¿LAS PUTAS SÍ VAN AL CIELO?
Por Irina Juliao Rossi*
En el cuarto movía los pies al filo de la cama y sin darse cuenta, las manos le sudaban y aún, sin que lo notara, padecía en esos minutos, un shock de ansiedad.
La saliva pasaba muchas veces en menos de un segundo por su garganta, una y otra vez… mientras las manos seguían acaloradas y su mente viajaba entre el instante que vivía y su pasado.
Cuando menos esperó y en medio del misterio que dejan los preámbulos, se acomodó en la cama contra el espaldar apenas vio apagar la luz del baño.
Los ojos se le llenaron de luz. Los abrió más, en un gesto por querer ver de cerca el rostro de la mujer que había llevado por primera vez a su cama. Los músculos del rostro se relajaron hasta que expiró una sonrisa que había sostenido por más de un minuto, sin inmutarse, en silencio, haciéndole un halago a la compañía que estaba al frente recién maquillada, con labios rojos exagerados y con la picardía de una mirada que Matilde, jamás olvidará.
Temblaba. El sudor que comenzó en las manos no vaciló en seguir por las piernas, la espalda y el pecho. El solo saber que la tenía al frente sacudió la fuente de sus hormonas y el ritmo de su corazón se disparó como un cohete.
Trató de salir con una sonrisa tímida de esa emancipación que el género femenino le provocaba. Deslizó más su cuerpo y elogió a Susana, haciéndole caer en cuenta, en medio de un lenguaje de broma, que la espera se había convertido en un regalo para sus ojos.
La luz tenue hacía que las sombras se agrandaran en la pared como una danza, donde dos cuerpos chocaban en magia con el silencio de fondo como canción.
Ahí, en el calor del deseo, con la humedad penetrando y el humo del porro haciendo vuelo en sus mentes, Matilde esbozó en otro cuerpo, lo que el sexo le producía. Mientras tocaba la piel dejaba secuelas. Besos, caricias y miradas quedaron exiliados en el cuerpo desnudo de su compañera.
A la mañana siguiente, con el olor a marihuana quemada y la lujuria metida en cintura, Matilde sintió que el amor le cabía en el corazón, pero el sexo era el plato que más disfrutaba su cuerpo, sus sentidos, y en particular, su clítoris.
Sin embargo, estaba dispuesta a olvidar. Los pensamientos rehuían a los impulsos transitorios que se ceñían en las paredes mentales. Estaba pensativa, con los dedos sedientos y las ganas de libertad.
Sentía que el amor le dolía y que debía ser valiente para querer intentar desafiarlo. No estaba esperando a oscuras, la vida le caminaba a ras y ella, sin querer, corría tras su vuelo.
Se sacudió de la noche anterior. Con fuerza abrió los ojos, pintando en su rostro el temor de querer abrirlos y recordar a quién tenía al lado. Cuando sus párpados se despegaron, se asombró de no ver a nadie, ni siquiera sombras en las sábanas.
Como aterrizando de golpe a la realidad, se levantó de la cama al recordar que debía visitar una casa museo de la que le habían hablado la noche anterior. Debajo de la ducha trazó el camino a seguir –como era su costumbre-, con la doble intención de no evocar nada de la velada anterior que podría, fácilmente, sumergirla en una de las oscuras depresiones que la ataban al alcohol, a la hierba y a la soledad.
A unos kilómetros, en la puerta del antiguo inmueble colonial, Matilde sacó a relucir el rol de compradora de arte y antigüedades que recorría ciudades y provincias detrás de todo aquello que olía a pasado. Parecía, innegablemente, que todo lo que hacía en tiempo presente, el imán de las manecillas la halaban hacia atrás.
La joven mujer observó cada rincón y objeto que decoraba la casa. Estaba regocijada de hacerlo, preguntó poco, mientras sus ojos acaparaban cada cosa que con esmero los propietarios le mostraban.
Estaba extasiada, el viaje de tres horas entre montañas y carretera agreste tuvo un final feliz, al menos, eso pensó desde que puso sus pies en las baldosas coloridas, observando con detalle las paredes gruesas pintadas de un blanco que reflejaba más que claridad, la pureza del color.
Matilde no tardó mucho en descubrir que no había un pedazo de la casa adornado por objetos que sirvieron en otrora época dorada, para amenizar una fiesta familiar. Así lo percibió al ver el piano de madera apostado sobre la entrada y la vitrola puesta sobre un antiguo mueble inglés.
La casa colonial, escasas en Danubio, también guardaba baúles forrados en cuero y madera, algunos con taches y otros con herraduras, pero todos, recopilaban tiempos idos sin derecho a regresar.
