Literatura Cronopio

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Sí, cuando la vio entrar con su vestido negro esperó que se pusiera los zapatos de baile y avanzó como si fuera invisible, porque nadie vio al hombre que pasó sigiloso por entre los que bailaban en la pista. Esperó que alzara la cabeza y la invitó a bailar el segundo tango. La música seguía y llegaba desde el ‘living’ donde se repetía una y otra vez la melodía. La neblina del baño había llegado al ventanal de donde se veían ahora las primeras luces de las ocho de la noche. Miles de luces de carros iban y venían por el puente. Le sonrió y se levantó. Él le tomó la mano y la llevó a la pista. Le sonrió amable y se acercó a su pecho. Él hizo un leve movimiento girándola para caminar. La fragancia del baño caliente la había relajado tanto que apoyó su cabeza sobre la tina mientras escuchaba la melodía que venía del otro cuarto. Él sintió el mismo aroma cuando tocó su frente, levemente, con sus labios. También cuando con su mano sintió la larga cabellera negra. Estaba húmeda. Mientras tenía los ojos cerrados recordaba algún momento de su infancia, un árbol de duraznos en un verano en Osaka. Un puente.
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Dijo que quería sentarse por un momento, porque la correa del zapato rojo y negro estaba suelta. Él la acompañó a la mesa y esperó que arreglara su zapato. Pudo contemplar su hermoso vestido negro semiabierto en un costado. Vio en segundos su hermosa pierna desnuda, parecía del color del mármol que contrastaba con su vestido. Ella finalmente abrió los ojos y en el ‘living’ seguía la música. Se levantó de la tina y puso su pierna color del mármol en la alfombra del baño. Completamente desnuda limpió un poco el espejo empañado del vapor caliente. Se miró varios minutos mientras seguía la música desde su otro cuarto. Finalmente le dijo al hombre que ahora estaba bien. Y volvieron a la pista. Al poner suavemente su mano en la espalda de ella, la sintió húmeda, ardiente. Como el fuego. Como un corazón en llamas.

DOMINGO DE MILONGA

Sólo había escuchado tangos pero jamás había bailado ninguno en toda su vida. Fue su madre, empleada de una casa de ricos en una exclusiva zona de Buenos Aires, quien lo inició desde los 10 años en el tango. Recordaba una vieja radio Philco color café claro. Eso ocurría un día a la semana, los domingos, a las tres de la tarde, cuando su madre planchaba ropa, mientras en la inmensa casa todos dormían la siesta o salía la familia a otros lugares de visita. Recordaba que eran días cálidos, probablemente era verano, cuando su madre le decía que se sentara con ella y la acompañara. En ese entonces no entendía por qué su madre lo quería a su lado mientras planchaba sábanas, camisas de distintos tamaños, delicadas ropas interiores de mujer joven, finas enaguas que ella decía las traían de París o Madrid las hijas de sus patrones. Y allí él sentado en un silla de mimbre. Su madre tomaba mate pero a él le preparaba una limonada. Quizás por eso le gustaría estar con su madre porque el sabor de la limonada era muy dulce y era la única vez que ella mostraba mucha ternura por él. El resto de la semana ella pasaba de mal humor, porque siempre la vio trabajando día y noche. Su madre era una mujer amargada por algo y se olvidaba de él, excepto los domingos a las tres de la tarde. Ese día era otra mujer.

La radio sólo trasmitía tangos. Recuerda la voz del locutor que explicaba los tangos, los cantantes, las orquestas. Su madre parecía absorta y no sabía si era por lo que planchaba o por la música. Con el tiempo supo que eran las historias de las canciones que parecían dejarla sonámbula mientras él bebía en pequeñas cantidades su limonada. A veces su madre dejaba la plancha por unos minutos y se ponía a bailar alrededor de la mesa. Y murmuraba las frases del cantante. Parecía bailar con alguien imaginario. Cerraba los ojos, daba dos vueltas a la mesa y volvía a planchar. No me miraba. Parecía que había perdido la noción del tiempo o de la realidad. Pero yo no decía nada porque me había acostumbrado a las vueltas que daba alrededor de esa mesa llena de ropa fina de mujer joven. Era extraño que nunca me tomara de la mano y empezara a bailar conmigo. A mí tampoco se me ocurría pensar que lo haría. Ella quería bailar sola por unos segundos tarareando muchas frases. Parecía conversar con alguien cuando las repetía. ¿Con quién? ¿Sería mi padre, el que la abandonó a los 16 años? Me dijo alguna vez que era de otro país. O parece que le mentía de qué país había emigrado. Quizás para engañarla.

