Literatura Cronopio

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Estrella

A ESTA NOCHE LE FALTA UNA ESTRELLA

Por Olga Echavarría*

«Alta noche en latidos cadenciosos.
Aire tibio molido en mis pulmones.
Borrachera interior de ávido fuego,
en la ciudad nocturna de mis sueños».
(Dolly Mejía)

Huele mal. Pegados al muro, Yiyo y Puerco, esperan en las sombras mirando a sus compañeros de la barra que se ocultan tras las láminas de concreto, puestas en desorden sobre las gradas de la placa deportiva. Yiyo trata de sofocar con el borde de su camisa el olor a mierda del lugar que parece ascender y descender con el viento. La hora es propicia. El vecindario duerme y las luces exteriores de las casas se ven como ojos ingenuos, espantados por la expectación.

La placa deportiva es el lugar apropiado para la batida de hoy: Iluminada por las lámparas blancas, que han perdido ya algunas luces a causa de las pedradas ocasionales de los ociosos del barrio, pero cerca de las cuadras más oscuras, la quebrada y el terreno baldío detrás de los ranchos que ocupan el antiguo basurero. Ésa es la ruta elegida por Puerco, en caso de que sea necesario escapar.

Las nubes de marihuana ascienden. El aire cargado de humo y vapores de excrementos trae voces, suspiros, sonidos metálicos de puntas asesinas y cadenas. Puerco mira de reojo a Yiyo. A pesar de la orden de silencio dada por el líder de la barra, murmura casi en su oído:

―Oiga parce, ¿si fue donde el esquizo?

Yiyo siente de inmediato el escudo marcado en su carne y la falta de la última estrella del equipo señalada en su piel como un agujero enorme, como un punto vulnerable de su cuerpo. Se cubre la nariz y la boca con la camiseta para apagar el vigor de su voz y huir de nuevo del mal olor antes de responder:

―Nada, no hubo plata y ese man ya no fía, la cucha sigue tirada y yo peor… parce, me da berraquera salir contra los Mendigos sin la estrella… serán maricadas mías.

Puerco suelta una risita tonta y eleva la mirada hasta las nubes, teñidas de rosa por la reverberación de la ciudad. Piensa en las carreras cuesta abajo en la bicicleta, en el vértigo y la angustia que entumecen su cerebro cuando se descuelga desde la loma y oye los frenos quejarse bajo su peso. Ahora siente una extraña lucidez que procura disminuir chupando con fuerza el cigarro de marihuana. Yiyo tiene más experiencia y sabe que el miedo lo atormenta, pero lo deja hacer. No quiere avergonzarlo con consejos. Entiende que, para Puerco, el concreto y la congestión de la urbe son una cosa distinta, algo asimilado y aprendido lentamente, tras días y noches de recorrerlos con su familia, buscando acomodo entre escombros. Huir y esconderse se han convertido en su rutina y su forma de vida, pero no siempre fue así y eso, (es la opinión de Yiyo) lo hace un tanto blando. «Tiene nostalgia del chiquero», piensa y sonríe a la oscuridad de la cancha imaginando a Puerco en el campo, arriando cerdos junto a su padre.

Cuando Puerco llegó al barrio los muchachos de «la 15» comenzaron a acosarlo. Su cara sonrosada y su talante tranquilo exasperaban a los bravucones quienes, al saber que era hijo del matarife clandestino de cerdos, lo apodaron Puerco. Yiyo lo conoció cuando el muchacho saltó por la ventana de su casa y se escondió bajo la máquina de coser que hacía las veces de comedor. Jeremías, el más duro camorrero de «la 15», se asomó instantes después y preguntó por él, pero Yiyo se hizo el desentendido. Puerco fue adoptado rápidamente por «Legión del Tambo», su barra. Era rápido de piernas y de cerebro y, muchas veces, su iniciativa y rapidez mental le había ayudado a ganar una partida o hacer algún dinero. Gracias a él la barra había iniciado un buen negocio de apuestas que luego los de «La 15» desbarataron a puñetazos. Puerco, acostumbrado a ser despojado de lo suyo por otros más fuertes, pasó a otro asunto. Yiyo lo admiraba de manera oscura y reservada. Envidiaba la pureza de su espíritu, la claridad de su piel y de su mente, su cara de niño asustado. La suciedad y los moretones no disminuían su gracia y en su casa, entre sus padres y hermanos, pasaba por otro hijo bueno de Dios, uno que nadie podría imaginar en una batida a muerte contra otra barra.

―Se están demorando los Mendigos… parce, ya tengo ganas de irme pa’l rancho―. Puerco se frotaba las manos y soplaba entre ellas por hacer algo, pues había dejado de sentir el frío y hasta el mal olor.

―Hermano, El Cholo no falla. Esos maricas de «El Reposo» no se pierden media. Además, ya saben que si no llegan vamos a buscarlos.

