EL SECRETO DE LA NIEBLA
Por Vicente Antonio Vásquez Bonilla*
El turista emprendió el camino rumbo a la montaña. Minutos antes, el sol lo había precedido y alumbraba la esplendorosa vegetación de las faldas de la cordillera que, a media altura, enigmáticamente, siempre se mantiene cubierta por un manto de niebla.
Contadas son las personas que se aventuran a escalarla y cuando lo hacen, es hasta donde la niebla permanece estacionada. Inclusive, los campesinos que cultivan en sus faldas, rara vez se atreven a penetrar algunos metros dentro de ella. El temor ante lo desconocido los detiene.
El turista había invitado a varios de sus amigos para que lo acompañaran en la aventura. Pero no fue posible convencer a alguien para que lo hiciera; más aún, la mayoría, si no todos, le aconsejaron que no lo hiciera. Le recordaron que, según dicen, nadie de los que ha escalado esa montaña y penetrado en la misteriosa neblina, ha regresado para contar el cuento.
A él, lo aguijonean las ansias por la aventura. Desde niño le gustaba explorar ríos, barrancos y cerros en las cercanías de su tierra natal. Soñaba con realizar exploraciones en los puntos más remotos de la tierra y ser el protagonista de grandes descubrimientos.
Desde que tuvo conocimiento de la Montaña de la Niebla le intrigó y anhelaba conquistarla y descubrir sus secretos, porque está seguro que los tiene. La niebla esconde algo, bueno o malo, pero él quiere saber qué es.
Por esa razón, hoy emprendió el viaje.
Después de algún tiempo de transitar por caminos conocidos, con la mochila a la espalda y cansado, llegó al lugar de la eterna neblina.
Descansa por un rato, medita sobre la aventura que va a emprender, se persigna y decidido penetra en la bruma.
Sus ojos alcanzan a ver, a lo sumo y con dificultad, un par de metros adelante, lo suficiente para sortear obstáculos y avanzar siempre hacia arriba. Esa es una ventaja, cree que no puede perderse, la meta está, precisamente, arriba. Podría no saber dónde queda determinado punto cardinal, pero no puede equivocarse en subir. Tendrá que llegar al algún punto máximo. La montaña no es infinita, debe tener una cima y no importa a qué punto de ella llegue.
Aún dentro de la niebla se distingue el día y la noche. Cuando la noche llega, acampa. Va preparado para ello.
Al día siguiente reanuda la marcha. El ascenso es difícil, pero su voluntad lo lleva. Dos días le tomó llegar al punto más alto. Siempre entre la neblina que lo mantiene húmedo.
Siente la satisfacción de haber alcanzado la cima, pero al mismo tiempo experimenta la frustración de no poder ver el paisaje que lo rodea. Regresar y simplemente contar que llegó a la cúspide, le parece algo sin valor. Incluso, su hazaña puede ser puesta en duda.
Decide continuar. Desciende por el lado contrario al camino seguido, quizá, un cráter o algún valle. Después de todo, durante el trayecto continuamente se ha preguntado: ¿Qué habrá del otro lado de la montaña?
El descenso fue tan difícil como el ascenso, pero al cabo del tiempo, logró llegar a donde la niebla termina. A sus pies se extiende un amplio valle de vegetación exuberante, cruzado por ríos que a la distancia rielan como hilos de plata. Piensa que son como las huellas que dejan las babosas.
A la luz del sol el descenso fue acelerado. Por la tarde llega a un poblado de indios. Para su sorpresa, hablan español, un español que le parece raro, pero entendible. No es como el español que hablan los indígenas del resto del país. Pero la comunicación es posible.
Fue recibido pacíficamente.
Superada la novedad de la presencia del visitante, se le dio autorización para acampar en las cercanías de una de las viviendas, inclusive se le proveyó de alimentos. La vivienda consiste en una enramada sostenida por horcones. Uno de los lados de la enramada se apoya sobre grandes piedra, que sirven de fondo para el fogón, donde se ubica la cocina. No hay paredes. El clima es cálido, pero agradable.
Al declinar el día, los indios lo dejan solo. Se acomoda y se prepara para dormir cuando la noche caiga del todo. La familia de la vivienda continúa con su vida normal. Se les ve reunidos en el interior. El explorador se siente en confianza y decide examinar las rocas que sostienen uno de los lados de la enramada. Queda maravillado. Las rocas, que se encuentran ahumadas son grandes cabezas de tipo olmeca. Hay tres esculpidas en una sólida formación rocosa y otras dos independientes, reunidas, en mudo coloquio de siglos, con sus característicos labios y narices de tipo negroide.