El hombre entró al salón de baile. Era joven, moreno. Su traje parecía recién planchado. Camisa blanca de cuello duro y una corbata café. Traía una bolsita. Eran sus zapatos de baile. En la otra parte de la sala había muchas mujeres sentadas en unas mesas. Algunas acompañadas de su madre. No estaba seguro, como siempre pensaba si al cabecear a una que le gustaba, la madre aprobaría que bailara con él. Pero vio a una que estaba sola. O parecía estar sola. Cuando terminó de ponerse sus zapatos de baile esperó comprobar si nadie la acompañaba. Cuando terminó la tanda de tres tangos la miró. Le hizo el gesto. Ella le sonrió y él fue para sacarla a bailar. Era bonita y joven. Demasiado joven. Era un día domingo en la tarde cuando la conoció. Los domingos se hacía una milonga en un barrio de Buenos Aires. Iban muchas mujeres jóvenes y solteras. El dueño del local, con buen ojo de comerciante, sabía que cientos de empleadas domésticas tenían libre el día domingo. Bailaron varios domingos. Se cruzaron pocas palabras porque ella nunca respondía a las preguntas del hombre. Sólo se abrazaba a él por tres minutos en cada tango. Realmente él le iba enseñando a bailar. A que la siguiera. Le daba algunas instrucciones. Ella lo miraba y le sonreía solamente. Así aprendió y así aprendían muchas mujeres a bailar tango. Le dijo que era de otro país pero ella no recordó nunca de qué país había emigrado. Sólo le sonreía y se apretaba a su cuerpo.

Tiempo después el hombre no volvió más los domingos a la milonga. La mujer joven lo extrañó sólo tres domingos y se olvidó de él para siempre. Luego de la milonga, que terminaba a las cinco de la tarde, tomaba un bus que la dejaba en una calle del centro. Luego iba a un café elegante. Pedía usar el teléfono y llamaba a la casa de sus padres que le enviaran al chofer con el auto para regresar a su domicilio que quedaba en un barrio elegante y exclusivo de Buenos Aires. Siempre le llevaba un pastel de regalo a su empleada que estaría planchando su ropa toda la tarde del domingo. También unos dulces al hijo que sentado junto a su madre escuchaban tangos en una radio mientras él sorbía lentamente una limonada y ella, abstraída quien sabe en qué, con la cabeza gacha, seguía planchando.
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CARLOS GARDEL EN MANHATTAN

No se podía precisar su edad. Quizás tuviera 80 años o más. Era el primero en llegar antes de que comenzara la milonga de los viernes en la noche en Manhattan. Siempre vestía un traje negro impecable como su camisa blanca y una corbata de seda. Llevaba un pañuelo blanco en la cartera de la chaqueta. Miraba la clase de tango que siempre había antes de las diez de la noche como si contemplara a seres desconocidos. O quizás intentaba recordar los pasos que el profesor de tango estaba enseñando a un grupo de quince personas. Cinco minutos antes de esa hora comenzaba a ponerse lentamente sus zapatos de baile. Eran de color blanco y negro. Y allí esperaría el comienzo de la milonga con tres tangos, usualmente de Canaro o de D´Angelis. Reservaba la misma mesa con tres días de anticipación, pero ya sabían en el restaurante que esa mesa era exclusivamente para él. Allí comería algo frugal, tomaría un vaso de vino tinto a sorbos pausados durante toda la noche. Pero no bailaría ningún tango. Cerca de la una de la mañana comenzaba a sacarse los zapatos de baile y se iba en silencio, murmurando una canción. Nadie se había sentado en su mesa durante toda la milonga. Nadie tampoco se había acercado a saludarlo y ni él se había levantado de su silla por tres horas. Sólo miraba pasar las parejas bailar en círculos. Su cabeza también giraba levemente, a veces siguiendo por largo tiempo a una pareja en la pista. De repente metía su mano entre su chaqueta pareciendo sacar algo de su bolsillo. Nadie tampoco parecía prestarle atención. Hasta el camarero se había olvidado de él. Todos lo que bailaban también ignoraban al anciano sentado solo en una mesa. Después de la una de la mañana comenzó el huracán «Sandy». Se había anunciado días antes pero se esperaba que apareciera alrededor de las cuatro de la mañana por eso todos los que bailaban tango, se decían unos a otros, que tendrían tiempo suficiente de tomar taxis o el metro.

