DE ALGUNAS COSAS QUE PASAN
Por Gustavo Vásquez Obando*
Acabo de ver morir a un hombre atropellado por un automóvil. Era un viejo ―70 años, 75 si mucho― que de manera torpe se interpuso en la trayectoria del vehículo, en una avenida rápida de la ciudad. El golpe fue brutal, seco, directo, y el cuerpo fue a estrellarse contra el separador de la vía, con ese ruido amorfo con que impacta la blandura inanimada contra la roca.
Un muchacho que caminaba a mi lado sentenció, en tono de justificación y como para sondear mi parecer:
―¡De malas el viejito! ¿Cómo es que se le mete así a ese carro? ¿O qué?
Pero un vendedor de lotería entrado en años, testigo también del suceso, desfogó de este modo su disgusto mientras acudía, decidido y presuroso, en socorro de la víctima:
―¡Es que estos hijos de puta choferes creen que la calle es de ellos!
Los dos decían la verdad. Pero yo me quedé con la del dispensador de ilusiones, menos estrujante que la otra y más a tono con la amargura que suscitó en mí el «accidente». Cuando los semáforos cortaron con su helado sincronismo el flujo de los automotores, los viandantes de este lado de la calle formaron un círculo en derredor del muerto, y yo supe que nada tenía que hacer allí. Media hora más tarde pasé otra vez por el lugar, después de comprar un libro en una tienda cercana. Casi nada quedaba que pusiera en evidencia lo ocurrido: ni los protagonistas del suceso, ni el par de espectadores que opinaron sobre él, ni la patrulla policial que supuestamente conoció del caso. Apenas un reguero de sangre en el piso, recalentado por el sol de las tres de la tarde. Todo, absolutamente todo, barrido por el tráfago callejero, por la indiferencia colectiva, por el anonimato de las urbes, con esa fuerza demoledora de lo que no puede ser de otra manera.
Mi desazón, vaga y subyacente, subió de punto al no tener siquiera contra qué o contra quién enfilarla. Si fuera el juez, sin duda absolvería al conductor: tan claro me parece que el transeúnte aportó, con su imprudencia manifiesta, la causa determinante del resultado trágico. ¡Pero era un hombre viejo! Y los viejos, contra lo que de ordinario se postula, ya no suelen ser prudentes. Por eso la teoría de la confianza recíproca (elaborada ficción según la cual en las actividades de peligro yo puedo presumir que usted acatará las normas que regulan su ejercicio, y viceversa, de modo que si se produce un daño al interés jurídico sólo es responsable quien incumple), esa a que se acogió el muchacho para disculpar al automovilista, apenas contribuye a diseñar soluciones en derecho, que generalmente tranquilizan a los aplicadores de la ley. Pero no satisface a quienes ―el vendedor de lotería entre ellos, tal vez sin darse cuenta― intuyen la necesidad metajurídica de un «derecho a la torpeza», apuntalado en la aceptación del hombre tal como es, y no como se espera que sea; un «derecho a la inmadurez» que redima a los débiles y a los desadaptados y atempere, en mínima parte al menos, de la secular supremacía de los mejores en detrimento de los que no lo son tanto.
No creo que estas reflexiones, fruto de algo que me golpeó de súbito, fugaz y contingente si se quiere, sobrevivan a una valoración rigurosamente jurídica. Más bien que una pretensión de acierto en este campo, las inspira la convicción vergonzante de que en un tiempo no muy lejano estaré en igual o parecida situación que la del distraído peatón. Ahora mismo, mientras bajo mi axila derecha se asfixia el pobre Don Quijote, en la carátula del ejemplar de quinta mano que vengo de adquirir, las precauciones que adopto para cruzar la calle son vacilantemente extremas. Y en mucho contrastan con las del gamín que veo zambullirse, impertérrito y ágil, rumbo a la orilla opuesta de la avenida, en la rauda y estrepitosa corriente vehicular.
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* Gustavo Vásquez Obando nació en Caramanta (Antioquia, Colombia) en 1940. Ha publicado cuentos en El Colombiano y en la revista «Berbiquí» del Colegio de Jueces y Fiscales de Antioquia. Participa desde 2008 en el Taller de Narrativa de la Biblioteca Pública Piloto de Medellín, que dirige el profesor Jairo Morales Henao. Es jubilado de la Rama Judicial.