Literatura Cronopio

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Cafe romano

EL CAFÉ ROMANO

Por Said Chamie*

Tres historias hicieron una en el café romano: una pantera embrujada, un hombre ciego y una poetiza.

Polonio siempre me lo dijo:

—Compadre, entre esta vida y la otra existen muchas más.

Nunca lo entendí hasta que la noche dejó entrever pasadizos inusitados en los que sin preguntar irrumpí sin fe.

Aquello pasó en el año de 1996, en un octubre enmudecido y expectante, las luces de neón decoraban desde los primeros días del mes con calabazas gigantes y figuras de mujeres regordetas y narices desviadas, subidas en escobas o leyendo libros de hechicería, pintadas en los vitrales de los almacenes o adornando las entradas residenciales; entretanto, el colorido incitaba a la gente predispuesta a recibir las fiestas navideñas en la víspera decembrina.

A mediados de octubre, conocí un café lúgubre a las afueras de mi barrio, así lo recuerdo desde esa primera vez que lo vi, fue en un noche de un día entre semana, un martes creo, no lo tengo muy claro, lo que sí recuerdo muy bien es que al día siguiente de haber visto el café, ya no lo vi más allí.

A Polonio lo llaman así desde siempre, aunque su madre afirma que su primogénito tiene el mismo nombre de su padre; su esposo, don Fausto Grisales, sostiene dicha declaración. Lo supe desde que lo descubrí esa noche en el café, Polonio fue tan sólo un icono falso que se otorgó a la temprana edad de 10 años y que obedece a su gran admiración por el dios mitológico Apolo, degenerando su nombre a lo que él presume como «La mejor referencia apropiada a un nombre transmutado a la idiosincrasia del tercer mundo». Sus proezas más contadas, conquistas amorosas, desventuras casi humanas y el final de todo su penar. El retiro de una vida mundana y el rencuentro con su destino fue desde el comienzo las más importantes virtudes de superación; dios de oráculos, de la lírica y la poesía, de la medicina y las hierbas, de los rebaños tanto como de las artes, del día y el sol, Apolo hijo de Zeus y de Letona, nacido en Delos.

Nada en la vida de Polonio tenía mayor sentido que las hazañas y vicisitudes del héroe griego, tanto así, que al cabo de unos meses lo convirtió en un ejemplo a seguir. Desde ese momento su estilo de vida cambió, la visión que tenía frente al futuro transgredió en todos los aspectos, sus más férreos ideales, endebles y débiles, se vieron opacados por la fuerza de cambio de su ídolo, y la idea de ser un gran abogado se vio truncada, el sueño de tener un importante bufet y estar sentado en un majestuoso sillón de cuero reclinable frente a los destellos traslúcidos de una madera rectangular y atestada de fotos y diplomas, en un escritorio impecable como imponente, se esfumó para siempre; la imagen de la oficina espaciosa y plagada de reconocimientos, retribuciones y demás arandelas, y el hombre satisfecho y radiante, envuelto en una traje de moda y ahorcado con la corbata de marca que hiciera juego con sus zapatos de fino cuero ya no hacía parte de sus ideales; sus ilusiones ya no tenían grandes lujos, en sus maquinaciones diarias —cuando los brillos de luz se perciben sólo en la lontananza y el ahora se dormita entre laureles y tiernas fragancias silvestres—, todas aquellas ideas copiadas de la fantasía material, simplemente se olvidaron para siempre en una tarde nebulosa de un día cualquiera.
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Embrujado por la magia de la mitología griega, Polonio se vio envuelto en aquellas mismas cruzadas y aventuras épicas pero transportadas a la época contemporánea. Entonces sus impresiones de vida cambiaron el eje y el entorno no sería para él nunca el mismo. Vendió sus objetos más apreciados: la cámara fotográfica Nikon SLR F heredada de su abuelo, las camisetas de colección de sus grupos de rock favoritos, su cama de cedro y sus ropas de fiesta. Dejó la casa en la que vivió por más de 25 años y se mudó a una garaje residencial; con el dinero que le quedó luego de pagar seis meses de arriendo adelantado, compró una pipa de fina madera, dos bufandas de cuadros verdes y rojos, tres pantalones negros de pana, dos sacos del mismo tono grisáceo, diez resmas de hojas carmesí, dos libras de carboncillo, tres tintas largas para pluma, una pluma de papagayo disecada y la última edición de los clásicos de la mitología griega. Desde ese momento, para él, no quedó duda que su nombre no podría ser otro que el de Polonio.