Fue a las once de la noche cuando el anciano se fijó en una pareja a la que seguiría con la vista por mucho tiempo. Parecía verlos por primera vez porque él reconocía a toda la gente que por meses asistía a la misma milonga. Eso fue lo que luego dijo el camarero que por casualidad había registrado esa imagen al pasar rápido por la mesa del anciano la noche de la milonga. «Lo vi que miraba a una pareja y la seguía con la vista», dijo el camarero. La policía encontró el cuerpo sin vida, flotando, a las cinco de la mañana, cerca del distrito financiero de Manhattan, entre las patas del gigantesco toro que está en la calle Broadway 25, ahogado por la fuerte corriente del huracán. Sólo se encontraron unos papeles mojados en el bolsillo interior de su chaqueta que aun conservaban una escritura a máquina. Era su única identificación. Ni siquiera aparecía en los registros públicos, aun cuando tomaron sus huellas digitales, las cuales tampoco coincidían con ninguna de las millones de huellas que había en los computadores de la policía de Nueva York y de todo el país.

La pareja, a eso de las once y tres minutos, ella principalmente, se fijó en la mirada penetrante del anciano que estaba sentado en la mesa alrededor de la pista. Al principio no le dio importancia y cerró los ojos siguiendo a su compañero de baile. En la segunda vuelta, al pasar por la mesa el anciano no estaba. Sólo un vaso de vino a medio tomar y un plato vacío. Pero ella aún tenía en su mente esa mirada penetrante de un hombre muy viejo que la miraba. Volvió a cerrar los ojos siguiendo el ritmo que su compañero de baile le comunicaba con su torso. Bailaban «Llorar por una mujer» por la orquesta de Enrique Rodríguez. Ella era rubia, cintura delgada, boca pequeña, pintada del color de las fresas maduras. «Deliciosa criatura perfumada, quiero el beso de tu boquita pintada», le cantaba a veces su pareja. Usaba unos zapatos negros y un vestido igualmente negro rasgado de la cintura hacia abajo. Dejaba ver sus hermosas piernas largas y blancas. El llevaba zapatos color negro y blanco. No se había fijado en los zapatos que llevaba su pareja. No estaba segura si los había visto antes. Se concentraba más en el impecable traje negro, la camisa blanca y la corbata. Bueno, se dijo, a lo mejor no recuerdo porque tiene muchos zapatos que compra en Buenos Aires o a veces en Manhattan.