Vasijas en barro de gran tamaño donde se guardaba el agua, lámparas de cobre que adornan el cielo de la casa y hasta un extintor elaborado del mismo material, se adherían al tesoro familiar del que se desprendía la pareja de ancianos que prediciendo el final de sus vidas, decidieron venderlo todo.
La joven no dudó en comprar la mitad de todo lo que veía. Hasta un cilindro de más de metro y medio de alto que servía para calentar agua en los baños en época de frío, también fue objeto de su inversión.
El juego de sala, forrado en tela gobelino y hasta una ventana original desterrada de otra casa con similar estilo, hicieron parte del inventario de joyas antiguas que Matilde trajo consigo de regreso en un camión.
Por el camino afloró en su mente cuando sintió por primera vez el quemazón del esperma salirse por entre las piernas. Llegó a su memoria la escena donde empuñó las manos, apretó los labios y de una sola fuerza, como empujada por los demonios, pensó si al morir, tendría un tiquete para el cielo.
Entró en una reversa de pensamientos, mientras el vehículo cargado de antigüedades trazaba a ras, las llantas sobre el pavimento. Trajo al presente cuando aquel eterno día, camino al baño después de estrenarse en un burdel, volvió a preguntarse si las putas tenían ganada o denegada la entrada al cielo, después que el hombre obeso, de largo bigote terminaba de vestirse, dejando caer en la cama un billete de los más gordos en pesos reales.
En ese entonces, la joven de 15 años había escuchado muchas veces que las niñas malas sólo tenían asegurado un lugar en el infierno sí dejaban escapar su virginidad por capricho o sí le ponían un precio.
Matilde viró sus ojos por entre la ventana del camión, mientras el pensamiento la mantuvo en ese instante en que lavándose en sus adentros —después de escuchar cerrar la puerta de la alcoba por donde salió el obeso cliente—, recordó que su virginidad había quedado colgada tiempo atrás en un árbol cuando jugaba a coquetear con un vecino, época en que aún su sexualidad no era tan dual como ahora. Su duda se ceñía en recordar si fue un capricho haberse dejado seducir con palabras sin sentidos, salidas de la boca de un joven que jamás volvió a ver, observando en ese entonces con sorpresa y dolor, la lluvia de sangre resbalando por sus piernas.
Entonces, faltando mucho camino destapado por recorrer y mientras se colaba por su nariz el jazmín apostado en las laderas, retrocedió en su pensar para continuar recordando que de niña no quiso hacerle caso a las palabras de la abuela y las tías paternas con las que vivió, hasta que, cansada de tanto agobio familiar por cuidar su virginidad, prefirió hacer maletas y tomar carretera.
Mientras desfilaban recuerdos, llenó sus pulmones de aire que luego, el alma tradujo en suspiros. Segundos después, ayudada por la mente, volvió a estar en el baño del burdel, donde intentó dormir a la conciencia para que la dejara trabajar tranquila en su primer día, dejando quizás para mañana, la incertidumbre de sí en realidad iba para el cielo o el infierno al final de su vida.
Era muy niña —se dijo a sí misma viendo el pico de las montañas por la ventanilla del camión—. Para ese tiempo no había terminado de fumar cuando escuchó ese mismo día dos veces el sonido de la campana que le avisaba que el segundo cliente la estaba esperando. Escupió los residuos del tabaco, se untó las manos y los brazos de una crema de cacao y emprendió el encuentro con el desconocido.
En la cama, por unos minutos pareció olvidarse del pensamiento que minutos atrás había acaparado su atención. Se movía como una juvenil danzante que hacía de su vientre, la mayor atracción para el hombre de unos 35 años que por primera vez había acudido al Club de la Dama en busca de sexo.
Recordando y a punto de llegar a su destino con las antigüedades a cuesta, columpió en sus ojos una lágrima arrebatada por el viento, recordó que en su primera noche en el prostíbulo jugó a ser virgen, sonriendo en su coqueta finura, mientras hacía feliz al nuevo comensal de su prematura vida de burdel.
Sonrío para sí misma apenas bajó del vehículo. Su vida había cambiado años atrás de la mano de un obeso cliente al que le fingió haberle concedido su virginidad, mientras, su prostituta juventud estaba rezagada en sus pensamientos. No obstante, desconocía con signos de desconsuelo al final qué puerta se le abriría… si la del cielo o el infierno.
____________
* Irina Juliao Rossi es una periodista barranquillera. Trabajó en el diario El País de Cali, donde ejerció como reportera, fue colaboradora de la revista Semana y estuvo al frente de la coordinación de Diario del Norte. La fusión de la ficción y la realidad hacen parte de sus escritos, la gran mayoría, inéditos. Hoy día su mayor interés es sacar a la luz pública los relatos acéfalos de prejuicios, untados de historias cotidianas y versátiles. Su otra pasión es la fotografía.
Excelente………………….Felicitaciones.