Según mi amigo, el Café Romano había llegado una noche antes de que yo lo visitara por primera vez. En esa nocturna sin luna en la que el lugar fue inaugurado, Polonio tuvo la suerte que yo anhelaba tener: conoció a una mujer pantera. Recuerdo sus palabras:

—Una pantera bailando en una roca compadre, eso era.

Ahora recuerdo que era jueves, ese día había llovido toda la tarde, el sol se desvaneció desde que despuntó al medio día, las nubes aguadas, grises, abarrotaron la cúpula celeste y entonces el cielo se echó a llover.

Un sentimiento agónico me hizo salir de casa de mis padres, leía las últimas páginas de Madame Bovary, el suicidio de la protagonista me mandó a las calles, un nudo de nieve se estancó en mi garganta impidiendo al aire seguir su curso.

Caminé por más de media hora mientras cuestionaba la muerte como segundo paso de la existencia, discernía en el caso particular del suicidio y me intrigaba saber el sentimiento sublime del último segundo de vida ¿qué pasará en esa fina línea que divide la vida y la muerte? De pronto me vi adentro de una construcción residencial, un terreno tapizado de arena y a medio hacer que prometía un nuevo conjunto de casas en el barrio; detallé la zona con suma expectación: el cemento fresco puesto en los bocetos de las casas, la madera de los ventanales reclinada en las puertas y marcos de los armarios, y los vidrios pringados de pintura blanca cerca de las entradas de cada futuro hogar. Pero hubo algo que me sorprendió de sobremanera, y es que no se trataba de ninguna de las residencias uniformes propuestas por los arquitectos de la zona residencial, eso que vi contrastaba con todo su entorno.

Era una hermosa y sobria casa escandinava, su techo terminaba en un pico de tejas rojizas y ladrilladas en cuyo interior el humo melódico de la chimenea soplaba, exhalándole al cielo un vapor de leña. Las paredes exteriores habían sido construidas con la madera de un baobab cobrizo. Maravillado ante su sutil velada, me acerqué inseguro hasta la entrada donde y luego de subir los 15 escalones que conducían a la puerta, abrí tímidamente, al tiempo que leía el pequeño pero perceptible aviso que decía: «Bienvenidos al Café Romano».

Polonio tenía una gran virtud, no podía mentir. Decía las cosas, sea cual fuere, con la misma ingenuidad de un niño al cometer una imprudencia; no era rebeldía ni menosprecio, no era inconformismo ni irrelevancia, simplemente creía que debía decir sus pensamientos al derecho y por la buena, y no al reverso y por la mala, digamos entonces que era justo con la verdad que sus ojos le mostraban. El primer día en que Polonio pisó el Café Romano, lo hizo en compañía de una soledad deprimida por la desatención de su eterno amante. Polonio en procura de resanar susceptibilidades, decidió volar un poco llevándose la soledad a cuesta. Corrió por más de mil respiros hasta llegar a las afueras de nuestro barrio, y entonces simplemente se vio tal y como yo lo hiciera un día después, frente a la casona aquella que se fumaba el cielo por una boquilla puesta en el tejado.

Al entrar, se encontró con un recinto de no más de 10 metros de largo por 12 de ancho, un octaedro hecho en madera y decorado con muebles rústicos y relucientes: mesas en piedra lisa y esculpidas en bajos relieves desde el marco hasta sus fondos con hermosos rostros de dioses mitológicos y figuras estilizadas; los asientos, al igual que las mesas, tenían las formas cuadradas propias de la arquitectura de la antigua roma, esculpidas a mano y meticulosamente bordeadas con arabescos.
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La barra, una fina piedra cobáltica diseñada bajo el concepto pos modernista del romanticismo, gozaba de una invitada de lujo; Polonio habría de verla allí y para siempre en el Café Romano a la mujer pantera.

