Literatura Cronopio

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La vida

LA VIDA EN OTRA PARTE

Por Rodrigo Córdoba*

Las euforias y las melancolías de Agustina Londoño, protagonista de la novela Delirio, de Laura Restrepo.

Aguilar encontró a Agustina en la habitación de un hotel del norte de Bogotá, acurrucada en un rincón
entre la mesa de noche y la ventana, mirando hacia ninguna parte, sumida en su propio mundo. Atónito, intentó sacarle alguna información, pero comprobó una y otra vez, salvo por un instante de lucidez en el que corrió a abrazarlo como si pidiera ayuda, que ella estaba sentada en la acera de enfrente de la realidad. «La vi pálida y flaca y con el pelo y la ropa ajados, como si durante días no hubiera comido ni se hubiera bañado, como si de repente fuera la ruina de sí misma, como si una vejación le hubiera caído encima» (Restrepo, p. 38).

Era domingo y Aguilar acababa de regresar de un viaje a Ibagué, donde había permanecido desde el miércoles anterior. Cuando partió, su mujer se quedó pintando las paredes de la sala, sin síntomas que pudieran anunciar una alteración tan radical de su ánimo. Pero ahora se hallaba como suspendida entre una burbuja transparente que la separaba del mundo, o mejor, que la envolvía en su propio mundo.

Antes de devolverla a casa, Aguilar consideró prudente pasar por la sala de urgencias de la Clínica del Country, motivado por la sospecha de que Agustina hubiera ingerido algún tipo de droga, con la esperanza de que lo que le ocurría fuera pasajero. La encontraron «agitada y delirante», sin «rastro de sustancias extrañas en la sangre» (Restrepo, p. 24), cuenta Aguilar. Pero el diagnóstico resultó confuso para él y no le ayudó a saber qué hacer. Ya en el hogar, Agustina continuó ida, al menos ida de la presencia de Aguilar. Experimentaba cambios bruscos de conducta. Permanecía callada mucho tiempo, no comía, no se bañaba, ni siquiera se levantaba de su cama. Un día se dedicó a hacer crucigramas y solo hablaba de ellos; en otros momentos se quedaba como absorta. Así, alelada, anotaría Aguilar, recordaba «la bella indiferencia de las histéricas» (Restrepo, p. 107). Cuando decidía levantarse, emprendía tareas inanes. Un día le dio por llenar peroles de agua y distribuirlos por todo el apartamento, en una ceremonia frenética que Aguilar no podía interrumpir ni alterar sin suscitar su ira. Otro, resolvió dividir el apartamento en dos, un lado para Aguilar y el otro para ella, desde donde anunciaba la inminente llegada de su padre, quien, sin embargo, había muerto hacía diez años.

Un mes entero duró Agustina de paseo por los bordes de una realidad paralela que alimentaba con episodios de su infancia, mezclados y alterados a su antojo con premoniciones y otras quimeras de la imaginación. Aguilar habría de admitir, contra su propia ilusión, que eso que parecía (o que él deseaba que fuera) una crisis súbita, estaba precedido de episodios similares. Durante los tres años que llevaban viviendo juntos, Agustina ya había sufrido ciertos desatinos, pero Aguilar se negó siempre a reconocer que Agustina estaba enferma. Así se lo confesó a Sofi, la tía de Agustina, quien le ayudó a paliar la última crisis, y quien en un momento dado le increpó a Aguilar el hecho de no haberla llevado a que la viera un especialista. Pero él tenía su propia justificación: «Cuando Agustina está bien es una mujer tan excepcional, tan encantadora, que a mí se me borran de la mente las demasiadas veces que ha estado mal, cada vez que superamos una crisis, me convenzo de que esa fue la última manifestación de un problema pasajero» (Restrepo, p. 273).
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Pero no lo era. A pesar de la negación de la evidencia, Aguilar terminaría por aceptar que, antes del viaje a Ibagué, había hecho todo lo posible por acabar de una vez con aquellos episodios «pasajeros»: psicoanálisis, terapia de pareja, litio, antidepresivos, terapia conductista, Gestalt. Puede que, en este sentido, Aguilar haya exagerado para quedar bien con la tía Sofi, pero es improbable que hubiera mentido sobre los síntomas que describió a continuación: altibajos de todos los colores y las tallas, «crisis de melancolía en las que Angustina se retrae en un silencio cargado de secretos y pesares, épocas frenéticas en las que desarrolla hasta el agotamiento alguna actividad obsesiva y excesiva; anhelos de corte místico en los que predominan los rezos y los rituales; vacíos de afecto en los que se aferra a mí con ansiedad de huérfano; períodos de distanciamiento e indiferencia en los que parece que ni me ve ni me oye ni parece reconocerme siquiera, pero hasta ahora ningún trance tan hondo, violento y prolongado como éste» (Restrepo, pp. 273 y 274).

CUADRO CLÍNICO

La paciente evidencia un cuadro típico de trastorno afectivo bipolar. Sufre de cambios drásticos de temperamento que la llevan de la más desaforada euforia a la más profunda melancolía. Además, presenta eventos alucinatorios y delirios místicos y de grandeza. Tiene antecedentes de crisis anteriores y también predisposición genética por parte de su abuelo materno. Se recomienda medicamentos específicos para el control de los síntomas, como estabilizadores del ánimo, anticonvulsivantes y antipsicóticos.

LOS SÍNTOMAS LA DELATAN

Imaginemos que todo esto que Aguilar le confiesa a la tía Sofi, y todo lo que, paralelamente, narra Laura Restrepo acerca de Agustina Londoño, personaje central de Delirio, bien por su propia cuenta, bien en la boca de otros personajes, lo relatan ambos durante una sesión psiquiátrica a la que, resignados, han acudido en compañía de Agustina, muda y extraviada, incapaz de decir por sí misma lo que le ocurre. Un diálogo extenso con Aguilar, con Laura, incluso con la tía Sofi, arrojarían suficiente luz sobre las tinieblas de la mente de Agustina. Pero, lejos de las especulaciones, las páginas de la novela son elocuentes para completar el rompecabezas de la paciente.

