LOS NÁUFRAGOS
Por Vicente Antonio Vásquez Bonilla*
El día lucía claro. El sol con generosidad iluminaba el monótono paisaje marino, sin que ninguna nube estorbara su exitosa labor y sin la menor huella de cercana tormenta. Nada presagiaba la llegada de problemas de ninguna naturaleza.
El barco mercante, de calado medio, avanzaba tranquilo, surcando las aguas del océano Atlántico. Con parsimonia bordeaba las costas de África, rumbo al puerto francés de Marsella.
Desde el puente de mando, el piloto de turno bostezó debido a la calma chicha que le resultaba hasta aburrida. Minutos más tarde, distinguió en el horizonte un bulto negro que al parecer flotaba al garete. El navío continuó su marcha en esa dirección y, conforme se acercaba al objeto que aparecía y desaparecía ante sus ojos por efecto del incesante movimiento de las aguas, vio que se trataba de una balsa negra de goma, ocupada por tres personas de tez morena, quienes, con frenéticos movimientos de sus brazos, trataban de atraer la atención de los tripulantes del navío.
El barco se acercó a la balsa y, tras realizar los tripulantes una fácil maniobra, con destreza rescataron a los tres náufragos. Dos hombres y una mujer, cada uno portaba una amplia maleta con sus enseres personales y deportivos, según dijeron después de la acción de rescate.
Los tres náufragos se presentaron ante el capitán.
—Somos atletas —Indicó el de mayor edad—. Mi nombre es Abdel Alim, mi compañero es Hashim y nuestra bella acompañante, responde al nombre de Amatullah. Viajábamos como pasajeros en un bergantín que zarpó de Casa Blanca, Marruecos, con destino a las Islas Canarias, en donde competiríamos en una justa deportiva amateur. Todo marchaba bien y de repente, sorpresivamente, el bergantín naufragó. Fue algo tan inesperado y tan rápido que no tuvimos ni tiempo para enterarnos de qué fue lo que pasó.
Los marinos que escuchaban al rescatado atendían con curiosidad y atención.
—Gracias al misericordioso Alá, alabado sea su nombre por siempre, y a que nos encontrábamos en cubierta con nuestros bártulos a la mano, abordamos con premura la primer balsa que estuvo a nuestro alcance y por tal razón estamos contando el cuento —hizo un breve silencio, tratando de vencer la emoción que lo embargaba y continúo—. Desconocemos el paradero de las otras personas, pasajeros y tripulantes; sólo nos dimos cuenta que varios de ellos, tratando de salvar la vida, abordaron otras balsas. Después de esta desagradable experiencia, lo único que deseamos es llegar a tierra firme. Sin importar el lugar. A dónde sea. A dónde nos hagan el favor de conducirnos, estará bien.
—Estamos muy agradecidos con el Altísimo y con ustedes —agregó Hashim.
—Sí —intervino la dama, con los ojos humedecidos—. Y no seremos una carga para nadie. Desquitaremos sus atenciones trabajando en lo que sea.
—No hay necesidad de eso —les respondió el capitán del navío—. Es un deber humanitario prestar ayuda a cualquier náufrago. Es la ley del mar. Hoy por ti y mañana por mí. Sonrió.
El capitán les asignó un camarote para los tres.
—Por favor, excúseme —dijo el capitán, dirigiéndose a la dama—, pero no disponemos de otro para usted, Amatullah.
—No se preocupe, capitán —indicó la atleta—, ya nos las arreglaremos.
Sin embargo, a pesar de que los rescatados no tenían ninguna obligación, según se les hizo saber, después de acomodarse en el camarote estipulado, con presteza demostraron su buena voluntad y de que no hablaban por hablar. De inmediato buscaron tareas en que ayudar y, de hecho, manifestaron que todo el tiempo estarían prestos a realizar cualquier faena. Entre otras cosas, aseaban la cubierta, los pasillos y todos los ambientes del barco, incluyendo el cuarto de máquinas. Parecían ser personas, agradecidas, colaboradoras e incansables.
En el atardecer, el buen clima continuaba reinando y el barco proseguía en buena forma con su derrotero trazado. Y cuando parecía que nada los molestaría, apareció en las alturas un avión de guerra, tipo caza, P-51, Mustang, sin lucir ningún tipo de identificación que revelara su origen o nacionalidad.
Sobrevoló el barco a baja altura, despertando la curiosidad de los marinos, y con sorpresa vieron que, después de cobrar altura, retornó en picada y empezó a disparar contra el navío. Los atletas rescatados se refugiaron en el camarote que se les había designado y los tripulantes de la nave, en desbandada, se pusieron de inmediato a buen resguardo. Después de la sorpresiva rociada de plomo, el avión cobró altura, se alejó y desapareció en el horizonte.
Los disparos estropearon parte del puente de mando, causaron agujeros en la cubierta y rompieron los cristales de varios ojos de buey. Todos los ocupantes del mercante se quedaron asustados, fríos y preguntándose a qué se debió tan inusitada agresión.
