VIDAS PRIVADAS Y OTROS RELATOS
Por Juan Mireles*
Hagamos un ejercicio, ¿te parece? Y aunque no, de igual forma ya inicié. ¿Qué? Ni yo lo sé. Resbalo sobre lo blanco, como en el hielo, pero nada de pista de hielo, o sea, no sé patinar. Es aventarse, de panza, si quieres, pero te deslizas y no sabes a dónde vas a ir a parar, mas paras; que ni qué. Te digo. Entonces, ya embarrado de lo blanco de la hoja no hay vuelta atrás.
Palabrería dices, un poco y qué, igual sigues como yo lo hago, para encontrar ese final que reposa entre las líneas, como esperando a ver a qué hora el miope que escribe lo vea, ¿no? Pues igual y está, es decir: soy optimista y debo serlo porque mira que sigo en el lienzo, escribiendo. Pienso, no tanto. Me desespero, poco. Igual no hay nada… ¿o, sí? Qué extraña manera de encasillar ese «¿o, sí?». Ve, esa «o» y la coma y el «sí», no checa, ¿no? Está como raro, sí, me parece que no debería ir así, ¿o, sí?
No importa. Bueno, ten en cuenta que me has obligado a escribir, te dije que no tenía ganas de hacerlo hoy, es más, llevo una semana sin ver historias en mi cabeza, excepto la nuestra que no se escribe. Te lo juro. Tú, ¿juras? Dicen que no se debe jurar en vano… ¡Ja! Afortunadamente soy ateo gracias a Dios, ¿ves? Está bien, sigo, tampoco es para que te pongas así. Si acaso ves la historia no dudes en hablar, eh, decirme: «mira, ahí está». Y yo: «¡¿Qué?!». Y dices: «La historia corre que se va…». Pero entonces no entendería, o sea, así como lo dijiste porque ve: si dices «la historia corre que se va» es que la historia está corriendo y se está yendo, ¿ok? Sin embargo; si lo que quieres decir es que yo corra porque la historia se esta yendo, pues reconsidera en armar tu oración de diferente forma, ¿estamos? No te regaño, no te pongas así. Te quiero aunque estés así todo pálido. Somos como hermanos, sé que si pudieras llorar lo harías, pero el agua ya me la he bebido toda. Ni hablar.
Oye, es hora, la policía no tarda en llegar: te dije que no gritaras tanto porque los vecinos se iban a escandalizar, ¡los conoces cómo son! En fin que es hora de meterte al maletero. ¿Recuerdas la falda del cerro del Chichiculiztl? Allí te gustaba pasear, pues si no sabré, si nos criaron desde chamacos. Te voy a enterrar ahí, don´t worry, bueno si me agarra la policía antes es por tu culpa, y ya no me hago responsable de tu cuerpo. Bueno, vente, ya te quito de la silla que te me vas a caer. Vámonos, ¡uf! sí pesas, caray, ¿pues no que cuando dejan este mundo pesan menos? Ya está, aquí, sobre mi hombro no te caes, tranquilo, pero no hay que abandonar la prisa que las sirenas se escuchan cada vez más cerca ¿ok? Andando.
