Literatura Cronopio

0
329

Llamé tres veces al telefonillo, y la señora que contestó, al escuchar mi voz me dijo, sin ninguna muestra de cortesía, que la pensión estaba completa. A la cuarta, le dije que venía recomendada de José Miguel, un amigo suyo. Escuché que tragó aire y con la voz aplacada me pidió que subiera. Montserrat me miró asustada, de arriba abajo, estupefacta. Cuando le di la mano y dije mi nombre sonrió con un cigarrillo entre los dientes. Terminó de abrir la puerta con una parsimonia enervante, me hizo pasar a la cocina y dándome la espalda dijo que le gustaba mi acento canario, aunque ese día, conscientemente, intenté hablarle a aquella misteriosa mujer en mi castellano más neutro.

El español del emigrante se transforma de a poquitos, por los efectos de la distancia, del uso y de la soledad, que era la culpable de que la única colombiana que escuchara mis oídos con frecuencia fuera yo misma. El español que llevaba en mi cabeza cuando aterricé en la península había cambiado, se había endurecido un poco con cada año que pasaba, y su entonación, por más que yo deseara controlarla, salía ahora con una canción distinta que musicalizaba palabras que los españoles usaban y que marcaban la partitura para entenderme sin sorpresas con ellos. De un día para otro al mesero empecé a denominarlo camarero, y para llamarlo ya no valía con un «¡oye!», ahora era el turno de la palabra «perdona», y lo siguiente fue cambiar «¿me regalas un café?» por un «¿me pones un americano?».

Sin embargo, mis indigentes nunca serían omelés, porque los míos hablaban español, y eso de importar mal la palabrita del inglés tenía doble penitencia, y tampoco había caído en el pozo espantoso de Laísmo y Leísmo, unas horrendas criaturas que convencieron a media España de decir eso de su marido la pegó y le llamo mañana. Señores: a las mujeres no se las pega, eso nunca, desgraciadamente se les pega, y usted mañana no le llama a Manolo, usted lo llama. Por no hablar del dequeísmo de la Telefónica, que nos había dejado este mensaje inexplicable que se repetía incansable en todos los contestadores: Telefónica le informa de que no tiene mensajes nuevos.

Por suerte Montserrat no hizo muchas preguntas sobre mi origen y esa extraña relación que dije mantener con mi madrina, a quien reconoció haber visto por última vez hacía quince años. Sólo me preguntó con recelo si no tenía un carné de identidad español, pues no pareció gustarle mi cédula de país remoto. Acostumbrada a recibir eses: ingleses, franceses y escoceses, lo de empezar a recibir anos: colombianos, dominicanos, ecuatorianos, le daba un poco de rebote.

Tardé en conocer los detalles de la historia que unió a esta pareja de ancianos atormentados. El tal José Miguel, cuando bebía más de la raya que tenía pintada por dentro de su estómago, llamaba por las noches a mi móvil, pero era poco lo que yo entendía de sus súplicas con su llanto exaltado y esa flemática tos rota que le sujetaba la voz. La última vez que lo escuché, colgué y me imaginé que como no podía hablar con Montserrat, intentaba servirse de mí para exorcizar esos demonios que le enrojecían el alma.

Habían dejado de verse hacía quince o incluso más años, pero se seguían chantajeando y espiando a través del carnicero, del vendedor de prensa y del bodeguero que le servía a él la cerveza. Una noche, cuando Montserrat mezcló las pastillas con las copas y me encontró sin mucho que hacer, me preguntó por José Miguel. Yo le dije que seguía igual, calvo y dándole a la botella. Entonces Montserrat, satisfecha de que él también sufría, se despidió con un gesto que denotaba confianza en sí misma, empuñó sus flacos labios con fuerza y su cara se frunció entera como si se hubiese tomado un trago espantoso. Se dio la vuelta y se alejó tambaleándose por dentro y por fuera, consumida por un tormento imposible de imaginar.

