REMUS Y LA EXPLICACIÓN: SOBRE UN CUENTO DE LILIANA HEKER
Por Randolph D. Pope*
Acabo de terminar de leer, y en algunos casos de releer con gusto, dos colecciones de cuentos de Liliana Heker (Buenos Aires, 1943), Cuentos (en la edición de 2009) y La muerte de Dios (2011). El primer libro contiene «La fiesta ajena», que ha llegado a ser un texto canónico por la eficacia y ternura con que presenta, sin estridencia pero en forma devastadora, el primer encontronazo de una niña con los rigores de la clase social. Para los que enseñamos en los Estados Unidos pocas cosas hay más exasperantes que la obstinada negativa de la mayoría de los estudiantes a reconocer que las clases sociales existen y suelen ser despiadadas por los límites que establecen y las formas en que marcan inexorablemente, más allá del nivel económico, el lenguaje, la vestimenta, y hasta lo más profundo de las personas con consecuencias sociales muy reales.
En «La fiesta ajena» la chica cree ser una invitada como las demás y se siente halagada de que, por ser de la casa (entiéndase hija de la empleada), se le asignen tareas de importancia, como ayudar a servir la torta y colaborar con los actos de magia. Sólo al despedirse, cuando a los otros niños se les da un regalo y a ella se le ofrece dinero, cae en la cuenta de que su condición es otra, que ha prestado un servicio, que la amistad, que acaso también exista, está contaminada por la obligación y recibe no simple gratitud sino recompensa. Debido a que el cuento carece de toda prédica y nada se subraya como moraleja, tiene la finura de un bisturí que de un tajo abre y revela, dejándonos a nosotros considerar qué se puede hacer con el cáncer social que de pronto se pone en muy amarga evidencia.
Pero entre los cuentos nuevos hay uno que me ha llamado mucho la atención, y creo que puede interesar a los lectores de la Revista Cronopio: «El concurso». (Gracias a la gentileza de Liliana Heker, el cuento se reproduce en este mismo número de la revista. Recomiendo leerlo antes de seguir leyendo este comentario, pues no quiero arruinar el placer de la lectura anticipando el final). El argumento es ingenioso. Un escritor prestigioso pero ahora deprimido y transformado en ágrafo, Remus, es invitado a ser juez de un concurso de cuentos patrocinado por un banco. Acepta, principalmente porque así tiene la oportunidad de salir de la ciudad y viajar a la costa, donde acaso pueda renovarlo el descanso y el aire de mar. Primero tiene que pagar el precio de leer 143 cuentos que en general le parecen horrorosos. Elige finalmente sólo uno y se presenta a la ceremonia. La decisión de Remus es cuestionada vehemente por el público presente, que resulta estar formado por los otros concursantes y sus hinchas, poniéndolo en el aprieto que todo profesor, crítico o simplemente lector ha sufrido alguna vez: ¿En qué ha basado su decisión?
La pregunta nos interroga también a los lectores. ¿Por qué me atrevo a decir que este cuento es notable, excepcional, y que merece leerse y comentarse? La fragilidad de las bases de un juicio con una categoría estética fue expuesta clásicamente por David Hume (1711–1776) en «On the Standard of Taste» («Sobre la norma del gusto»). Luego de observar que hay una gran variedad de opiniones a pesar de que pareciera haber un acuerdo en términos generales —lo hermoso, inteligente, audaz, y tantas otras palabras de encomio— cuando se entra en los detalles, se discrepa a veces radicalmente. Señala Hume, lo que más adelante profundizará Kant, que hay una diferencia entre la emoción que sentimos, lo que nos gusta o disgusta, y el juicio que pretende ser válido para todos.
Sobre el gusto no hay discusión —que me parezca que el ajiaco o el pozole sean sublimes es asunto mío— pero cuando afirmo que «El concurso» es un gran cuento estoy implicando que todos los otros lectores razonables debieran llegar a la misma conclusión. Hume reconoce que algunas personas serán más acertadas a la hora de hacer juicios estéticos generalizables y esta autoridad es la que primero se le confiere y luego se le sustrae a Remus. Las calificaciones que Hume sugiere son delicadeza de imaginación, que permite percibir las cualidades del texto, práctica en dar juicios que se van refinando al ser aceptados o rechazados por el público, y un conocimiento amplio que permita establecer comparaciones sensatas. Además, claro, este crítico ideal debe tener una mente libre de prejuicios —el autor del texto no es un amigo íntimo ni un enemigo acérrimo, por ejemplo— y prestar atención completa a lo que hace, es decir, leer atentamente, acaso varias veces, para evitar el apresuramiento y el descuido.