DE AMORES
Me sabes a tu lado, ¿no? ¿Hueles la loción? ¿Cómo no olerla?, si llenaste la tina con esa porquería; ahí, flotaban las botellitas… Exageras, mujer, ni aquí tus reclamos encuentran la paz. ¿Y qué paz? No me vengas con eso, viejo derretido. ¡Ah! ¡Calla, trapo deshilachado! A mí no me dices trapo deshilachado, ¡faltaba más!, pensé que por fin iba a descansar de ti, no verte más, ¿no es eso lo que prometían? Y qué se yo lo que prometían. El padre de la iglesia de San Agustín, esa que quedaba a unas calles de la casa, siempre decía que en el paraíso encontraríamos la paz y que ahí nos reuniríamos con nuestros seres queridos, pero claro, como nunca te dignaste a ir, ¡ni un domingo! ¡Bah! Tonterías mujer. Ya veo que sí fueron puras tonterías, porque de «seres queridos nada». Siempre quejándote, yo no sé cómo puedes vivir así. ¿Así cómo? Pues así toda amargada, energúmeno… ¿Amargada? ¡¿Energúmeno?! Ahora me insultas, claro, te has vivido insultándome. Es que mujer, ponte en mis zapatos, eres muy difícil. No me quedan tus zapatos hediondos, y líbreme el Señor, ¡si es que existe, porque mira que sigo esperándolo aquí a ver a qué hora se digna en venir por mí!, el ser tú. Ya, mujer, ya. Yo esperaba ángeles con sus alas blancas saltando entre nube y nube, con sus trompetas de oro endulzando mis oídos para sentir esa paz del paraíso, pero, ve, lo único que escucho es tu voz salida de una botella de aguardiente que en vez de sentir paz, siento ganas de volverme a morir: es el infierno, oh, Dios mío —ella llora tierra seca—, he pecado, ¡te he fallado!, por eso estoy aquí en el infierno…, y mi penitencia es seguir soportando a mi marido. ¡Vieja chillona!, infierno es el mío, por no ir a misa Dios me castigó, y por eso me tiene aquí en este mismo hoyo. Tumba. Hoyo o tumba para el caso es lo mismo, ¡ay, qué hice mal! ¡Dios mío, perdóname por no haber creído en ti! De nada te sirve ya tu arrepentimiento, Alfonso, ya estás muerto, igual que yo, pero con la diferencia que yo sé que Dios vendrá por mí, no que tú…, te quedarás solo en esta tumba. Ay, ay, me pica los ojos la tierra, mujer, ¡que se cuela la tierra de mi lado! A ver si así ya te callas. ¡Inhumana! ¡Miope! ¡Víbora! ¡Alacrán! ¡Cuánto tiempo más tengo que soportarte! Es lo que quisiera saber, ¡Dios mío, recógeme ya! ¡Y no te olvides de mí! Alfonso, cállate, que si Dios te escucha te juro que me vuelvo a morir.
OQUEDAD
Los cimientos: piernas efímeras a mi vista sembrada y cebada en los días que ya no veo, en esta claridad que eclipsa la visión de ti. Ceguedad sinuosa en líneas que bajan y van. Van y suben: te forman. Ya tus brazos, querella en vida y muerte, sentirlos ligados a mi espalda: el campo fértil de tus «te amo». Voz aquiescente escucho salir de un rincón, allá, donde te conocí; ahí está, dice el gregoriano que no es sino ondulación aérea, invisible: danzante del no–mundo, cuelas con tus graves tu canto. Candorosa efigie convierto lo que soy, para verte, en la infinitud que la eternidad ofrece y que sigo deseándola para acariciarte; pero un aire mortal me recorre, y me dejo.
Hay una marra en mi destino que ya veo, como puerta en la lejanía, sobre un monte de luz y agua, sale una cascada de gracia y me llama. ¿Qué hacer? Si el demiurgo se alza y ya es el firmamento: espera. A mí, al que cava intemperante en una tierra de mármol. Y la sima creada es el umbral de mis deseos, y en ella caigo, para regresar contigo, a esa tierra de canela, para ser carne y afanarme en tus remozadas caricias; asperjarme hasta no ser nada y vivir en ti, en tu piel, en tu cuerpo y que me sudes en tus noches: quietud de mis deseos.
BERENICE
Edward atisbó su inocuo estudio en las profundidades de su morada, al tiempo que una elegía se contoneaba en su mente, esperando salir a la menor provocación. Giró la perilla y entró en la habitación. El olor a papel y tinta lo llenó de gozo; frente a él, un escritorio desgastado, malhumorado por su falta de aseo y su uso esporádico. Tocó suavemente éste, pasando las yemas de sus dedos por encima del negruzco escritorio. Encendió la lámpara de pantalla diáfana. Miró a su alrededor flanqueado por estantes tapizados de libros; solapas que mostraban nombres de poetas, cuentistas, novelistas, ensayistas y hasta uno que otro inexorable filósofo. Se acercó a uno de los estantes y sonreía mientras miraba a Kipling asomarse, a Hemingway tratando de pescar a un pez espada; se detenía en Shakespeare y su tempestad cubierta con un halo de misterio. Mas adelante, creyó ver, entre la sombra que dejaba la luz, un hálito: era Poe y su Bon–bon, su plática nocturna con el demonio.