Por radio se informó del incidente a las autoridades francesas.
Los cristianos dieron gracias a Dios por no haber bajas humanas que lamentar, y los deportistas rescatados agradecieron a Alá, que una vez más salvó sus vidas. Todos coincidieron en que quizás se debió a una equivocación y que el piloto, al percatarse del error, simplemente, se retiró.
Después del susto y de la limpieza de los destrozos causados por la agresión, los tripulantes que no estaban de turno y los deportistas se retiraron a descansar y pasaron una noche tranquila, pero, para algunos, llena de sobresaltos por la experiencia vivida.
Al día siguiente, de nuevo el clima se mostraba benigno. Todo el mundo desayunó e iniciaron sus labores cotidianas. Los atletas rescatados, de inmediato, buscaron tareas en que colaborar y de esa manera, se desplazaban con entera libertad por todo el barco, portando enseres de limpieza, que incluían cubos, trapeadores y productos envasados. En poco tiempo se habían ganado la simpatía de los marinos y veían su presencia con naturalidad.
—Yo limpiaré la banda de babor —señaló la deportista Amatullah a su compañero más joven, Hashim— y tú la de estribor.
—Mientras ustedes limpian —indicó el tercero de los rescatados, Abdel Alim—, revisaré la cubertada para ver si no hay cabos sueltos y si se encuentra bien asegurada.
Los tres iniciaron las labores acordadas entre ellos. Mientras el capitán, desde el puente de mando, los veía con simpatía.
—¿Te fijaste? —dijo uno de los marinos que trabajaba en la cubierta, a su compañero—. Estos dicen ser atletas, pero utilizan términos náuticos con familiaridad, como si conocieran del oficio.
—Sí, me parece raro, y qué casualidad que ese pinche avión nos atacó después de rescatarlos.
Los dos marinos guardaron silencio y se sumergieron en sus pensamientos, mientras continuaban con sus labores.
Transcurrió la mañana con normalidad, pero después de almuerzo, el pánico se adueño de los ocupantes del barco. El avión apareció en el horizonte cercano y, por aquello de las dudas, todos corrieron a resguardarse en prevención de cualquier ataque.
Los ocupantes del navío no se equivocaron. De nuevo fueron agredidos.
Providencialmente, los náufragos estaban cerca de su camarote y con presteza, se protegieron en él. Desde la seguridad de su refugio sólo escuchaban el funesto sonido de los disparos y el golpeteo de los impactos haciendo blanco en el exterior de la embarcación.
En esta oportunidad, la nave aérea dio dos pasadas sobre el barco, disparando y causando nuevos daños. Esta vez alcanzó a estropear parte de la carga que se encontraba sobre la cubierta.
El avión se retiró.
Los tripulantes del navío, conforme el temor los iba abandonando, fueron saliendo uno a uno. Varios, aún con el sistema nervioso alterado, temblaban, pero todos con el asombro pintado en sus curtidos rostros.
—¿Hay algún herido? —preguntó el contramaestre con ansiedad.
—Parece que no —respondió el primer oficial—. Gracias a que todos buscaron refugio al nomás aparecer ese hijo de puta.
De nuevo se elevaron plegarias de agradecimiento, tanto a Dios como a Alá.
—¡Todo el mundo a trabajar! —ordenó el capitán—. Revisen, hagan inventario de los daños, efectúen las reparaciones de urgencia y me informan. ¡Pero ya!
Todos, sin excepción, se dedicaron a cumplir la orden y de nuevo se informó, a los mandos franceses sobre el alevoso ataque.
Las autoridades dieron la orden de que de inmediato se dirigieran al puerto galo, para evaluar los daños e iniciar las primeras investigaciones.
—¿Te fijaste? —dijo el marinero que había hecho un comentario el día anterior—. De nuevo nos ametrallaron, y todo comenzó después de rescatar a estos musulmanes.
—Sí, compañero. Aquí algo huele muy mal. Tenemos que vigilar a éstos y ver realmente quiénes son.
—Menos mal —acotó— que no tienen la intención de hundirnos. Si esa fuera la finalidad, el piloto hubiera disparado los cohetes que van adosados al avión.
—Así es. Quién sabe cuál sea el objetivo de dispararnos de ese puñetero, pero sin hacernos mayor daño. Vamos a ver al capitán y le comunicamos nuestras sospechas.
Los dos marinos se dirigieron al puente de mando y le participaron sus inquietudes.
Mientras los atletas se desplazaban por el barco haciendo, y haciendo como que hacían, el primer oficial, por orden del capitán, ingresó al camarote de los rescatados y, al registras sus maletas, encontró explosivos plásticos, estopines, detonadores, tres chalecos con suficientes cartuchos de dinamita para auto inmolarse y un sofisticado equipo de comunicaciones.
El primer oficial, con sumo cuidado, dejó todo tal como lo encontró para que no detectaran el registro y enseguida corrió a informarle al capitán sobre el alarmante hallazgo.
El capitán llamó a los dos marineros que habían dado la voz de alarma y los felicitó.
