Literatura Cronopio

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Mientras se consumía la fila, sin novedades, advertí que ya no estaban ni los ancianos ni el estudiante en la sala de televisión, el brillo violáceo de la pantalla bañaba a un nomen nescio. La sala es una matriz 3×4, doce sillas distribuidas en cuatro columnas, él estaba en la primera silla de la tercera columna, en el puesto del jubilado más corpulento. Mi turno: pedí la carpeta de Máquinas corriente alterna y la de Máquinas eléctricas, y, en tanto el fotocopiador fotocopiaba el documento más barato entre las dos carpetas, las mezclé, no sin antes sentir la tentación de entreverar en alguna el historial de 71330, de dejarlo ir en esa espiral de la confusión, pero pudo más el deseo de leerlo en la sala 3×4.

Antes de dirigirme hacia allá, caminé en dirección opuesta unos treinta metros, hacia la tienda más cercana aún abierta. Compré una granola, el maní es el David de los alimentos, entretiene elefantes y contiene úlceras y gastritis. La lámpara que iluminaba el corredor a la altura de la caja tenía un par de tubos de neón dispares, uno azul y el otro amarillo, parecían sables de luz Jedi, en tal caso, el primero sería signo de valor y el segundo lo sería de equilibrio, es decir, luego del balance financiero, la tienda ni perdía ni ganaba. Caminé hacia la sala de televisión, y me senté en la segunda silla de la segunda columna, tras darle las buenas noches al nomen nescio. El televisor estaba sintonizado en Animal Planet, el canal que sacó a los animales de la jungla, el que introdujo la elipsis en la naturaleza. El volumen del televisor estaba en cero, decenas de cocodrilos dormitaban en las riveras de un afluente seco y fangoso, lo que no parecía llamar la atención del nomen nescio, que miraba al frente con la compostura típica del miope, frunciendo el ceño sin especificar nada que esté más allá de tres baldosas. Había un libro en su regazo, el título decía Antología Poética, el nombre del autor había sido borrado del mapa de la tapa. Trasladé los ejes: a lo mejor era un outsider en el mapa literario, un maldito, e inmediatamente pensé en los simbolistas franceses, Baudelaire, Rimbaud, pero sería una coincidencia de las que no se repiten ni en un calendario cósmico, lo que aumentó mi curiosidad. Tenía que ser discreta, tomarme unos minutos antes de romper el hielo, convertirme en población flotante, comer algo. La granola tenía exceso de miel para mi gusto, lo que la hacía incómoda, las muestras de maní y de ajonjolí se adherían a mis dientes como prótesis dentales, sólo algo tan vital como una muela del juicio, pensé, se siente tan ríspido en la boca. Luego de usar mi lengua como limpiaparabrisas dental, la usé para comunicarme, como picahielos:

Disculpe, ¿esa es una Antología poética de qué autor?

Cuando se rompe el hielo, el receptor del mensaje sufre un doble cambio climático; con respecto a su historial de temperatura, inicialmente, se enfría, sin embargo, es un estado de hipotermia regulada. Hiberna su respuesta para, finalmente, lanzarla elevando el ritmo cardíaco, aumentando el calor:

Góngora —dijo, haciendo mucho énfasis en la tilde. Su fisonomía era muy similar a la de Fernando Vallejo, quizás un tris más bajo y consumido, era el «mini me» del escritor de Los días azules.

Yo le dije que sólo conocía a un poeta del Siglo de Oro español, al conde de Villamediana. A quien Góngora, precisamente, además de otros autores, le escribió un epitafio poético una vez acontecido su misterioso asesinato. Magnicidio que el mismo Villamediana había predicho con meticulosidad, como si fuera una escena del crimen, en uno de sus sonetos.

Un poeta con pe de profeta —comentó él. Yo sonreí. Él agregó: ¿acaso usted colecciona rarezas literarias?

Yo respondí que lo había venido haciendo para mi primer trabajo, un trabajo en el que estaba muy involucrada.

Soy psicóloga. Lo he estado haciendo para ayudar a mi primer paciente.

¿Ayudarlo contra qué?

Inmovilidad —dije, y, sin motivo alguno, sin querer, como si fuera la hora de la comunión, estiré mi mano derecha y le entregué el historial de 71330.  —Échele una ojeada —añadí.