Al entrar eché un vistazo con cierto estupor y atendí que nadie me observó, la gente allí estaba en su cuento, cada quien en su sartal de mentiras, pensé, unos descifrando sus problemas y ahogándose en la melodía agónica de un jazz lejano que soplaba en el fondo del recinto un hombre con gafas oscuras. Otros parecían clientes de antaño del lugar que sintiéndose como en casa, llevaban el ritmo del saxo en sus caderas y atendían con agrado el sonido de los pasos con la madera dejándose llevar hacia sus rincones más profundos.

—Nunca había visto mujeres tan hermosas y glamurosas… Me dirigía a la barra y entonces la vi, compadre, una pantera bailando en una roca, eso era.

Según Polonio las paredes exteriores del café romano eran de ceiba y no, como creía yo, de baobab; esto lo sustentó diciendo que, aunque la ceiba como el baobab eran de la misma familia de las bombáceas, el primero se diferencia del segundo en que, la ceiba posee algodón en sus frutos razón que sustentaba su fino tallaje, mientras que el baobab carece de la preciada malvácea.

Una vez entré al interior del café, observé que las paredes de ceiba estaban barnizadas y lucían espléndidas al reflejo de las múltiples lámparas de las mesas, recuerdo entonces que ese fue el motivo que incitó a nuestra primera gran plática con Polonio. Me acerqué a la barra y atendí la mirada penetrante de un hombre que fijamente me observaba; me di cuenta de inmediato que había algo en él que me pertenecía, como un recuerdo propio pero ajeno al momento de verlo real.

—Disculpe, ¿lo conozco? — Le pregunté como escarbando en mi memoria.

—Si esta es su primera vez en el Café Romano, creo que no nos hemos visto jamás. Mi nombre es Polonio. —Me dijo mientras miraba la puerta.

Durante gran parte de esa noche hablamos de constelaciones y poesía borgiana; encontré en él un gran contertulio que me hablaba franca y abiertamente; el tiempo pasó sin darme cuenta y cuando menos lo pensé ya estaba amaneciendo. Luego de una botella de bourbon me fui a casa pensando en la última frase de Polonio.

—Cuando vengas de nuevo, mira en mitad del Café Romano.

La frase no la entendí sino hasta cuando volví al día siguiente y vi que el Café Romano habías desparecido, un viento fino silbaba ahora en el hueco donde el día anterior estaba la casa escandinava; parecía como si la hubieran arrancado de allí. No había piedras ni escombros. Entonces caminé por el espacio y vi que en la mitad había unas letras pintadas con piedra.

«Nos vemos en la Collins con 34». Caminé raudo las 28 cuadras que me separaban de la dirección que Apolonio había grabado en el suelo, no podía creer que el Café Romano ya no estuviera en el lugar donde horas antes había compartido unos tragos con un hombre que se creía la rencarnación de Apolo. Cuando llegué a la Collins con 34, mi corazón se aceleró con gran fuerza. Allí, entre una tienda de abarrotes y una academia de danza, estaba la misma casita que vi a las afueras de la ciudad; noté cómo la chimenea resoplaba humo con olor a leña y los escalones eran los mismos quince que subí la noche anterior. Entré de nuevo y entonces caminé por el recinto, el Café Romano estaba intacto a como lo recordaba. Me senté a la barra, justo al lado de Polonio que sonreía con sorna.
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—¿De qué te ríes amigo? —Le pregunté mientras él me acercaba un trago de bourbon.

—La primera vez que te enteras de que el Café Romano es un barco itinerante, todos tenemos esa misma mirada. —Me dijo en tanto veía hacia la puerta.

El primer brindis llevó a otro y después a otros más, hasta que sintiéndose un poco ensopado se animó a contarme del enamoramiento que sentía por la mujer pantera.