¿Cómo se califica Remus en base a estas exigencias de Hume? En primer lugar observamos que revela una atención al lenguaje y posee vigor imaginativo. Al escuchar de la persona que lo ha llamado que el concurso será solo para la plantilla local del banco, Remus rescata del significado evidente —el personal del banco— otro relacionado con su infancia: unas plantillas utilizadas para que los zapatos le quedaran bien. Pero hay aquí una serie de otros factores que observar. Para Remus la persona que llama es «la mujer bancaria», dos calificaciones que sugieren que en este momento él se siente superior, como intelectual y hombre, además de ser la persona culta que sabe, comparando rigurosamente, que no hay más de quince cuentistas vivos que valgan la pena. La mujer no tiene nombre, pero Remus lleva un eco de los fundadores de Roma, Rómulo y Remo, en la cuna clásica, además de que el de remo de los bogadores hundiéndose y saliendo del agua tiene una cierta connotación fálica. Cuando lo llama la profesora Lusarreta, Remus nota que ella manifestaba «una enorme confianza» en su criterio y lo llama «hombre sabio». Acaso debiera haberle prestado más atención a la cautela, que lo profundo de su mente le estaba indicando, al hacerlo recordar un tiempo en que sus pies eran pequeños para sus zapatos.
Sabemos que Remus no presta casi ninguna atención a los textos que juzga y cuando el cuento premiado se lee en la ceremonia se cansa de escucharlo completo, lo que sugiere que es posible que no lo haya leído antes sino a saltos. Pero sí habla de Maupassant, de Poe y de Quiroga, ostentando su erudición, refrendando su derecho a comparar. Curiosos los escritores que elige, a los que no les falta sin duda gran mérito, pero hacen pensar que Remus está anclado en el siglo XIX, y uno echa de menos a Borges, Cortázar, Luisa Valenzuela… para no mencionar a Kafka o Carver. La demanda del público, entonces, cuando surge, es magnífica y justa: «Exijo una explicación».
Sería banal que simplemente se tratara de la confrontación entre el autor capitalino y el público provinciano. Las aguas aquí son mucho más profundas y con corrientes traicioneras. El público reclama atención, lo que parece merecido, pero además reitera el concurso, lo rebobina, cuando una persona propone que cada uno lea su cuento «y públicamente decidamos cuál es el mejor». No parece posible que puedan llegar a esta decisión con un acuerdo unánime. Están invocando el espectro de ese «mejor» estético que es seductor pero escurridizo. Podemos imaginar que, como en la película de Buñuel El ángel exterminador, se quedarán atrapados dentro de una sala, cada uno tratando de transmutar su propio gusto en un juicio universal, «hambrientos de celebridad y de gloria».
Pero sabemos que el socavamiento de la confianza de Remus ha comenzado mucho antes que el desafío del público. No se cuenta a sí mismo entre los quince cuentistas vivos que merecen la pena, está paralizado en su vida diaria (no descarta los libros indeseados, no ordena los amados), y «había perdido toda confianza en sus propias palabras». La crisis se produce cuando una adolescente lo clasifica como ridículo. Si necesita contestarle es porque precisamente sabe que esa opinión es certera, pero de una manera que quizás queda oculta para él mismo (explica ciegamente), cuando menciona tener «esa ferocidad para juzgarse en relación a algo que él concebía alto y bello». Su vida se revela así como un largo concurso, en el cual ha sido participante y juez, ego y superego. Lo alto y bello le ha resultado imaginable, pero inalcanzable.
Y quizás surja así un aspecto de lo que Hume llamaba la importancia del juicio desinteresado. Remus está juzgando un concurso local que para él es parte de un concurso global en el cual él participa y en el cual está siendo derrotado, en parte por la práctica de la vida, pero principalmente por las exigencias que se hace a sí mismo. Así como la lotería de Babilonia se extendió al mundo entero, así el concurso se revela como la vida misma.
Si damos un paso atrás y contemplamos desinteresadamente, admirando la claridad del trazo, la amenidad de la anécdota y la profundidad de sus observaciones, ¿cómo no concluir que este cuento de Liliana Heker es magistral?
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* Randolph Pope catedrático de literatura española y comparada en la Universidad de Virginia. Fue director de Español, Italiano y Portugués entre el 2004 y 2007 y director de Literatura Comparada entre 2008 y 2011. Nació en Chile, estudió Literatura Española y Clásica en la Universidad Católica de Valparaíso. Recibió el Master y el Doctorado en la Universidad de Columbia, en Nueva York. Su campo de especialización es la novela peninsular y la autobiografía, también tiene un especial interés en la literatura latinoamericana, las artes y la filosofía. Ha sido profesor en la Barnard College, la Universidad de Bonn (Alemania), Darmouth College, Vassar College. Fue uno de los dos fundadores de Ediciones del Norte, editor de la revista Estudios Hispánicos. Ha publicado tres libros y más de cien ensayos académicos.