Puerco comenzó a sentir un malestar en los huesos. Solía sentirlo antes de un mal rato, como cuando tuvo que huir con su familia hacia el refugio, en la cabecera del pueblo. Observa a Yiyo con las manos ennegrecidas por los tatuajes y el mechón de cabello rojizo que le oculta el ojo derecho y piensa que su rabia y fiereza en la pelea pueden ayudarlo a ascender en la barra. Por el contrario él se siente a menudo como un ser sin oficio ni futuro. Mientras repasa las siluetas dibujadas en el muro, recuerda las horas tediosas que pasa tendido en el catre, mirando a la pared, perdido en el fondo de una grieta o en la geografía lunar de alguna mancha. En ocasiones, el cuchillo de matarife de su padre le grita, con insistencia, desde su estuche de cuero negro y, entonces, a pesar de sus esfuerzos, las lágrimas se escurren de sus ojos y se le atraviesan en la garganta. Las banderas del equipo, en la pared, no logran darle consuelo como a Yiyo, la voz del narrador en el programa deportivo le resulta odiosa, las discusiones interminables sobre lo que dijo o hizo tal técnico o tal jugador lo enferman. Con el rostro pálido se aleja hacia una puerta o una ventana, mientras los demás muchachos de «Legión» continúan debatiendo, y trata de soltar el aire retenido en sus pulmones para no ahogarse en su propia porquería.

Puerco enciende un nuevo cigarro. Se encoje de hombros ante la mirada de reproche que le dirige Yiyo. La congoja comienza a ascender desde su estómago, trata de convertirla en rabia pero teme que, quizá, esta vez no lo logre. Levanta la mano para despedirse de Yiyo y escurrirse por el baldío hasta su casa pero, en ese instante, hay un estremecimiento en el caserío, como si la noche hubiera dado un aletazo repentino. Los primeros Mendigos comienzan a descolgarse por el muro del frente y a organizarse con voces y silbidos. Yiyo da un último vistazo al recuerdo de los suyos antes de tomar las cadenas y anudarlas a su brazo. En un instante, breve y preciso como un dardo, lo asalta la imagen de Puerco entre los potreros y los chillidos desconsolados de los animales sacrificados por su padre, en el matadero del pueblo. Tal imagen lo estremece y casi mitiga su rabia. Se le ocurre que este es, de alguna manera, un escenario paralelo a ése otro, el del campo. Que el muchacho que se encuentra a su lado dando pequeños saltos de boxeador, para darse valor, podría haberse evitado este destino, esta mueca irónica del azar. Entonces, mira de frente a su amigo y lo toma por el hombro pero éste se suelta con brusquedad, se saca la camiseta y se la pone al revés. Este gesto lo hace sentirse mejor, más fuerte, más seguro. Yiyo, alentado por el arranque de su compañero, da media vuelta, viste mentalmente su armadura de guerra, lanza un escupitajo de desprecio y sale al encuentro de los enemigos.

La cancha está cubierta de una arenilla gris que hace resbalar sus botas, sin embargo, no deja de moverse rítmicamente, dirigiendo sus golpes hacia los cuerpos opacos que se precipitan hacia él desde las gradas. De pronto un golpe seco detrás de la cabeza detiene su movimiento, siente cómo el asfalto le araña la cara y la arenilla gris entra en su boca, trata de darse vuelta ignorando el zumbido en los oídos y dando patadas para liberar los pies del par de garras que lo arrastran, pero de repente las garras vuelan, el campo se oscurece, la arena y su rudeza parecen levitar, las luces se apagan.

De bruces contra el asfalto, Yiyo recupera súbitamente la conciencia. El aire entra a sus pulmones con dificultad produciéndole un dolor que se expande, abarcándolo por completo. Imágenes en retazos atraviesan su mente como relámpagos, hay rostros terrosos y varillas que cortan el aire, gritos sofocados y chillidos que resuenan aún en sus oídos. Levanta la vista del cemento arenoso en busca de Puerco, tratando de capturar la realidad que se aleja anudada al aire frío de la madrugada; descubre que en realidad no quiere mirar el cuerpo tendido a su lado, no quiere examinar el rostro que parece llamarlo con una mirada torva, congelada en la oscuridad. No quiere descubrir alguna marca conocida en los tatuajes de los brazos o el escudo con todas sus estrellas sobre el pecho desnudo. Dirige su mirada hacia el vecindario solitario, con unas cuantas luces lacrimosas desdibujándose en el fondo negro, y llora mientras gira de espaldas al cuerpo que reposa sobre una mancha grande, como una bandera infame, del color enemigo.
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*Olga Echavarría nació en Medellín. Terminó estudios de ingeniería de sistemas en la Fundación Universitaria San Martín. Actualmente estudia Letras: filología hispánica, en la Universidad de Antioquia. Pertenece al taller de escritores de la Biblioteca Pública Piloto de Medellín, que dirige Jairo Morales Henao, desde el año 2006. Ha publicado cuentos en el Suplemento Generación de El Colombiano, en las antologías Obra Diversa (2007) y Obra diversa 2 (2010), editadas por la BPP, en la obra Antología Relata 2011, editada por el Ministerio de Cultura y en la revista Odradek, el cuento (Abril de 2012).

2 COMENTARIOS

  1. Es lo mejor que he leído de Olga. Su capacidad de aboredar la temática rural y la urbana con idéntica solvencia, me impresionan. Lástima que los gráficos que acompañan el texto no le hagan justicia.

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