Literatura Cronopio

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Fabulacion

DE FAMILIA & FABULACIONES

Por Alemka Tomicic*

FINAL DE FIESTA

De las escasas oportunidades en las que mis papás hacían fiestas en la casa, recuerdo con amargura la manera como finalizaban. No es que terminaran con algún accidente o una discusión encendida por el alcohol —al menos eso hubiese sido algo—. Simplemente acababan, desaparecían, y con la partida de los últimos invitados, comenzaba un exasperante ritual de exterminio de cualquier huella o señal de lo que allí había acontecido. No importaba si la fiesta terminaba a las ocho de la tarde, la media noche o a altas horas de la madrugada: El ritual iba igual. Se apagaba la radio y se encendían todas las luces para revelar la proporción de la «catástrofe». En silencio, y formando un equipo extremadamente coordinado, mi papá recogía la vajilla sucia mientras mi madre preparaba una lavaza en la cocina. Desde mi pieza escuchaba el encendido del calefón, el agua correr y el sonido de los cubiertos golpeando la loza y las copas. Una vez que todo estaba lavado, se producía un nuevo silencio que era interrumpido por el rasgueo de la escoba de paja que mi papá manejaba con una impresionante habilidad. Mi mamá, simultáneamente, secaba y guardaba el ejército de loza y cubiertos.

Sobre todo los cubiertos eran —y lo siguen siendo— un espectáculo. En el primer cajón del mueble de la cocina guardaba los cubiertos para las ocasiones especiales: «los plateados» (nunca he sabido en realidad de qué material son). Separadas por una bandeja organizadora estaban las cucharas de café, cucharas de té, cucharas de helado, cucharas de postre (un poco más grandes que las de té, pero más pequeñas que las soperas), tenedores de torta, tenedores de postres (un poco más grande que los de torta, pero más pequeños que los de comida), cuchillos de pan, cuchillos y tenedores de pescado, y cuchillos de comida. El juego contaba —y aún permanece intacto— con ocho cubiertos de cada tipo. Después de lavarlos diría que más que secarlos los pulía: De tanto en tanto, ponía frente a su rostro la parte trasera de las cucharas y las hojas de los cuchillos y, si el reflejo no era lo suficientemente claro, entonces los humedecía con el vapor de su respiración y los volvía a secar con el paño de cocina. Luego los instalaba a cada uno en el lugar correspondiente: las cucharas de café y las cucharas de té en un espacio del organizador, en fila india, cada una detrás y pegada a la otra; las cucharas de helado con los tenedores de tortas en otro lugar y también en fila india; juntas en un espacio más grande las cucharas y los tenedores de postre; en un espacio contiguo las cucharas soperas y las de postre; luego los tenedores de pescado con los tenedores de comida y; en espacios sucesivos los cuchillos de pan, los cuchillos de pescado y los cuchillos de comida; todos ellos siempre en fila.

De pequeña me gustaba abrir ese cajón y quedarme contemplando ese ejército de metal. Imaginaba que como en las películas de Walt Disney, y de fondo con «La cabalgata de las Valkirias» de Wagner, los cubiertos cobraban vida y me hacían testigo de una fastuosa parada militar. Hay que decir que era un ejército extremadamente especializado que transformaba los almuerzos dominicales en un asunto táctico y estratégico. Con este ejército de utensilios la práctica de «poner la mesa» podía ser calificada de cualquier manera, mas no como una labor trivial.

En fin, en aproximadamente cuarenta y cinco minutos —en otras ocasiones incluso en media hora— y con una eficiencia impresionante, mis padres dejaban la casa como si allí no hubiese sucedido nada (como en el comercial que sonaba en aquella época para publicitar un papel absorbente: «¡Aquí no ha pasado nada!»). Levantarse al día siguiente, al menos para mí, era devastador: «¿Realmente había sucedido?; sí, había habido algo ayer; ¿y en qué momento se fueron todos?, ¿Dónde se fue o se guardó la fiesta?». En algunas de esas ocasiones, infructuosamente busqué entre los cojines de los sillones, entre las patas de las sillas, incluso debajo de las alfombras, algún vestigio, alguna huella. ¡Pero nada! El trabajo que mis padres hacían era de «relojería».