—Creo que esa mujer está embrujada, así que si las ves algún día no la mires a los ojos. —Hablaba mientras pedía que le llenarán más las copas y yo me acomodaba en el taburete y lo oía con atención; según Polonio, la mujer pantera aparecía ocasionalmente entrada la madrugada, con su trusa negra pegada al cuerpo y su flor roja en la cabeza; decía que tenía el pelo largo y suelto, y que sus ojos amarillos eran más de felino que de humano; la veía caminar de puntitas, casi suspendida en el aire y a veces podría jurar que su cola larga y aterciopelada se contoneaba al compás de las caderas, aunque otras veces pensaba que se trataba del baile de su pelo azabache meciéndose entre el humo del tabaco y las risas furtivas; se sentaba siempre en la misma silla y allí se quedaba mirando un punto fijo en el lugar, como un gato interesado en algo. Entonces Apolonio suspiraba y la veía en su introspección.

—Como embrujada, parecía estar recordando algo que era siempre lo mismo, no sé cómo explicarlo.

Nunca se animó a hablarle, pero cada vez que estaba en el Café Romano esperaba que entrara por la puerta, esa que miraba constantemente.

El tiempo pasó como entre sueños despiertos y onirismos largos confundiéndome por momentos en los que no lograba saber si eran reales o no. Me convertí en un asiduo concurrente, resultaba divertido buscarlo en la ciudad o fuera de ella, siempre expectante le preguntaba a Polonio dónde estaría al otro día y la razón por la cual él sabía del nuevo lugar, a lo que me respondía siempre con un «eso solo lo sabemos los que llevamos cierto tiempo aquí, ya tendrás tú la distinción». Pero llevaba más de 20 meses asistiendo y no sabía cuánto debía esperar más para ser parte de los que escribían en la roca.
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En una noche lluviosa de esas decembrinas, conocí al sabio ciego. Su figura regordeta y lerda se desplazó lentamente por el lugar hasta llegar a la barra. El poco pelo que tenía era largo, como una distinción propia y una apología a su época moza; delante de él un bastón marcaba un compás constante tanteando el espacio; se sentó justo a mi lado, pidió vodka con ralladura de limón y habló con el cantinero sobre los impulsos del amor como motor de ansiedad o al revés. No entendí mucho, pero recuerdo algunas frases. «El problema radica no en la ansiedad que se tenga frente al amor, sino en la cantidad de veces que se tiene esa ansiedad al día… El amor tiene que ver con fe, pero la fe no tiene nada que ver con ese sentimiento y ahí es donde se equivocan las parejas, la idolatría es un error… La ansiedad en el amor cumple una función de dependencia y esclavitud, por eso es mejor buscar la libertad en la relaciones casuales».

El sabio ciego hablaba lentamente, como si le costara escudriñar en su memoria pero sus frases lograban el objetivo y era hacernos pensar, a veces no comprendíamos del todo, en ocasiones no comprendíamos nada, y otras veces lográbamos comprenderlo todo sin importar si estábamos o no de acuerdo. Lo vi por cerca de 2 meses casi seguidos, ahí en la barra, cerca de nosotros, como un espectro de otro tiempo, con su monólogo de algo en particular, recitado lentamente; cada discurso hacía pensar en una sentencia distinta. Su tertulia duraba toda la madrugada y muchas veces veíamos nacer la mañana envueltos en sus revelaciones más íntimas, Polonio pensaba que era un sabio de otra época, alguien que se escapó en el tiempo y viajó hasta el Café Romano y se quedó atrapado allí.

—Nadie sabe dónde vive ni de dónde viene, aparece y desaparece como una sombra —solía decir Polonio.

Una frase cierta porque luego de esos días en los que lo vi a menudo, no lo volví a ver.

—En esta vida y la otra hay muchas más y ese viejo ciego hace parte de las otras.

Llevaba semanas sin saber de mi amigo Polonio, algunos decían que se había devuelto a Grecia confundiéndolo ciertamente con el dios de los pies ligeros, pero yo sabía que eso no era cierto y que su ausencia tenía que ver tal vez con la decepción que tantas veces lo abrazaba por distintas razones sociales y personales.