Como no había manera de descifrar la identidad del anciano ahogado, un detective sugirió leer esos papeles que tenía el hombre en su chaqueta. Primero había que secarlos cuidadosamente sin destruir la escritura. Había especialistas que podían hacer aquello y los enviaron a un departamento especializado que tenía la policía de Manhattan. No sería difícil reconstruir lo que allí había escrito y así poder descifrar las tres páginas escritas, pensaba el detective que se parecía un poco al personaje de la famosa serie «Colombo». Llamaron al camarero de aquel restaurante para ver si recordaba otro dato, como si estaba con alguien que pudiera reconocerlo, etc. Llamadas de rutina que hizo el que se parecía al detective «Colombo». Cuando se marchó fue una mujer que me dijo que él la miraba mucho, insistentemente, cuando bailaban tango en la pista, respondió por el celular al detective. ¿Cómo se llamaba el tango?, preguntó el que se parecía a «Colombo». Desde el otro lado del teléfono, el camarero quedó un poco perplejo por la pregunta. Este boludo las preguntas que me hace, dijo en español, porque era argentino viviendo en Manhattan. No tengo idea, respondió un poco riéndose bajito. Está bien, dijo el detective. Es una pregunta algo sicológica, le respondió al camarero y cortó. El camarero dijo en voz alta, qué boludo. ¿Qué tiene que ver la canción de un tango con un viejito que se ahoga en la tempestad de agua y una pareja de bailarines?
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Es Carlos Gardel, dijo el detective luego de leer los tres papeles que lograron salvar de la humedad y que estaban en una cartera de la chaqueta del anciano. Y quién es Carlos Gardel, dijo un policía que estaba a cargo de hacer el informe sobre el hombre ahogado. Ni idea, respondió «Colombo». Busque en Google, en Facebook, por ahí, quien sabe si encontramos una pista. Pasó un buen rato un policía muy joven haciendo la tarea encomendada. Buscar a Carlos Gardel. Aparecieron muchos sitios con ese nombre. Finalmente como todos los sitios decían lo mismo, dio el informe a «Colombo». De origen argentino. Cantante de tango. Murió en Medellín, Colombia. El informe era más corto que un telegrama pero al que se parecía a «Colombo» le gustaban los informes concretos, breves y certeros. Agradeció al joven policía un trabajo tan rápido y efectivo. Bueno, está claro que el hombre es colombiano y se hizo pasar por un cantante de tango argentino desconocido. Finalmente publicaron en un diario una breve noticia que redactó el mismo que se parecía a «Colombo». En la noche cuando se desató la terrible tormenta «Sandy» sobre el bajo Manhattan, un hombre que había salido cerca de la una de la mañana de un lugar de tango, se fue caminado hacia Broadway bajo un fuerte viento. No se había enterado que la mega tormenta estaba frente a sí. Fue arrastrado como un barquito de papel y quedó atrapado en el toro que está en Broadway, en el distrito financiero, muriendo ahogado. Se llamaba Carlos Gardel y era un desconocido y empobrecido ex cantante de tango argentino que vivía en Medellín, Colombia. No se sabe que hacía él en Nueva York. Era indocumentado.
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* Javier Campos (Santiago de Chile, 1948). Ha publicado una novela, Los saltimbanquis, (RIL, 1999) y cuatro libros de poesía: Las últimas fotografías (Uruguay, 1981); La ciudad en llamas (Chile,1986), Las cartas olvidadas del astronauta (EEUU,1991). Este último poemario obtuvo el primer premio Letras de Oro en 1990 para escritores hispanoamericanos residentes en Estados Unidos. El año 1998 fue finalista en premio Casa de las Américas, Cuba, con su cuarto libro de poesía El astronauta en llamas (LOM, Chile, en 2000). En la primavera de 2000 la prestigiosa revista de literatura de Ohio, Mid-American Review, le dedicó una separata de su poesía en traducción (inglés y español). En mayo de 2003, la revista Panamerica de Berlín, Alemania, le dedicó también otra separata en traducción al alemán. En diciembre de 2002 gana el premio Internacional de poesía, categoría poema largo, en el Premio Internacional «Juan Rulfo» de Radio Francia Internacional. En 2003 publica su primer libro de cuentos La mujer que se parecía a Sharon Stone, Editorial RIL, que obtiene Mención Honrosa en 2004 en el Premio Municipal de Literatura de Santiago de Chile. Ha sido invitado todos los festivales de poesía de América Central, también al de Medellín, Colombia, y Cuba. Fue columnista del periódico chileno en Internet «El Mostrador». Traductor al español de la poesía del poeta ruso Yevgeny Yevtushenko en ediciones publicadas en Nicaragua (2009), Chile (2009), Cuba (2010), Colombia (2010) , y la última en la editorial VISOR, España, 2011, bajo titulo Manzanas robadas. Es profesor de literatura latinoamericana en la Universidad jesuita de Fairfield, Connecticut, Estados Unidos. Actualmente tiene un libro inédito de poemas y una novela igualmente inédita.

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