Cuando vi Pulp Fiction, la película de Tarantino, la escena de Mr. Wolf me retrotrajo enseguida a la actuación de mis padres. Primera escena: tres gánster van en un automóvil sosteniendo una conversación cotidiana. Por accidente el que va en el asiento del copiloto dispara su arma y le vuela los sesos al que va sentado en el asiento trasero. El auto queda hecho un desastre de sangre y pedazos de masa encefálica. Segunda escena: luego de estacionar el automóvil en el garaje de una casa en algún suburbio de alguna ciudad de los Estados Unidos, uno de los gánster llama por teléfono e informa a alguien de la «situación». Tercera escena, aparece Mr. Wolf: «Soy Winston Wolf. Soluciono problemas» y en el equivalente de aproximadamente media hora en los tiempos de las películas, logra que el auto quede impecable y, adicionalmente, se deshace del cuerpo del gánster asesinado accidentalmente.

No me caben dudas de que mis serias dificultades en la actualidad para mantener mi propia casa en orden, tienen su origen en esas «fiestas–no–fiestas» en la casa de mis padres. De hecho, al igual que ellos, guardo los cubiertos en el primer cajón del mueble de concina. Sin embargo, más que un ejército, mis cucharas, tenedores y cuchillos multitamaño y multifunción, probablemente en la imaginación de mis hijas cobran vida como un grupo de bolcheviques ebrios, caminando desordenadamente a hacer lo que se pueda en la mesa y con la comida, todo esto al ritmo de la música de Kusturica, jajajaja. No sólo eso me cuesta y mucho, sino también aceptar que la fiesta debe acabar: «¡no se vayan todavía!, es temprano aún, quédense un ratito más». Y una vez que, a pesar de mi insistencia, los últimos invitados se van, entonces mi casa queda inmóvil, a veces por un par de días, como esas casas–museos llenas de los objetos que recuerdan la vida de sus honorables habitantes.

Pero, por más que extienda el asunto, lo cierto es que las fiestas se terminan y, una vez que esto ocurre, comienza la no–fiesta. Salgo un poco desabrigada con amigos y amigas a tomarnos algo a un bar y al día siguiente amanezco con un resfrío mortal: se acabó la fiesta. Igor, mi padre, mira fijo por encima de mi hombro y lo interrumpo, «¿en qué estás pensando?», «en nada» (y probablemente es la respuesta más honesta que me ha dado en su vida): se acabó la fiesta. Temprano me llama mi hermana por teléfono: «la tía Gloría tiene cáncer al pulmón»: se acabó la fiesta. Solo quedan los vestigios y la tarea de decidir qué hacer con ellos.

PERROS EMBALSAMADOS

En «Los Corcolenes» ya estábamos constituidos los tres hermanos.

No sé por qué ni en qué momento comencé a anclar los diferentes capítulos de mi vida a los lugares que habitábamos. El primero no fue «Los Corcolenes» —lo sé por oídas— aunque sí es el primero del que tengo conciencia y memoria. Luego vino «La Quintrala» y, finalmente, «Carlos D’orlhiac». Posiblemente fue una costumbre transmitida por nuestros padres, pues yo he hecho lo propio con mis hijas. Por ejemplo, la mayor ya cuenta su diez años de vida señalando cuando vivíamos en el departamento de «Chesterton», luego «la casa de Los Dragones» y ahora la de «Julio Montebruno», nuestro presente… No viene al caso, pero me parece curiosa la manera como los nombres de las calles a veces coinciden con nuestros destinos: El nombre propio «Julio» es el nombre que le damos al mes del año en el que se inicia el invierno en el hemisferio sur. Da para pensar, ¿no?