Él se sentía vivo de nuevo, al mismo tiempo que parecía crepitar la máquina de escribir cubierta de polvo. Jaló la silla de madera deslucida y se sentó; sus dedos candorosos se movían despacio, desentumiéndose; esperando que la historia los sedujeran. Esperando que lo barroco llegue al vértice de su materia y poder empezar la historia que carga sobre sus hombros el insomne Edward.
El trotar de las teclas desencadenó en una melodía que sólo los libros que flanqueaban a Edward, disfrutaban. Sus ojos entraban en la hoja que el rodillo hacía subir lentamente; no hay prisas, no para Edward, no para el que escribe; se toma su tiempo, goza el hecho de sentirse libre, de poder echar a volar la imaginación, ya la elegía ha quedado soterrada en las profundidades del olvido. Ahora, es una mujer a la que describe con delicadeza, con suavidad, esperando el adjetivo que le haga justicia a su belleza; a su rostro estilizado esculpido por la aurora que se mece en el firmamento. De cuando en cuando Edward se detiene, se toca la barbilla y siente que está pariendo una barba ínfima pero continúa sin darle mucha importancia, y es cuando esa mujer de moceada mirada lo atrapa, lo desnuda, y lo invita a describir sus curvas, sus pechos y caderas, sus piernas barnizadas en bronce y tierra de Cómala. Y Edward, completamente seducido, cae a los pies de la mujer que ya lo besa y lo invita a su habitación, pero Edward se detiene porque busca en un cuento de Cortázar la respuesta; busca en París, un cuello de gatito negro y en éste una salida; una posible muerte anunciada gritada por el apellido Márquez. Pero no será así… Cortázar duerme en las profundidades del estante, cubierto por los muertos de Rulfo.
Edward se desborda en adjetivos cargados de nuevas esperanzas, de riachuelos desbordados en pasiones oníricas, y descubre entre las sombras unos anteojos y con ellos entra a la habitación de ella, de Berenice, le dice que se llama Berenice, le ha dictado el nombre y él lo escribe y es muy tarde porque la puerta se cierra. Edward se toma la barba con la diestra a la altura del pecho y sus párpados se van desahuciando sin notarlo. Él sigue escribiendo, y el barroco lo domina, el adorno de palabras enarbolan su ego, y es el tiempo de tirarla a la cama y entrar en el sexo de Berenice que ya grita y ríe socarronamente, mientras ve cómo los ojos nebulosos de Edward se marchitan, y la cabeza de éste cae sobre las hojas; deteniendo la marcha de las letras, dejando que lo cano de su cabello, cubra parte de lo negro del escritorio. Sus labios surcados por el olvido, entreabiertos. Su mano marchita espolvoreada en años queda sobre un nombre, el nombre de la mujer que no pudo tener ni en su propia historia, ese nombre ambiguo, un nombre que también llora Dante, pero que Edward no puede buscar en el paraíso porque Berenice se quedó en su elegía advertida que no dejó exponerse.
EL INMORTAL
La herida madura sigilosamente, adormeciéndome, casi sin ver; el gato maúlla por la palidez del potencial ente que se gesta en mi cuerpo filiforme. Aristóteles sigue con la palma de su mano hacia abajo, en la pintura, abre la tierra, el fuego expulsa demonios, los míos. Platón que ya no señala, el dedo índice se ha borrado, no hay cielo, no hay más allá, el paraíso se lo robó Dante. Pecado, mi perro, lame la herida salada, su hocico bañado en mí, me aterra. Escucho pasos, rodean al moribundo, al que se refleja en el espejo con un agujero en el pecho. De la recámara salen dos tipos, armados, se detienen ante mí que ya babeo como animal bajo el influjo de anestesia. Dicen que dónde tengo el resto del dinero que les robé, pero si pudiese hablar les diría que no me acuerdo, pero mi lengua esta torcida, hecha piedra. Espero que toda mi vida pase en un momento, pero ese momento no llega y ya tengo a Satanás hecho metal listo para incrustarse en mi frente. No vale la pena arrepentirse ya de todos los muertos que he cargado y acumulado por años: me sé demonio. Escupo mi último suspiro en el rostro del que me disparó en el torso. De pronto todo mi cuerpo se acalambra y se sacude por el golpe fortísimo que recibí en la cabeza; no siento nada, veo pies que se alejan y salen por la puerta de entrada del departamento. Ya la muerte me acaricia y cierro los ojos.
