyunción de Descartes. Desde allí se divisaba Utopía que aún estaba abierta, un puñado de personas en fila, la última fila de la jornada. Me acerqué e hice cola, yo era la última fotocopia del día. El que iba de segundo, tres desconocidos más adelante, pidió la carpeta 316, yo la recordaba, Teoría electromagnética, pero no encontró el documento que buscaba, quizás estaba en la carpeta de Campos electromagnéticos o en la de Circuitos digitales. No me animé a escupirle ese par de opciones, sería una verdad que no podría digerir. Se fue con pinta de decepción, en todo caso, confundido, desordenado de ánimos como fiel reflejo de la carpeta 316, así como se ve alguien que, al final del día, no camina en línea recta.
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Todos los groupies de Juan Fernando escriben igual.
Le gané una apuesta a mi mejor amiga, primera vez que le gano en algo. Le dije que Juan Fernando Ramírez Arango era el de los ojos azules y los hombros anchos que se sienta en “el bus”, en la salita de televisión en frente a utopía todas las tardes. En la salita de televisión surrealista del cuento, de Espiral psicológica, que es surrealista pero tan real como Juan Fernando la describe, se sientan personajes muy extraños, mis compañeros de historia, por ejemplo. Mi mejor amiga y yo a veces nos sentamos ahí, y apenas ayer o antier descubrimos que ninguna de las dos presta atención a nuestra conversación por escuchar las de Juan Fernando, que son muy interesantes (nos morimos de risa con el descubrimiento, a mi se me cayó el inalámbrico a la cama y luego rodó por el piso). La mayoría de las veces conversa con una nena de risos, muy bonita pero un poco callada, antes también lo hacía con una flaquita medio irónica que nos caía muy bien, y el resto de las veces conversa con un señor muy culto (no tanto como Juan Fernando) y a la vez soez, muy voluble, que creemos, sin duda, es el vallejito del cuento. Aunque últimamente lo hemos visto muy solo, siempre ocupando dos puestos, uno para él y el otro para su mochila, este es su ritual: Juan Fernando se sienta y luego sienta su mochila, se come una granola y luego se toma un café, abre la mochila, saca un libro o varios, lee 10 o 20 minutos para, finalmente, abrir una libreta negra, muy pequeña, y escribir por largos ratos, en los que se ríe mucho. Siempre intentamos ver lo que escribe (eso también lo descubrimos ayer o antier), pero es imposible, su letra es muy pequeña y enredada, sin embargo, aquí tenemos una excelente muestra de su libreta que nos ha alegrado y sorprendido mucho. Gracias Juan Fernando, siempre nos hacés reir.
Posdata: Aquí encontramos otras hojas de la libreta negra de Juan Fernando,
https://www.odradekelcuento.com/
¡Excelente! esa es la universidad de Antioquia que todos hemos transitado y aún vivido y que, sin embargo, no vemos o tal vez sí pero que no sabemos cómo formalizar las luces negras que lamentablemente la estructuran como institución, como bien público cada vez menos público. Pero Juan Fernando, además de verlas, es capaz de expresarlas y de qué manera. Yo soy un viejo, muy viejo, ya jubilado hice mi carrera de filosofía en la UdeA. En mi último semestre conocí a Juan Fernando, lo vi en acción en una clase llamada cultura idiomática. Es increíble la presión académica que éste joven puede ejercer sobre un profesor, a los profesores no les queda más que rendirse al versen superados, el profesor de esa clase incluso le cedía su silla porque Juan Fernando siempre llegaba tarde y las sillas no alcanzaban. Sacando una copia para esa clase, en una fila larguísima, me le acerqué para, como en mis tiempos, presentarme, como muestra de respeto y como excusa para escuchar su discurso poco común que me llamó la atención. Conmigo habló muy pocas cosas pero escuché mucho de lo que hablaba con sus compañeros filólogos: ahí, en esa fila, por ejemplo, le oí la idea de acabar con las fotocopiadoras de la UdeA y, filosóficamente, con el statu quo universitario, simplemente trocando los documentos de carpetas. No quiero alargarme más, sólo quiero decir que el joven Juan Fernando es un gran escritor, a secas, más allá de esa importante categoría que llaman el underground (de lo que pocos ven y casi nadie es capaz de expresar). No lo pude conocer bien pero también me aventuro a decir que es una gran persona, y que, por su sus realidades y enorme potencial, espero grandes cosas de él. Gracias muchachos de Cronopio por publicar a Juan Ferrnando Ramírez Arango. Y gracias a usted joven, ex-compañero de clase, por regalarnos este disfrute conceptual, narrativo y estilístio, llamado Espiral psicológica.