De seis años que llevaba yo en Madrid, el último año y medio había dormido en esta pensión, y confirmé que no existía sitio más desangelado, tan temporal y ajeno para sus ocupantes que vivía privado de alma. Al principio me costó mucho vivir en un sitio tan público e intenté calmar mi desesperación llamando a mi abuela. Con el tiempo me acostumbré a vivir con gente que no conocía de nada y que cambiaba casi a diario, clientes que venían a pasar una noche barata en un sitio que no recordarían jamás.

Y para hacer más grata mi estancia, desde el primer día usé mi propia toalla y mis sábanas, ambas enviadas por mi abuela. Esos trapos con flores y encajes me daban la única sensación de pertenencia agradable que podía oler y tocar.

—¡Soledad, la puerta! —gritó Montserrat desde su cuarto.

Siempre abría la puerta ella, así que debía ser mi agente que traía libros a la carta. Como de costumbre intenté colarle un té o algo caliente, pero no se dejó invitar. En un tropiezo de confianza me dijo que me veía con mala cara y que había engordado. Le respondí que sí, pero me pareció indignante su observación. Cuando lo pensé mejor, me causó gracia su sinceridad, pues no sabía si tacharla de genuina o de descarada. Al final de su visita, mi cuerpo en silencio se lo agradeció, y deduje que la prudencia no era la mejor aliada para darme cuenta de los estragos de mi tristeza.

Esa tarde comenzaba un taller al que me apunté sobre el poder revelador de los sueños. Tenía tantos, y tan vívidos, que no lograba distinguir si lo que recordaba había ocurrido mientras dormía o no, y supuse que mis sueños querían decirme algo, aunque también supuse que quizá querían escapar de mí e irse con otra que les diera más juego.

Antes de caer en depresión por no encontrar trabajo, al ducharme todos los sueños se me aclaraban, pero ahora era casi más real en ellos que mientras estaba despierta. La depresión tiró de mí con fuerza, y siempre me lanzaba a la cama, en donde me eché a dormir, aunque no tuviera sueño. Algunas veces mi cuerpo dormía y yo me mantenía despierta. Algunas veces soñaba en inglés, otras en italiano, y muy de vez en cuando soñaba que alguien me hablaba en portugués.

Dormir hasta la exageración era lo más parecido a estar muerta por horas. Desde niña sabía que sólo a los muertos les mostraban su peliculón de placeres y castigos, su largometraje personal. En ese video me gustaría ver a mi madre, saber cuántas veces Yago se había cruzado en mi camino sin haberlo visto, con cuántos ladrones había conversado, cuántas veces había puesto mi vida en peligro, contar el tiempo desperdiciado frente a una pantalla o un teléfono, los minutos dedicados a la literatura, al sexo sin cobijas, a la comida, a sacar a la perra, recordar mi noche más gigante y revivirla mil veces.

Aparte de poder volver ver a mi madre, que era la sensación más fuerte que podía concebir, había una idea que me acojonaba de los poderes de la muerte, que me mostrasen los posibles finales de mi vida, los más extremos, derivados de haber tomado otros caminos mientras vivía, permitiéndome calcular qué tan lejos estuve de mi versión más completa y de la más miserable.