Esa noche me senté a la barra y entre la concurrencia oí una voz que resonó en las paredes de ceiba.

—¡Calla, Calla soledad! es tu medio la insensatez, gritos delirantes transgreden la natura; la observo menearse en velos y mentiras, apaciguando mis furias lloradas como ríos de sal. ¡Calla soledad! Ahora no soy quien fui, los días anochecen en pos de su llegada. Pero es mi tiempo de partir, busco en el silencio la luz y anhelo el camino para perderme, perderme para encontrarme de nuevo.
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Una inagotable ovación colmó el recinto, aplausos repetidos, como enfurecidas gotas de tormenta y constantes exclamaciones de admiración honraron su espíritu, en esa noche en que nuestros tiempos —los míos y los de la poetiza— coincidieron por primera vez. Me dio mucho gusto ver que Polonio llegaba con su paso altivo y lo recibí con un trago de bourbon; bebimos mientras me contaba de la partida de la mujer pantera, un nuevo dolor para su alma solitaria. Se despidió diciéndome que necesitaba un aire distinto al del Café Romano, que se estaba humanizando demasiado y el amor no hacía parte de su esencia, y que mucho menos podía seguir amando a alguien con quien ni siquiera había tenido una conversación.

Yo no supe qué decirle y opté por callar. Esa noche no hablé mucho con mi amigo Polonio, le respeté su silencio como en señal de apoyo, a veces las palabras están de más; cuando me quedé solo mis ojos se centraron en la poetiza que bebía absenta junto a cuatro mujeres que la miraba con profunda admiración. Era acelerada, hablaba fluidamente y no dejaba de mover las manos imaginándose lo que decía. Caminé a su encuentro decidido y la oí hablar de algo relacionado con la incorporación o el llamado camino angelical. Cuando me acerqué demasiado un silencio prolongado me hizo sentir avergonzado; la poetiza giró y mirándome a los ojos me pidió dos terrones de azúcar más para su absenta; yo tomé el vaso por ósmosis y lo lleve a la barra; cuando volví hacia ella, ya no estaba.

Tres historias hicieron una en el café romano: una pantera embrujada, un hombre ciego y una poetiza.

Retomé este relato fantástico luego de 2 años de estar concurriendo el Café Romano por las distintas zonas de la ciudad, y lo que cuento a continuación lo viví hace 3 horas. Al llegar a la casa escandinava ubicada ahora cerca al estadio de fútbol y el coliseo de eventos, pude ver finalmente a la pantera embrujada. Caminó de la misma manera que mi amigo Apolonio me narró aquella segunda noche de nuestro encuentro y se sentó en la silla del fondo; pidió una copa de vino tinto de la rioja y sus ojos se quedaron estáticos mirando los míos. No podía creer que el punto fijo era yo, me siguió con la mirada como embrujándome hasta que el sonido agudo de las cuerdas me hizo despertar; giré la cabeza y vi al viejo ciego tocando magistralmente el violín a un costado de la barra, donde juro no lo había visto antes. De repente la voz raspada de la poetiza resonó en el espacio al tiempo que la mujer pantera bailó una danza delicada y dedicada a mí.

…Y escapó de la realidad que creía vivir para unirse al rencuentro, dirigió sus pasos al Café Romano y sus anhelos más tiernos lo hicieron no sentirse ajeno, entonces comprendió que ahora era parte del sueño.

Polonio me tocó el hombro con su mano larga y fría, y su voz fue revelación y sentencia.

—Bienvenido amigo, a tu nuevo mundo, fantasma nuestro.
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* Said Chamie es comunicador social, periodista y escritor de medios. Ha escrito libretos para dos seriados de televisión y el guión para el cortometraje Epílogo, del director Gian Carlo Richelmi. Se desempeña actualmente en la creación de contenidos para todas las plataformas de comunicación. Está escribiendo su primer guión para largometraje. Autor también del libro electrónico «El Libro Azul».