SOBRE POROTOS Y RASURADORES
«¡Es verdad!… hace ya un tiempo que decidí utilizar rasuradora para depilarme, simplemente porque caí en cuenta de que si venía un guerra, lo más probable es que los centros de depilación no seguirían funcionando!» Por supuesto que debe ser una de las razones menos esgrimidas para cambiar el método de la cera caliente por la Gillette. Pero creo que de a poco te has habituado a mis razones poco razonables o a mis respuestas tangenciales a tus preguntas específicas: «¿mandaste el correo?», «Lo estuve revisando y estoy de acuerdo contigo de que era bueno responderlo, porque, ¡claro!, puede ser un buen contacto, aunque», «grrrr!!!! pero dime, ¿mandaste el correo si o no?», «emmmm, ¡sí! eso es lo que te estoy diciendo» jajajaja.
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«¿Cuál guerra?» me pregunta mi psicoterapeuta. «No sé, supongo que siempre es posible que se inicie una guerra, aunque la que imagino es de ribetes apocalípticos, de alcance mundial, obviamente. Por eso es que puede faltar de todo en mi casa, pero siempre hay porotos y mis rasuradoras que, al menos, me proveerían de un par de años de piernas y axilas depiladas».
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«Papá, ¿que podría pasar si se lanzan todas las bombas nucleares que existen en el mundo?», solía ser una pregunta recurrente que nos permitía conversar sobre una catástrofe —al menos una más alejada que aquella que experimentábamos diariamente— en esos almuerzos dominicales, de riñones al jerez y de tensos silencios. Casi en automático, Igor comenzaba a dar cátedra: «Bueno, los que correrían mejor suerte serían aquellos que murieran en el momento mismo de las explosiones, y probablemente esos no seríamos nosotros. No es cierto aquello de que existe una ojiva nuclear dirigida al Palacio de la Moneda. Buena parte de la población moriría en los días siguientes por efecto de las quemaduras y la radiación. Pero aquellos que sobrevivieran, se verían enfrentados a algo mucho peor, una muerte mucho más lenta, producto de las consecuencias del ‘Invierno Nuclear’».
Para mí, bastaba con que pronunciara ‘Invierno Nuclear’ para que se me crisparan todos los pelos, ¡todos! incluidos aquellos que, en caso de que me tocara vivir en ese infierno, mantendría a ras de piel con mi rasuradora. Se me venía a mi mente adolescente la imagen de «La Nada» de la película «La Historia Sin Fin». Supongo que era una manera de minimizar y mantener en el plano de la fantasía la historia real y posible que mi padre continuaba relatando como si fuera la voz en off de un documental: «La nube radioactiva cubriría un poco más de dos tercios del planeta, contaminando el agua con la lluvia que de ella caería y, peor aún, oscureciendo y tapando la luz de día necesaria para que las plantas sinteticen la clorofila, con la progresiva disminución del oxigeno, los alimentos y la temperatura. Los sobreviviente morirían de a poco a causa del hambre, el frío y el envenenamiento por radiación».
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Debo reconocer que mientras vivía en la casa de mis padres, había algo que podía tranquilizar todas mis angustias —incluida las existenciales—; algo que nunca he podido encontrar de nuevo desde que me fui y comencé mi vida (bueno, mi vida adulta).
Al final del patio de nuestra «casa definitiva», mis padres hicieron construir dos cuartos destinados a ser bodegas. En el cuarto de la derecha, guardaban las herramientas y los dos electrodomésticos principales para el aseo del hogar: La aspiradora y el chanco eléctrico (No puedo dejar de mencionar que mi mamá todos los años le tejía una capa al chanco. No tomé consciencia de lo ridículo que resultaba sino hasta hace pocos años cuando descubrí que había cambiado la capa de crochet por una de género acolchado ¡y con vuelitos!). En la habitación de la izquierda y, en una especie de bodega–de–la–bodega, mantenían un stock permanente de mercadería no perecibles: arroz, fideos, alimento en lata, sal, azúcar, y muchas, muchas bolsas de porotos. Solía sacar a hurtadillas las llaves de esa bodega —las que se encontraban permanentemente en un vaso de plástico en la cocina— para abrir sus puertas y chequear que el stock nunca variaba. Cada vez que se ocupaba algo de esa bodega, mi mamá escribía en una libreta —con su letra caligráfica de colegio de monja— el nombre de la mercancía utilizada y enviaba a mi padre al supermercado para reponerla inmediatamente. Cuando me ponía mañosa, mi mamá me decía de manera drástica, «ojalá que no te toque vivir una guerra, ¡Comerías hasta guarenes!», pero no me alcanzaba, yo sabía que teníamos porotos de sobra.
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«Vives esperando el holocausto —me dijo», «¡Ya! pero no te des tantas vueltas que se va a cortar la señal del celular en cualquier momento!», «Eso poh, que aunque vivo esperando lo peor, igual mantengo algo de esperanza, se podría decir. En vez de vivir aquí y ahora, porque probablemete no haya un mañana, yo me preparo para ese mañana con porotos y rasuradoras, ¿me explico? Eso me dijo», «¡ya! qué bueno, hablamos más tarde, un besito, chao!».
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* Alemka Tomicic (Santiago de Chile, 1976) es Doctora en Psicología, se dedica a la Investigación de los procesos de cambio en los pacientes que asisten a psicoterapia. Ha publicado, en revistas especializadas, textos científicos que dan cuenta de los resultados de sus investigaciones desarrolladas desde hace una década. En este momento prepara un libro titulado Croquis e Instantáneas, del cual estas narraciones forman parte.