—Pero… ¿cómo fue que llegaron a sospechar de esos hijos de mala madre?
—Mi capitán, yo trabaje varios años en el Medio Oriente y me llamó la atención los nombres de los falsos náufragos; porque creo que eso es lo que son. El mayor de ellos, se hace llamar Abdel Alim, el otro Hashim y la mujer Amatullah. Me atrevo a asegurarle que no son sus verdaderos nombres. Deben de ser sus seudónimos de combate o de lo que sea.
—Pero eso… ¿qué tiene que ver? ¿Qué tienen que ver sus nombres con los propósitos de su supuesta misión?
—Es que los nombres en su orden, tienen los siguientes significados: Sirviente del Omnisciente, Destructor del mal y Mujer sierva de Allah.
»Al principio consideré los nombres como algo natural en el ámbito de su cultura o como simple casual conjunción; pero luego de los ataques aéreos, de la coincidencia de que durante los mismos, como si lo supieran de antemano, ellos estaban a buen resguardo dentro de su camarote, aunado a la libertad de movimiento que tienen dentro de la nave y a la medida limitada de los ataques, entré en sospechas.
»Para mí son terroristas. ¡Fanáticos!
»Imagínense, un peligroso fanático dispuesto a todo, que se cree al servicio del Omnisciente. El otro, un destructor del mal, y qué tal que el mal lo representamos los occidentales; y la fulana, una sierva incondicional, programada para inmolarse.
»Deben de ser guerreros de la proclamada jihád o sea de la temida guerra santa, fruto del odio y de la intolerancia.
Los oficiales del barco, en silencio, se veían unos a otros sin poder creer en lo que oían y que ellos, en su ignorancia, pasaran a ser instrumentos y víctimas del abominable terrorismo.
Lejos estaban los marinos de saber que la balsa salvadora del supuesto naufragio había sido «plantada» en el trayecto del barco para que, en hipotético gesto humanitario, recogiera a los falsos atletas y los transportara a su ya de antemano conocido puerto de destino.
Durante el trayecto, los fanáticos de Al-Qaeda «sembrarían» en lugares estratégicos del barco suficientes explosivos plásticos —lo que ya estaban haciendo— para convertir la nave en una mortífera bomba que harían estallar en el puerto de Marsella, causando la muerte de varios cientos de personas y la destrucción de la infraestructura portuaria.
La acción planificada pasaría a ser un golpe maestro del terrorismo internacional y propagandístico del implacable extremismo.
Los restringidos ataques aéreos que sufrió el barco, de acuerdo con el plan «B», servirían para justificar la conducción de la nave a los astilleros marselleses, con el propósito de repararle los daños causados y, de preferencia, detonar la «bomba» en ese estratégico lugar, por considerar que causaría mayores daños, deteniendo la industria naviera.
Los chalecos explosivos estaban previstos para que los tres seudoatletas, en caso de que el plan inicial fallara y de ser descubiertos en suelo galo, se pudieran inmolar, o, en el caso de no alcanzar a utilizar los detonadores destinados para el barco, ellos mismo sirvieran de detonantes.
De inmediato, a las autoridades francesas se les informó sobre los hallazgos, y antes que el barco mercante llegara a puerto, en una acción relámpago, fue interceptado. La operación antiterrorista, en la que intervinieron un guardacostas y dos helicópteros, tomó por sorpresa a los tres extremistas, sin que tuvieran a mano los detonadores para volar el barco ni los chalecos puestos para hacer el viaje prometido al paraíso.
Mientras que los actuales líderes: discípulos de Usama bin Laden, el extinto líder de Al-Qaeda y sus más cercanos colaboradores, a buen resguardo y haciendo gala de un sacrificio sin parangón, aún se quedarían un tiempo más en este mundo, sufriendo las pecaminosas consecuencias de la vida terrenal y reclutando a otros que desearan hacer el viaje directo y sin escalas al soñado paraíso, y de paso, llevándose de compañía al mayor número posible de infieles. Por supuesto, sin dar los dirigentes el ejemplo de la exigida y bendita autoinmolación.
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*Vicente Antonio Vásquez Bonilla (Guatemala, 1939) ha publicado seis libros de cuentos y una novela, ha obtenido varios premios literarios a nivel nacional, participado en varias antologías a nivel internacional y publicado en revistas, entre las que se pueden mencionar: Revista Maga, Panamá; Revista Camagua, España; Revista La Ermita, Guatemala; y en periódicos, tales como: El Heraldo de Chiapas, México; Siglo XXI, Guatemala; Diario Noticias, Perú. Correo–e: chentevasquez@hotmail.com
¡Muy buen cuento, Chente! Me tuviste muy atenta, esperando un final sorpresivo. Menos mal no lograron su cometido esos fanáticos. ¡Te estás convirtiendo en autor internacional, muy actual! Un abrazo. Lillian Irving
Gracias Chente, por hacerme pasar momentos de recordatorio, haber que dia puedo estrechar tu mano y darte un fuerte abrazo. Saludos a tu familia.