Y las luces les fueron trepando por la piel, el humo, la luz, el humo. Cogieron como dios manda, y se amaron largamente, embelesados en el viaje, en las hormonas, en el sentido de libertad que se enredaba entre sus cuerpos.
—¿Qué día es hoy?
—No tengo la más puta idea. Quieres que te prepare otro.
—¿No tienes hambre?
Hace rato creo que tuve, pero la verdad… No sé cuánto hace que no pienso claramente, no sé ni donde estamos.
Como un mes que andamos trepados en la escoba.
Un mes sin dejar de lamerte.
Por eso no tienes hambre.
Me la estás parando… ¿Nos queda coca?
Nos queda.
Ármate unas líneas, mientras troncho unos churros. No tiene caso descansar…
Tienes que clorar la piscina, Jandra, y nada de meter pendejos a la casa, demasiado tengo contigo. —la abuela se violentaba siempre. Jandra solo respiraba tranquila, ¡a qué discutir!, mantenía la sonrisa del cinismo tatuado en la cara, qué otra cosa quedaba que el insulto, si la sobrevivencia era una cosa y vivir de arrimada otra muy distinta— la niña va a estar bien conmigo. Cuídate. Trata de andar tranquila y no te metas más mota, por favor, duerme, descansa. Te dejo dinero para que te compres comida. No te lo vayas a gastar en… bueno, se un poco responsable con tu vida, ¿quieres?
¿No tienes que irte ya?, —remataba Jandra. Los besos mojados a la hija, y los cariñitos infernales que se iban alejando. Nunca podría controlar el devenir de los días, ni el marcaje que existe dentro de todos los destinos. Jandra tragaba aire y sumergía la cabeza en la piscina:
—Conseguí que me dieran un poco más. Pero tenemos que venderlo. No podemos quemarlo…
Tengo frío…
Si lo hacemos y no lo vendemos, vamos a aparecer en pelotas y sin cabeza en alguna calle del sur de la ciudad, o en alguna cajuela.
Yo me quedo con tu cabeza, la guardaré en una pecera.
Cásate conmigo. —Cristóbal la consentía. Y la felicidad estaba en esas cuatro paredes en que permanecían, en el colchón, el sucio baño, los brazos entrelazados, la venta de uno a otro lado de la ciudad. Para el descanso siempre estaban sus cuerpos adelgazados, la falta de higiene, o el agua fría que lo cortaba todo, o se filtraba en el intento. ¿Son esos tus excrementos?
Estoy embarazada. —Cristóbal abrió los ojos. El golpe de sangre le ayudó a ordenar sus pensamientos. Desde el sitio donde estaba recostado, levantó los brazos:
Soy el rey, el dios eterno de tu carne. Y he acá a mi principito. —le acariciaba a Jandra el vientre plano.
Jandra respira lento mientras atraviesa la piscina como si atravesara de nuevo el tiempo. Una mueca aparenta el recuerdo de ese pequeño lapso de felicidad que le tocó vivir, y una y otra y otra vez trata de encontrar, mientras bracea, esos pedazos de alegría para rescatarlos y hacerlos suyos, suyos y de nadie más. No todo puede pasar en lágrimas y enojos. Aquello de En el principio pasó tan rápido, algún monstruo volteó aprisa las hojas de su historia. Sumergiendo la cabeza, Jandra espera que el agua le corra las lágrimas, y el sol arranque algo de la humedad de su cuerpo envejecido. Nada hacia el otro lado braceando con rapidez, en medio de la piscina se detiene. Flota boca arriba en el agua mansa como una barca a la deriva. El sol pica cada gota que dibuja estelas en su piel.
—La felicidad debe ser esto, —dijo Cristóbal aquella noche mientras la abrazaba. Desde entonces pega la oreja en el vientre de su mujer, esperando.
Lo es.
A mi hijo le enseñaré a no dejarse derrotar jamás, le enseñaré las libertades. Míranos, somos felices y libres, hacemos lo que queremos y sin rendirle cuentas a nadie.
Hay que parar de vez en cuando, me crece la panza.
La panza, sí, parece que te tragaste un planeta. —y de nuevo pegaba la oreja, azul oreja de caracol sobre el vientre de Jandra— Es mi universo este bebé. Esto deben sentir los dioses.
Ahora soy como la vía láctea, —había dicho Jandra apretándose los senos.
Soy tu dios, dame de beber.
He acá al hijo de dios… —ella acariciaba al niño que llevaba en sus adentros.
Échate una línea, Jandra, hay que morderle la cola a los dragones, y que no se levanten. Ven mi cazadora, a trepar la cima.
Ora no quiero, bebé. Quiero que el niño nazca bien. Tengo miedo que le pase algo.
¿Y crees que yo quiero hacerle daño?
No tú, bebé, no tú, pero quien sabe si…
Esos son mitos televisivos… Hace mas daño el alcohol y la coca cola.
El bebé puede sufrir daños, lo leí, estoy segura.
Ahora crees en supercherías, pensé que esto era la felicidad… para los dos. —Cristóbal perdía los estribos
Lo es. Te juro que lo es.
