Literatura Cronopio

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LA GOMELA ENTRE LOS ÑEROS

Por Francisco Barrios Calderón*

Cuando les propuse a los editores de la revista Cronopio escribir una reseña sobre el libro de Íngrid Betancourt (¿o debería decir simplemente «Íngrid», como todo el mundo?), lo conseguí —me abstuve de comprarlo, no por mezquindad, sino porque dudaba de su calidad—, empecé a leerlo al tiempo con los artículos y reseñas que se publicaron con la ocasión, y lo terminé al cabo de tres días. Lo comenté con mis amigos por teléfono.

Sentí cierta fascinación por la autora y tuve mis reservas sobre el libro. Pero el tiempo pasó y cuando empecé a pensar en este texto, caí en cuenta de que tendría que volver a leerlo: en mi primera lectura no había subrayado un solo aparte ni había anotado nada en los márgenes (ni en una libreta separada). Acostumbrado a hacer lo contrario, comprendí que había leído algo distinto a lo que suelo leer la mayor parte del tiempo.

Ahora pienso que haber dejado pasar seis meses desde que «No hay silencio que no termine» salió a la venta, tal vez me permita hacer lo que el afán de la novedad les impidió hacer a otros críticos: reseñar un libro. Un libro más.

Decía antes que al tiempo con la lectura del libro leí prácticamente todo lo que encontré sobre éste y sobre su autora: Sombras y luces de Íngrid, el magnífico perfil de Felipe Restrepo en Gatopardo, que fue publicado antes de que saliera el libro; la entrevista compasiva —y complaciente— de Héctor Abad Faciolince en El Espectador (en la que, nos confiesa el columnista, que el tuteo se impuso desde un comienzo); el soso artículo de María Isabel Rueda en El Tiempo; la reseña extensa de Luís Noriega en El Malpensante y la columna de Carolina Sanín en El Espectador. Y me llamó la atención que, salvo los textos de Restrepo y Sanín, el resto se caracteriza por comentar el libro como si fuera literatura —esto es, arte— y por hablar de la autora haciendo énfasis en su condición de mujer y como si se tratara de una escritora que publicó su opera prima.

Borges nos recuerda en un texto que ya no recuerdo cuál es, que un libro es «una cosa entre las cosas» y que sólo cobra sentido cuando entra en contacto con el lector. A este respecto, habría que decir que el libro, como cosa, es ante todo convencional. La cubierta plastificada no depara mayores sorpresas, y el montaje de la portada, que busca reproducir la vista del follaje selvático a través de unos travesaños, sólo es del todo comprensible una vez que uno ha leído las descripciones de Betancourt sobre las jaulas en las que estuvo encerrada en distintos momentos de su cautiverio.

Por otra parte, el que el libro sea de pasta dura parece no tener ninguna justificación editorial; bien hubieran podido sacar a la vez una edición rústica de menor precio y, de alguna manera, más acorde con el tipo de libro. Pero, ¿de qué tipo de libro se trata?

“No hay silencio que no termine” no es una biografía, y por eso, calificarla de «gran literatura» es, si no un exabrupto, sí una falta de criterio (que, dicho sea de paso, deja serias dudas sobre la formación de los críticos en Colombia y sobre la comprensión que tienen de su propio oficio). Tampoco se trata de una crónica periodística, por el simple hecho de que la autora no es periodista de profesión (ni ha dicho nunca que quiera serlo, que yo sepa). Se trata entonces de un libro de carácter eminentemente testimonial y, por lo tanto, entra en la categoría de «testimonio» o de «memorias» (‘memoires’ lo llaman los editores gringos adoptando un galicismo). Un género que, a diferencia de la biografía, pretende dar cuenta tan solo de una etapa en la vida del autor y no de la totalidad de ella. Esta condición lo libera de la mayoría de las críticas que se le hicieron porque lo esencial de este género, lo que se espera del autor, es ante todo veracidad, y ésta se consigue por medio de descripciones, antes que de reflexiones psicológicas o sociológicas. Si la versión de los hechos que da la autora coincide o no con la de otros, es irrelevante, en tanto que una descripción se construye a partir de la percepción, y ésta, como todos sabemos, no puede ser sino subjetiva.