«Los Corcolenes» era un pasaje, ubicado en no sé qué lugar de la ciudad de Santiago. Para mí era el mundo que abandonaba por las mañanas cuando iba al jardín infantil, otro mundo de lo que era el universo de mi niñez. Si hago memoria, el pasaje estaba compuesto por seis casas pareadas, es decir, tres pares de casas propiamente tal. Para mis dimensiones y perspectiva de aquella época, se trataba de un caserío que rodeaba una explanada de pasto en cuyo centro se hallaba una gran palmera. A su vez, la explanada estaba circunscrita por un camino de asfalto roído, al que daban los patios delanteros de los pares de casas, y que desembocaba al espacio exterior. Las rejas de las casas eran bajas, tanto así que no sólo podía asomar sobre ellas mi cabeza sino también, y de manera holgada, mis brazos de niñita de cuatro años. En «Los Corcolenes» las rejas siempre estaban abiertas o susceptibles a ello.

Decía que los tres estábamos ya constituidos en aquella locación. Con la hermana que me sigue teníamos muy poca diferencia de edad, por lo que en mis recuerdos es como si ella siempre hubiese estado ahí. En cambio, nuestro hermano menor llegó en «Los Corcolenes». Llegó grande, «criadito» se podría decir. La imagen que guardo de él en esa casa es la de un niño rubio y silencioso jugando en el interior de un corral de barrotes de madera en el centro del living. Mi hermano no había llegado recién nacido, no había llegado directamente de la maternidad. Había llegado un año después de su nacimiento y desde la casa de la Nona, nuestra abuela paterna. Bueno, puede ser que no haya sido exactamente así, pero ese es el recuerdo que guardo. Con los años pude llenar de relato la manera particular en que nuestro hermano había aparecido en la familia. Después del parto, nuestra madre se había deprimido seriamente al punto de entrar en un estado psicótico. De la sala de maternidad pasó directamente a una clínica psiquiátrica. Por su parte, nuestro hermano recién nacido pasó directamente al cuidado y alero de la Nona. A nuestra madre le costó prácticamente un año —con algunas idas y venidas—, y a punta de litio y terapias electro–convulsivas, salir de su estado de locura. Cuando regresó definitivamente a la casa de «Los Corcolenes», con dificultad recordaba el hecho que tenía dos hijas. Por lo tanto, no tenía noticia alguna de que además había logrado parir al deseado varoncito. Pensándolo ahora, se podría decir, que aunque fue concebido en términos biológicos, la llegada de nuestro hermanito fue más bien una adopción.

Pese a ese triste episodio, lo cierto es que creo que «Los Corcolenes» fue el mejor período de mi infancia. Entre la internación de nuestra madre y las extenuantes jornadas de trabajo de nuestro padre, al menos mi hermana y yo, la pasábamos entre las nanas de turno y los vecinos. Los habitantes de la otra mitad de nuestra casa eran una pareja con cuatro hijos ya mayores. El se llamaba Orlando, un señor canoso, sumamente amable y querendón que se desvivía por su perro dálmata. Uno de sus cuatro hijos era bombero. En la habitación que compartía con sus tres hermanos siempre colgaba a la vista su casco y chaqueta. Pasábamos mucho tiempo en la casa del tío Orlando en la que recuerdo también había un gran rosal. No es que sienta alguna atracción por los rosales, simplemente lo menciono porque en una ocasión nuestro hermanito se cayó encima y quedo completamente arañado.

Hoy me impresiona que tanta gente haya podido habitar en paz —porque realmente así era— en tan reducido espacio. Las casas de «Los Corcolenes» eran muy pequeñas. Contaban con un living–comedor mínimo, una cocina oscura y de pasillo estrecho, un baño con ducha de pie y dos habitaciones, una principal y otra en la que con mucha dificultad era posible instalar dos camarotes de una plaza. Pero en aquella época, ciertamente a mi me parecía una casa enorme, que formaba parte de un caserío, frente a una explanada, con una palmera gigante, en un lugar llamado «Los Corcolenes», quién sabe ubicado en qué lugar.