De la vivienda parte una vereda que conduce al río. Desciende por ella y a la vera encuentra dispersas más esculturas del mismo tipo, que aún son visibles a la luz del día que se extingue. Son los vestigios de una cultura desaparecida y quizá, los habitantes del valle sean sus descendientes.
Asombrado por el descubrimiento regresa al lugar donde acampa. El jefe de la vivienda se le acerca y alrededor de una fogata, conversan.
Ante las interrogantes del turista, el indio indica que, según le contaron sus abuelos, esas grandes cabezas siempre han estado ahí. También relata que hace muchos años, unos frailes españoles se aventuraron hasta allí y se quedaron para evangelizarlos y les enseñaron su idioma. Los nativos, por su parte, según descubre el forastero, profesan una fe, fruto del sincretismo, que abarca el culto a las cabezas que, para ellos, son la huella de un dios escultor. Si los habitantes del valle tuvieron alguna vez un lenguaje propio, quedó enterrado bajo el español arcaico que hablan.
Según explica, tienen de todo para sobrevivir y no se aventuran a salir. Saben que afuera del valle existen personas ambiciosas, malas, que representan una amenaza para su pueblo y no quieren saber nada del exterior. Su dios los protege con su anillo de niebla que rodea la cumbre.
Al día siguiente, el turista pasea por el valle, es grande, mucho más de lo que pudo imaginar. Con asombro, ve un hato de caballos alados.
¡Son pegasos!
Pastan libremente, recorriendo los campos y los ríos entre trotes y vistosos vuelos. El turista los señala con admiración, pero para su acompañante es algo normal.
Los moradores del valle no molestan a los pegasos ni los montan. Según se entera, «son respetados, tal como las vacas en la India», piensa.
Creen que son mensajeros entre los hombres y los dioses. Por eso tienen el privilegio de volar.
Si los pegasos causaron su estupor, por la tarde llega al delirio, cuando una parvada de aves fénix revolotea sobre el valle y luego desaparecen rumbo a sus nidos, en lugares recónditos dentro de la niebla.
No le cabe duda que los mitos emanan de la realidad. Esta es la prueba.
—Nadie me creerá esto —comenta—, es increíble y maravilloso. Cuando regrese pensarán que deliro o que miento.
Su acompañante lo escucha y en silencio lo ve, con una mirada indescifrable.
—Sí, no me lo creerán. Tendrán que ver para creerlo. ¡Qué gran descubrimiento! ¡Seré famoso! Y yo, de burro, no traje la cámara fotográfica.
El nativo permanece taciturno por el resto del recorrido.
Dentro del valle hay una región donde la tierra se ve resquebrajada, llena de fisuras, como si una fuerza poderosa la hubiera desgarrado. El nativo la elude y sólo murmura:
—Ese lugar es peligroso, hay que evitarlo —y se sumerge en su mutismo.
En la noche, el turista se acomoda en su campamento. Desea descansar y meditar sobre las asombrosas sorpresas del día. La presencia de varios hombres que se encaminan hacia la vivienda de su anfitrión, captan su interés, pero no les presta mayor atención.
En la vivienda se encienden velas. Los frailes, seguramente les enseñaron a fabricarlas. Se escuchan cantos.
La curiosidad le cosquillea. Se levanta y con sigilo se acerca. Cree que va a ser testigo de una nueva sorpresa.
Una de las cabezas pétreas, la que da al interior de la vivienda, tiene frente a sí varias candelas encendidas y uno del grupo la embadurna con hollín o algo parecido. El pom, que brota de un sahumador, simula la niebla que protege a este pueblo.
Están efectuando una ceremonia.
El visitante ve con interés el desarrollo del ritual. Se invoca a los dioses tutelares y a los santos cristianos.
Solicitan la guía divina para decidir la suerte del hombre que vino del exterior y que pone en peligro su pacífica existencia.
La respuesta de las divinidades no se hace esperar y se manifiesta por medio de la voz del oficiante, quien dice que el extranjero debe morir, como única posibilidad de mantener en secreto la existencia del valle. Al día siguiente deberá ser capturado y sacrificado en la mansión de la serpiente de siete cabezas, la que implacable devora ganado, pegasos y hombres. La que habita en la región del dios del mal, donde la tierra está rajada. En donde nadie entra, porque es el reino de la serpiente y la muerte.
El turista asustado, se retira con precaución, ante el temor de ser descubierto y acelerar su captura.