El curso sobre los sueños se impartía entre los vapores de tallarines en un restaurante vegetariano de la Gran Vía. Por esa calle desfilaba el olor del tumulto, el andar torpe de los turistas y sus miradas ansiosas por hallar personajes fuera de lo común, chicas de piel dorada en pleno invierno meneando sus compras, payasos a la fuerza, prostitutas vigiladas, músicos que espantaban el frío con el aire de sus trompetas, y gente, mucha gente trenzándose en una malla de colores indefinida, en la que era posible encontrar personas para todos los gustos, de todas las tallas, convicciones, aspiraciones salariales y vicios. Los almacenes invitaban a pasar con sus vitrinas hambrientas, cafeterías, sex shops, cajeros, teatros y hoteles se disputaban por ser los primeros en el recorrido visual de los encandilados ojos de los paseantes. En alguna esquina olía a lo que nadie, ni siquiera los que no se bañaban, querían oler: a pobreza. Delante de la esplendorosa juguetería unas letras temblorosas presentaban a un hombre que se moría de Sida. Cuando pasé a su lado descubrí por accidente la etimología de la palabra pordiosero. El tipo miraba inmóvil, con los ojos cansados de ver a los demás gastándose el dinero que todos negaban tener. Lo esquivaban con culpa, con alivio, con rabia o con desagrado, pero siempre con prisa.

Todo en el mismo pastel, en la misma calle emblemática que se congelaba y descongelaba con cada foto en la que aparecía retratada. La lujuria y la supervivencia conviviendo en un paisaje de cuerpos en movimiento, de luces interminables, cantos urbanos y bailes al son del dinero que entraba y salía dando saltos como si el suelo estuviera ardiendo. Así era Madrid, alegre y hostil, de azul mariquita en las tardes de primavera y con nubes manchadas de oscuro en los ásperos inviernos. No imaginé que haría tanto frío cuando aterricé por vez primera en España, con la ilusión y el éxtasis secreto que me daba estar cerca del lugar más deseado de Yago. Los días se volvieron cortos y yo, como ellos, me encogí con el respeto que daba algo desconocido, algo que algunos decían que podía llegar a matar. Pero no reuní fuerzas suficientes para ponerle cara al frío y salir a conocer esa ciudad dormida de la que tanto me había hablado Yago, mi único amor, mi novio que me dejó para volverse amante del mundo. Hice el intento, pero el frío me torturó, me descosió los labios, me dejó azules las manos, me enfermó, se rió de mí y me envió a empujones al médico. Supe que nunca sería una mujer de frío porque a mi corazón le daba por acelerarse demasiado para entrar en calor, pero en su siguiente visita aprendí a resistirlo, a vestirme como los europeos, que se enfundaban cuatro o cinco capas de ropa, pero el invierno me siguió sabiendo a cuerno.
_________
* María Paz Ruiz Gil es periodista y escritora bogotana. Estudió periodismo en la Universidad de Navarra. Máster en Estudios literarios de la Universidad Complutense de Madrid. Candidata a doctorado en Creatividad Aplicada de la misma universidad. Profesora de microrrelatos y artista sonora. Narradora de microficción, ha publicado un libro y varios microrrelatos. Más publicaciones suyas en La nave de los locos, en el diario El Espectador (diario nacional de Colombia), en Palabra Abierta, suplemento cultural del diario Hispanic L.A. de Estados Unidos, en el periódico Tribuna Complutense, en la revista literaria Letralia, y en diferentes blogs especializados en el género de la microficción del mundo (Gaceta Cariátide de México, Piso12 de Argentina y Culturamas de España). La Universidad Complutense de Madrid expuso cuarenta de sus microrrelatos en la Biblioteca María Zambrano en su Primera Semana de las Letras Complutenses. Graba microreelatos como piezas de radio. Trabaja enseñando a escribir microrrelatos en el Centro de Formación de Escritores la La Piscifactoría y el Centro Hispanocolombiano de Madrid. El autor Fernando Valls la invitó a participar en la Antología del Microrrelato Español, que prepara la editorial Páginas de Espuma para el 2011. Es autora de dos novelas: Memorias de Soledad, Una colombiana en Madrid (finalista del Premio Joven de Narrativa U. C. M. 2010) y De padres y otros fantasmas (concursando actualmente para un Premio de narrativa). Sus blog: https://lacomunidad.elpais.com/historias-de-una-cronopia/posts

El presente relato hace parte del primer capítulo de su novela «Soledad, una colombiana en Madrid», publicada por Ediciones B.

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.