A propósito de pasar con nanas, tengo la imagen —un tanto recurrente— de estar sentada en un piso, al final del estrecho pasillo de la cocina, escuchando a Salvatore Adamo en algún dial AM, mientras observaba cocinar a la empleada de turno. Balanceaba mis pies, eso hacía. Lo que más extraño de la niñez es balancear los pies. Sentada en cualquier silla, los balanceaba; en el borde de la cama, los balanceaba; en el columpio, los balanceaba. Daba lo mismo el lugar en el que estuviese sentada, mi altura no era aún la suficiente como para que mis pies tocaran el piso o el mundo aún no se achicaba lo necesario para que aquello ocurriese. El punto es que extraño balancear mis pies. Aproximadamente a mis quince años alcancé mi estatura actual, un metro setenta y uno, altura que por aquellos días se consideraba por sobre la media de la mujer chilena. Y, bueno, mis pies ya nunca dejaron de tocar el suelo. Me pregunto si el poder seguir balanceando los pies tiene alguna incidencia en el tipo de personalidad o en el carácter. Por ejemplo, ¿qué pasará con esas personas que si bien crecen, no alcanzan una altura suficiente como para dejar de balancear los pies en todas las circunstancias? ¿Y en el caso de los enanos? que saben que aunque crezcan —y que ese crecimiento será mínimo— nunca, nunca dejarán de balancear los pies.

En «Los Corcolenes» aún balanceaba mis pies. Nos recuerdo a mi hermana y a mi sentadas en un sillón antiguo, de felpa color rojo, balanceando nuestros pies mientras que con una mano sosteníamos una taza de té y con la otra un puñado de galletas. Se trataba del living de otra habitante del villorrio. Una mujer mayor que vivía sola pero acompañada por tres perros, uno vivo y dos muertos. Los tres eran de raza pequeña, una mezcla de pequinés con quién sabe qué otros genes. El recuerdo que conservo es silencioso, salvo por los ladridos de ese endemoniado perro. Debe haberse llamado Cuqui o Pompi o algo así. Con certeza debe haber sido un nombre siútico, pues en otra ocasión me había perseguido para morder la rueda trasera de mi bicicleta y el susto que pasé lo tengo asociado a una voz muy aguda profiriendo un nombre como del estilo.

No sé con qué periodicidad ni por cuánto tiempo solíamos permanecer en esa casa. Pero no debe haber sido poco porque es una de las imágenes más nítidas que conservo de nuestra vida en «Los Corcolenes». El sillón rojo, las galletas con té, los tres perros y la anciana. Como en un cuadro de perspectivas, esos cuatro elementos y en ese orden, oscilan entre la nitidez absoluta y la total difusión. Primero el sillón rojo, suave, nuestros pies colgando y balanceándose. Luego, esas galletas deformes, de factura casera, sostenidas por nuestras pequeñas manos y sumergidas en el té, para sentir después en nuestras bocas ese sabor dulce y pegote de la galleta remojada. En el plano siguiente los perros. Uno que se movía de un lado a otro, que nos gruñía y amenazaba mostrándonos sus dientes y, que se regresaba cobardemente a las faldas de su ama. Los otros dos, como ya dije, estaban muertos. Pero estaban ahí. La anciana señora los tenía embalsamados y se encontraban sobre sus cuatro patas de pie sobre una base, con el hocico abierto, enseñando los dientecitos que habían conservado, y mirándonos fijo —sin pestañear— con sus brillantes ojos de vidrio. Obviamente, no se movían ni gruñían, pero realmente resultaban mucho más inquietantes que Cuqui. También tenían nombres, mas no recuerdo ni siquiera las sombras de sus apelativos. Probablemente deben haber sido igual de cursi que el de su compañero que aún seguía vivo. ¿Qué pensaría Pompi de sus compañeros de domicilio? ¿Tendría alguna consciencia que se encontraba día a día con su destino? ¡Pobres animales! ¡Pobre solitaria y anciana señora! En mis recuerdos se trataba de una viejita, siempre sola pero amable. El recuerdo en este plano es más difuso. La veo sentada en una especie de poltrona, con sus pies arropados con unas pantuflas y muy bien apoyados en el suelo, sus manos sobre sus faldas. En su rostro ya no distingo facciones, se encuentra totalmente desenfocado. Definitivamente no tiene nombre propio, simplemente se trata de la vecina de los perros embalsamados.
(Continua página 2 – link más abajo)

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