Betancourt narra minuciosamente escenas de su cautiverio, que impresionan por el buen manejo del tiempo narrativo y por la descripción del entorno selvático, y estas dos cualidades se evidencian sobre todo en los capítulos que tratan de sus cuatro intentos de fuga y de la reacción posterior de sus captores.

Bien, es precisamente en estos episodios en los que Íngrid es más sí misma —más «pagada de sí misma», como dicen en España— y sus captores también son más sí mismos. En esta desavenencia es donde, a mi parecer, cobra más valor el testimonio de esta ex secuestrada. Con obstinación, Betancourt se aferra a la noción de dignidad que le transmitiera su padre, Gabriel Betancourt.

Los de las F.A.R.C., por su parte, se aferran a su concepción de lo que es una política («todos son iguales»), una «prisionera de guerra» y una burguesa. Y en medio de esta grieta de dos mundos que jamás se van a entender está la selva, que en este libro recuerda a la de El corazón de las tinieblas de Conrad. Los guerrilleros que cuidan a Íngrid y a los secuestrados apenas si saben leer e incluso ignoran, a decir de la autora, que Bolívar murió hace más de cien años. Así, se parecen a esos áulicos del desquiciado Kurtz, que se dejan contagiar de su locura.

La autora, entre tanto, no puede lograr conciliar la idea de que estas personas no compartan con ella la noción liberal de la modernidad cristiana (la de los derechos fundamentales, la del Estado, la de la máquina y también la de Dios). Y así, entre un diccionario que Betancourt atesora como contacto con la cultura, y la selva como lo primitivo, la guerrilla y los secuestrados parecen dos ciegos queriendo golpearse. Al final triunfan los valores del liberalismo decimonónico y cristiano: la cautiva antepone su racionalidad al rencor y perdona lo que para ella representa la barbarie en grado superlativo (y tal vez lo sea).

Pero esa Íngrid que perdonó y sólo pudo reconstruir su experiencia en la lengua de la Ilustración, es esencialmente la misma persona de antes. No aprendió nada. Y no lo hizo porque un campo de secuestrados no es una escuela.

Primeras palabras de Ingrid Betancourt luego de ser rescatada en la Operación Jaque. Clic para ver el vídeo. Cortesía de Señal Institucional y Canal Caracol.

[youtube]https://www.youtube.com/watch?v=f1CSSpXK-2E[/youtube]

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* Francisco Barrios Calderón (Bogotá, 1970). Periodista de la Universidad Javeriana con una Maestría en la New School For Social Research (Nueva York) y cursos de doctorado en la Universidad Pompeu Fabra (Barcelona). Ha sido colaborador de las revistas Colors de Benetton, Barcelona Metropolitan, Gatopardo, Piedepágina, Quimera, El Magazín de El Espectador y Arcadia. Es profesor de escuela secundaria y vive en Bogotá.

2 COMENTARIOS

  1. ComprÉ el libro, lo leí y regalé unos cuantos. Primero por solidaridad con una mujer a quien todos detestan, simplemente porque se comporta como una mujer digna, autonoma, intelegente. El clásico chovinismo colombiano: mientras Clara es vista como la martir porque en la selva engendró y parió, a Ingrid se le tacha de bruja, la mala a quien todos quieren linchan con palabras. La santa y la p..a. Como lectora, me gustó su narración, sus metáforas, sus reflexiones sobre la condición humana. Más que las descripciones clásicas escritas por los secuestrados liberados, ella nos trasmite una mirada reflexiva sobre la condición humana, en condiciones extremas y, también muestra el trato desvalorizador que se da a las mujeres en medio del oprobio del secuestro en la selva, lo mismo que las carceleras.

  2. Qué reseña tan falta de sazón. Empezando por el título, bastante vago y confuso para hispanohablantes de otros países, y siguiendo con términos confusos que ni el mismo autor parece entender bien (¿liberalismo decimonónico?), lo único claro que dice esta reseña es que el libro no le gustó. Y punto. Nada de objetividad y profundidad. Hay que ponerle más teoría a estas cosas, hay que acudir a la noción de la víctima, una noción que la sociedad colombiana desconoce. Porque Ingrid podrá ser gomela, niña consentida, etcétera, pero fue víctima, VÍCTIMA, entiendan eso, colombianos, VÍCTIMA, y como tal merece nuestra comprensión.

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