Despierto y camino despacio hacia el ventanal, veo a mis verdugos subiendo a un auto, y me excito, gruño, rebuzno; el gato sale corriendo despavorido, el perro chilla, la madera truena; salto por la ventana, sin ruido; subo al auto de los matones, me pongo cómodo en la parte de atrás, los saboreo, no puedo contener la risa de nervios, me escuchan y se vuelven hacia a mí, aterrados…
EL LABERINTO
Me encamino a un laberinto del que no sé si seré capaz de salir. Adosado en las paredes pintadas por letras deformadas, escritas por manos temblorosas; sigo por estos pasillos hueros, escalofriantes, que hacen trepidar a estas piernas que te buscan sin detenerse en ver cómo sufro por no saber si podré salir de aquí. El sol de estío cae con todo su peso y hace más difícil la tarea. Entre más me adentro en este dédalo aquiescente, más me exaspero por darme cuenta de que ya no hay vuelta atrás: la cuerda que llevaba amarrada a la cintura para no perderme se ha amputado de mi cuerpo sin darme cuenta. Inmóvil transpiro, la vocación perenne golpea mi espalda, empuja a un bulto que no quiere seguir por miedo a morir. Osamentas de los que nunca pudieron encontrarte yacen oprobiados a mi paso.
Han pasado años desde que inicié esta travesía, veranos, otoños e inviernos han quedado en el olvido, y no he probado bocado ni agua ni siento la necesidad de satisfacer mis obligaciones naturales. Estoy cansado de tanto andar, la barba me llega al ombligo, el cabello descansa sobre mi espalda; las arrugas siguen jalando mi rostro. Los huesos duelen, pero sigo caminando por este interminable y enrevesado sitio. De pronto caigo en cuenta de que el palo que funge como bastón —tercera pierna de mi cuerpo— es una pluma, y el piso dejó de ser tierra negra para ser un inmenso lienzo blanco del cual nacen letras a cada pisada, huella de mí andar. Esbozo una leve sonrisa y acelero el paso, y la tela se llena de palabras, más palabras —felicidad, eterna dicha—, y corro, ya corro, a la velocidad que me permite la pluma, la historia se forma a cada zancada. La carcoma que he cargado por años cae muerta.
Paso días, semanas y meses corriendo —sin preocuparme de si podré salir de este laberinto—; con las manos ampolladas y los pies llagados, pero al fin la obra ha sido terminada, cuando la pluma se clava de pronto en esa interminable hoja que yace bajo mis pies —me hace tropezar—, formando una mácula negra, que hace de punto final. Al levantarme, miro escéptico a mí alrededor. Las calles llenas de gente, soslayan mi presencia. El ruido de motores pican mis oídos, perros callejeros se acercan y me huelen, el olor de panes recién horneados que despide la panadería a la que por años he ido, abre mi apetito. Me dejo caer sobre una banca —bajo el brazo: un fardo de hojas—, y suelto la carcajada —no me importa que la gente piense que soy un loco vagabundo—, dejo que los pulmones expulsen mi júbilo al tiempo que abrazo el hato de hojas llenas de palabras, mis palabras, mi historia, mi obra.
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* Juan Mireles es escritor mexicano, nacido en 1984, director y editor de la revista literaria independiente Monolito (México). Conductor del programa Monolito Radio que se puede escuchar en www.deliberadamenteradio.com. Tres relatos suyos fueron publicados en la edición número 35 de la revista española Palabras Diversas. Ha publicado también en el suplemento cultural La Jirafa del Diario Regional de Zapotlán, Jalisco., así como en la publicación en línea de Par de cuentos. Participó con el ensayo «La violencia como producto de la sociedad» en el Segundo Encuentro de Escritores por Ciudad Juárez, simultáneo Colima. Es Miembro Fundador del club de escritores: https://palabrasobrepalabra.es. Miembro de la Red Mundial de Escritores en Español. Su blog personal: https://wwwjuanmireles.blogspot.com/