Su suerte ha sido fijada por el chamán.
—¡Tengo que escapar! —se dice.
Prepara la mochila y antes que el sol penetre en el valle, emprende el camino. Toma por el lado contrario al de su llegada. Teme que si retorna por la ruta de ingreso, será alcanzado con facilidad y capturado. Se adentra en el valle, descendiendo por veredas que lo conducen a una red de riachuelos que se distinguen más adelante. Evita el paraje de la tierra rajada, donde se supone que habita la serpiente de siete cabezas que devora hombres. Es difícil creer en su existencia, pero ¿acaso no existen los pegasos y las aves fénix? «No hay que creer ni dejar de creer», piensa, recordando un viejo dicho.
A sus espaldas escucha el bullicio que, seguramente, despertó el descubrimiento de su fuga. Se interna en uno de los riachuelos y por largo trecho lo recorre aguas abajo, con la esperanza de no dejar huellas que lo delaten.
Poco a poco, los riachuelos van convergiendo hacia un río que, con la colaboración de sus tributarios, se ensancha hasta volverse caudaloso. Sale del cauce del riachuelo y viaja en paralelo al río mayor, hasta que lo ve desaparecer tragado por una caverna, en donde el río muere por lo menos para la vista de los hombres.
Emprende el ascenso de la montaña por el otro extremo del cráter que alberga al valle. Sube, sube y sube hasta alcanzar la niebla; penetra en ella, remonta la cima e inicia el descenso.
Varios días vaga en busca de una salida.
Por fin sale de la niebla. El cansancio, el hambre, la sed y la maleza, han afectado su salud y su vestimenta. Su estampa es lastimera.
Desciende por senderos que ya puede ver con claridad, en donde el sol de nuevo le da el calor que ha añorado durante su ciego vagar.
Se encuentra en alguna finca, pues, plantíos bien cuidados lo rodean. Horas más tarde llega a una explanada, en donde hay varias casas humildes y una pequeña iglesia, de esas que suele haber en las fincas y que se abre una vez al año para celebrar el día del santo patrono del lugar. Algunos jóvenes juegan en la plazoleta. Por su apariencia se intuye que son descendientes de extranjeros, quizá de europeos.
Solicita ayuda y trata de narrar su odisea. Los jóvenes lo escuchan. Intercambian miradas de incredulidad y a pesar de que hablan español, entre ellos se comunican en una lengua extranjera que no entiende; podría ser alemán.
Es llevado a la casa patronal, en donde no tarda en atenderle un médico. El viajero insiste en hablar de pegasos, de aves fénix, de grandes cabezas de piedra y de serpientes de siete cabezas. Los finqueros lo escuchan con la cortesía que se presta a las fantasías de un niño. Es asistido para su recuperación y se le suministran calmantes.
Duerme profundamente.
Después de un prolongado letargo vuelve en sí. ¡Se encuentra en el manicomio! Los habitantes del valle pueden continuar su vida en paz.
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*Vicente Antonio Vásquez Bonilla (Guatemala, 1939) ha publicado seis libros de cuentos y una novela, ha obtenido varios premios literarios a nivel nacional, participado en varias antologías a nivel internacional y publicado en revistas, entre las que se pueden mencionar: Revista Maga, Panamá; Revista Camagua, España; Revista La Ermita, Guatemala; y en periódicos, tales como: El Heraldo de Chiapas, México; Siglo XXI, Guatemala; Diario Noticias, Perú. Correo–e: chentevasquez@hotmail.com
El cuento donde narra la neblina y los monumentos olmecas y su desenlace, me parece muy bueno, porque revela una imaginación original que es indispensable para escribir esos cuentos de ficción. Por otra parte, su escritura es muy clara, precisa y con vocablos muy bien utilizados. Felicitó al autor y que continué escribiendo, porque además cuando uno tiene esa afición no se puede abandonar, ya que si uno no escribe siente fustración.
El cuento que acabamos de leer es motivante para estimular el ánimo decisivo de realizar alguna intrepidez que se desee como muestra de nuestra naturaleza creadora plena de libertad. Además nos deja ver la cara fea de la humanidad cuando acciones de otros son capaces de crear temor en los congeneres evitando así su desarrollo y crecimiento. Pero, aún con lo negativo que pudiera resultar entrar a una aventura así, entrar a lo desconocido, arriesgarse, decidirse, es mejor que quedarse inherte, viendo pasar la vida sin ninguna novedad. Es mejor parecer un loco, que un ignorante empedernido. El caminante conoció!!!