Immobilĭtas —dijo él, recibiendo con naturalidad la carpeta.

Nomen nescio, esto es, Luis Alonso, había sido profesor de Cultura antigua, griega y romana, pero había tenido diferencias irreconciliables con la burocracia docente, y ahora gozaba su retiro voluntario de la academia. Su tesis de grado comprendía cuatro tomos, todos acerca del problema socrático en los Diálogos de Platón: ¿Qué tanto hay de Sócrates y qué tanto hay de platón en esos diálogos? Dicotomía que parece trasladar a su psique, si bien, de manera antitética, convirtiéndola en una suerte de fortín maniqueo. Luis Alonso pasa, súbitamente, de un discurso muy elevado y universal a uno local y muy rastrero, y viceversa. Como toda montaña rusa, no tiene moderación ni puntos intermedios. Siempre se va a las ocho en punto de la noche. Desconozco los motivos, hay cosas que no se preguntan. En la lucha entre fines y medios, el placer de la deducción siempre es mayor que una respuesta. Supongo que debe ser porque vive en Envigado y, si la lluvia no dice presente, se va a pie desde la universidad hasta su casa. Sé que se va por toda la Avenida regional hasta el éxito del Poblado y allí compra pan del día para la cena, y el supermercado de la tiranía amarilla cierra a las nueve.

Luis Alonso, amplio conocedor de la cultura antigua, perito en epopeyas, etiquetó de cabal hazaña la correría de 71330, claro está, en el supuesto de completarla; en su opinión, poseía todos los elementos fantásticos para serlo. Además, su base era orgánica y directa. Mi propuesta, en cambio, a su entender, era muy complicada y artificial, una entelequia.

Como una cenicienta tempranera, El vallejito se marchó a las ocho en punto. Yo permanecí allí, sola, en la sala de televisión. Echando una mirada a los cuatro vientos como prueba, y una más para corroborar, a modo de contraprueba, estaba literalmente en algún punto en medio de la nada. Como el lado oscuro de la luna en un espejo, el sitio más visible de la universidad en el día estaba siendo negado por la noche. Cerré los ojos, abrí los ojos, los cerré, los abrí. Desde el escenario más pesimista, estaba comprobando el vacío existencial de la nada. Abrir y cerrar los ojos, el inhalar y el exhalar de los ejercicios mentales. Exhalé, es decir, cerré los ojos: pensé en el diagnóstico del vallejito, incontrovertible, era un experto. E imaginé cómo completaría 71330 su hazaña. Quizás la incomodidad de los baños disminuiría su apetito sexual, o quizás los baños de la Universidad de Antioquia sembrarían en él una que otra parafilia endémica. Además, había una variable que no había tenido en mente, su proeza no era un acto individual, era uno compartido. La heroicidad de 71330 dependía de la voluntad de su novia. A lo mejor ella no compartiría las parafilias de su amante, o a lo mejor desarrollaría otras, incompatibles con las de su novio. Sería el fin. Podía verlo en medio de su inmovilidad, parado afuera del mismo baño, día tras día, a esta hora, esperándola inútilmente.
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* Juan Fernando Ramírez Arango es economista de la Universidad Nacional de Colombia. Estudiante de Filología Hispánica de la Universidad de Antioquia. Finalista del Primer concurso Internacional de Relato Urbano: «Una mirada a la ciudad como organismo vivo», Revista Yambria (Barcelona, 2006). Mención de honor en el III Certamen Literario de Cuento Corto y Narrativa Breve de Editorial Rome (Buenos Aires, 2006). Ganador de la primera convocatoria de «Escritura Pública: la ciudad que no vemos», concurso de CANAL U para las crónicas de ciudad y otras miradas de la urbe (Medellín 2007), crónica hecha video—arte por el mismo CANAL U. Finalista del primer concurso de Fútbol en Palabras de la ciudad de Medellín (Alcaldía de Medellín, 2008). Ganador del concurso de cuento Afro en Palabras (Alcaldía de Medellín, 2011). Ganador Premios Emisión en la categoría Mejor Relato (Universidad de Antioquia, 2011). Ganador del XXIV Concurso Nacional de Cuento Corto y Poesía Universidad Externado de Colombia (Bogotá, 2011). Cuatro relatos publicados en la Revista La Otra (México, 2011), https://www.laotrarevista.com/2011/12/. Dos relatos publicados en el suplemento dominical Las Artes del Diario del Otún (Pereira, 2012)