Entonces no me dejes solo. Métete una línea. —la jaló del cuello hacia el espejo que estaba en la mesita de centro.
Sólo un poco, para relajarme. Tu hijo no me deja de joder todo el día.
¿Qué fue eso? —Jandra inhaló un poco y tiró el resto de la línea pensando que Cristóbal no se daría cuenta.
¿Te burlas de mi?
¿Qué cosa?, —dijo Jandra sonriendo, y pasándose el antebrazo en la punta de la nariz.
Botaste la línea… ¿te estás burlando?
No, cómo crees.
Puta madre, Jandra. ¿Me vas a abandonar ahora? ¿a mi, que siempre te he cuidado? ¿ahora resulta que solo tú te preocupas por el bebé? —y con las dos manos la tomó del rostro, y con un movimiento rápido la atenazó del cabello, jalándoselo hacia atrás, porque Jandra quiso soltarse y manoteaba. Sometida, fue arrodillándose con lentitud, implorando.
Siempre he estado para ti. —remató Cristóbal, con los ojos inundados.
No es eso, no es eso. Suéltame, me lastimas.
¿Te lastimo?, ora me acusas de que te lastimo. ¿No te invité a vivir conmigo? ¿No te doy lo que necesitas?
Tú qué sabes lo que necesito, ni siquiera comemos.
¿Te estás quejando?
Sólo vivimos drogándonos. —y Cristóbal le dio un puñetazo en la nariz, rompiéndosela, haciéndola caer de espaldas.
¡Me has roto la nariz! —gritó la chica desde el suelo, llevándose las manos al borbotón de sangre, intentando contener el dolor y las lágrimas.
No quise lastimarte, perdóname pequeña, perdóname. —se arrodilló junto a ella, intentando ver el daño.
No quiero que me toques. Vas a lastimar al niño.
Cómo crees que lo voy a lastimar, nunca le haría daño ni a él ni a ti.
¡Me has roto la nariz, pendejo!
Párate sola entonces. —y la empujó de nuevo.
Qué tal si lastimas al niño.
Deja lo del niño en paz, ¿quieres?, te dije que no fue mi intención, me sacas de quicio con esas tus mamadas moralinas: ¿qué tal si nace mal, qué tal si… valga madre cualquier cosa?
Llévame al doctor. —Jandra seguía en el suelo, inclinando la cabeza hacia atrás, intentando controlar la hemorragia.
Has cambiado con eso del bebé, estás insoportable. —Jandra se quedó paralizada. Cristóbal caminaba a su alrededor, se pasaba las manos entre los cabellos, cerraba el puño de la mano izquierda y mientras agitaba los brazos, golpeaba el puño cerrado contra la palma abierta de la otra mano.
¿Me acusas porque tengo que comer bien y cuidar al bebé? Tengo seis meses de embarazo y jamás me he quejado de nada. Tengo miedo que le pase algo al niño.
Dale con esa pendejada, pareces campaña del gobierno, eres una hipócrita.
¡No nos alimentamos bien, entiéndelo! Es nuestro hijo; porque te quiero lo estoy protegiendo. Eres un imbécil.
Cristóbal se arrodilló frente a ella, la tomó de la nuca con ambas manos y comenzó a sacudirle la cabeza, luego le dio un golpe con el puño cerrado en el vientre. Jandra se dobló por el dolor, pero Cristóbal se levantó y comenzó a patearla en el abdomen, los muslos, la cabeza.
Jandra patalea con lentitud en la piscina. Abre y cierra los ojos, y el efecto de la luz del sol en sus pupilas la tranquiliza. Los risueños ojos de su hija le acarician el recuerdo, (este dedito se fue al mercado), los dedos incompletos y malformados en las manitas de su hija ya no importan con tal de mirarla sonreír. La vida de refugiada quizá sí es conveniente. Piensa que algún día podrá reconciliarse con su madre. A pesar de los regaños, le agradece a la abuela que le permita vivir con ella.
Hace el cálculo de cuánta yerba le queda para el fin de semana que se quedará sola. Todos los sábados, su abuela lleva a la niña a ver a la mamá de Jandra. Se ha prometido que del dinero que le dejó la abuela no gastará ni un centavo en droga, pero… no puede con tanta soledad.
____________
* Adán Echeverría nació en Mérida, Yucatán (1975). Escribe poesía y cuento. Es Biólogo con Maestría en Producción Animal Tropical de la Universidad Autónoma de Yucatán (UADY). Integrante del Centro Yucateco de Escritores, A.C. Ha publicado los poemarios «El ropero del suicida» (Editorial Dante, 2002), «Delirios de hombre ave» (Ediciones de la UADY, 2004) y «Xenankó» (Ediciones Zur-PACMYC, 2005), y el libro de cuentos «Fuga de memorias» (Ayuntamiento de Mérida, 2006). Participa en los libros colectivos «Litoral del relámpago: imágenes y ficciones» (Ediciones Zur, 2003), «Venturas, nubes y estridencias» (ICY-INJUVY, 2003), «Los mejores poemas mexicanos. Edición 2005» (Fundación para las letras mexicanas y Joaquín Mortiz-Editorial Planeta, 2005).