3 COMENTARIOS

  1. Le gané una apuesta a mi mejor amiga, primera vez que le gano en algo. Le dije que Juan Fernando Ramírez Arango era el de los ojos azules y los hombros anchos que se sienta en “el bus”, en la salita de televisión en frente a utopía todas las tardes. En la salita de televisión surrealista del cuento, de Espiral psicológica, que es surrealista pero tan real como Juan Fernando la describe, se sientan personajes muy extraños, mis compañeros de historia, por ejemplo. Mi mejor amiga y yo a veces nos sentamos ahí, y apenas ayer o antier descubrimos que ninguna de las dos presta atención a nuestra conversación por escuchar las de Juan Fernando, que son muy interesantes (nos morimos de risa con el descubrimiento, a mi se me cayó el inalámbrico a la cama y luego rodó por el piso). La mayoría de las veces conversa con una nena de risos, muy bonita pero un poco callada, antes también lo hacía con una flaquita medio irónica que nos caía muy bien, y el resto de las veces conversa con un señor muy culto (no tanto como Juan Fernando) y a la vez soez, muy voluble, que creemos, sin duda, es el vallejito del cuento. Aunque últimamente lo hemos visto muy solo, siempre ocupando dos puestos, uno para él y el otro para su mochila, este es su ritual: Juan Fernando se sienta y luego sienta su mochila, se come una granola y luego se toma un café, abre la mochila, saca un libro o varios, lee 10 o 20 minutos para, finalmente, abrir una libreta negra, muy pequeña, y escribir por largos ratos, en los que se ríe mucho. Siempre intentamos ver lo que escribe (eso también lo descubrimos ayer o antier), pero es imposible, su letra es muy pequeña y enredada, sin embargo, aquí tenemos una excelente muestra de su libreta que nos ha alegrado y sorprendido mucho. Gracias Juan Fernando, siempre nos hacés reir.
    Posdata: Aquí encontramos otras hojas de la libreta negra de Juan Fernando,
    https://www.odradekelcuento.com/

  2. ¡Excelente! esa es la universidad de Antioquia que todos hemos transitado y aún vivido y que, sin embargo, no vemos o tal vez sí pero que no sabemos cómo formalizar las luces negras que lamentablemente la estructuran como institución, como bien público cada vez menos público. Pero Juan Fernando, además de verlas, es capaz de expresarlas y de qué manera. Yo soy un viejo, muy viejo, ya jubilado hice mi carrera de filosofía en la UdeA. En mi último semestre conocí a Juan Fernando, lo vi en acción en una clase llamada cultura idiomática. Es increíble la presión académica que éste joven puede ejercer sobre un profesor, a los profesores no les queda más que rendirse al versen superados, el profesor de esa clase incluso le cedía su silla porque Juan Fernando siempre llegaba tarde y las sillas no alcanzaban. Sacando una copia para esa clase, en una fila larguísima, me le acerqué para, como en mis tiempos, presentarme, como muestra de respeto y como excusa para escuchar su discurso poco común que me llamó la atención. Conmigo habló muy pocas cosas pero escuché mucho de lo que hablaba con sus compañeros filólogos: ahí, en esa fila, por ejemplo, le oí la idea de acabar con las fotocopiadoras de la UdeA y, filosóficamente, con el statu quo universitario, simplemente trocando los documentos de carpetas. No quiero alargarme más, sólo quiero decir que el joven Juan Fernando es un gran escritor, a secas, más allá de esa importante categoría que llaman el underground (de lo que pocos ven y casi nadie es capaz de expresar). No lo pude conocer bien pero también me aventuro a decir que es una gran persona, y que, por su sus realidades y enorme potencial, espero grandes cosas de él. Gracias muchachos de Cronopio por publicar a Juan Ferrnando Ramírez Arango. Y gracias a usted joven, ex-compañero de clase, por regalarnos este disfrute conceptual, narrativo y estilístio, llamado Espiral psicológica.

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