Sabemos por Aguilar que Agustina, antes de su última crisis, solía sumirse en silencios prolongados, períodos de tristeza profunda alternados con momentos de enérgica actividad. Pasaba fácilmente de la «exaltación a la melancolía» (Restrepo, p. 55). Cinco meses antes de su última crisis, le dio por escuchar una y otra vez los tríos de Schubert y lloraba horas enteras al compás de la música. Luego, un buen día, se olvidó de ellos. Más adelante, cayó en un letargo tan fuerte que Aguilar tuvo que llevarla al hospital de la Hortúa, donde un médico la trató con amital sódico. «Tres veces al día bajaba el efecto de la droga y yo debía darle de comer y llevarla al baño, recuerda Aguilar, y así durante algunos minutos su cuerpo volvía en sí pero su alma seguía perdida, su mirada volcada hacia adentro y sus movimientos mecánicos y ajenos, como los de una marioneta» (Restrepo, p. 283). Al cabo de cinco días, Aguilar decidió llevársela de nuevo para la casa.

Estos períodos contrastaban con otros de gran agitación, como cuando le dio por conducir una empresa de exportación de telas estampadas en batik, con tanto empeño que transformó la casa en un taller con todas las de la ley, con pinturas, bastidores, rollos de algodón y masas pegajosas que se prendían con facilidad a los tapetes y a los zapatos, cúmulos de tinturas, telas y demás elementos propios de la industria que se esparcían no solo por la sala y el comedor sino por la cocina y los baños. Mientras tanto, Aguilar no pronunciaba palabra porque Agustina estaba radiante «inventando diseños y ensayando mezclas de colores» (Restrepo, p. 159), ocupando todo su tiempo y sus fuerzas en una iniciativa que, no obstante, nunca dio frutos. Al final del año la empresa había quebrado por falta de clientes, y entonces Agustina se entregó de nuevo y con más veras a una depresión inatajable.

El ritmo de su hiperactividad y de su melancolía se veía de pronto y, finalmente, cruzado por instantes de lucidez en los que Agustina parecía volver en sí para ser la de siempre, la mujer que Aguilar había conocido en la universidad mientras él era profesor y ella su estudiante dieciséis años menor. «En ciertos momentos excepcionales, a veces en medio de las peores crisis, la normalidad parece apiadarse de nosotros y nos hace breves visitas» (Restrepo, p. 109). Un día, tras el episodio del hotel, que Aguilar llamaba «episodio oscuro», Agustina había dado señales de estar regresando de su mundo. Aguilar la encontró en la cocina, preparando una sopa de verduras que procedió a servir y a tomar con un insólito gesto de cotidianidad. Luego, ambos subieron a la habitación a ver televisión como cualquier par de cónyuges normales. Pero cuando terminó el programa, Aguilar «sintió que ella volvía a mirarlo con expresión vacía y supo que aquella tregua había llegado a su fin» (Restrepo, p. 112).

Desesperado, Aguilar no tendrá más remedio que admitir: «A Agustina, mi bella Agustina, la envuelve un brillo frío que es la marca de la distancia, la puerta blindada de ese delirio que ni la deja salir ni me permite entrar» (Restrepo, p. 112).

LAS SOSPECHAS SOBRE SU ESTADO DE SALUD

Delirio, que viene del latín delirare, significa ‘fuera del surco’ y hace referencia a las huellas profundas que deja el arado cuando rasga la tierra. Una persona delirante, desde el punto de vista patológico, es aquella que se apropia de verdades que carecen de lógica en la realidad. Una idea delirante es una alteración en el contenido del pensamiento, una creencia falsa que surge sin una estimulación externa apropiada y que se mantiene inamovible frente a la razón. El delirio es un síntoma de lo que se denomina psicosis, término genérico que designa estar fuera de la realidad, de la razón, y en general incluye enfermedades mentales como la esquizofrenia, el trastorno afectivo bipolar, psicosis infantiles como el autismo y psicosis orgánicas producidas por enfermedades generales o traumas.

Hay diferentes tipos de delirios. El más común es el delirio de persecución, que es la idea falsa de ser perseguido y que generalmente se estructura en relación con alguien conocido: un familiar, un amigo, un vecino, un compañero de trabajo o incluso seres o entidades con las que nunca ha tenido relación.
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Existe también el delirio de grandeza, en el cual se llega a creer en poderes extraordinarios, en capacidades exageradas. Los pacientes creen tener mucho poder, dinero, ser muy admirados. Y los delirios de referencia, durante los cuales se está convencido de que en cualquier suceso del entorno tiene que ver la persona. Por ejemplo, si alguien mira para cualquier lado, el paciente lo interpreta como una señal de que se habla de él. Hay delirios místicos, que tienen que ver con creencias religiosas: los pacientes creen que tienen una misión especial, que son enviados de Dios o que, sencillamente, son Dios. Los hay celotípicos: se cree ciegamente en la infidelidad de la pareja y se monta una persecución relacionada con todas las personas a su alrededor. Y de negación: se cree firmemente que no se tiene un órgano, por ejemplo estómago, corazón o pulmones.

Agustina, quien desde pequeña había cultivado para sí misma facultades adivinatorias, gracias a las cuales se volvió famosa por haber encontrado, mediante telepatía, «a un joven excursionista colombiano que se había extraviado en Alaska» (Restrepo, p. 141), estaba convencida de esos poderes. Cierto día, tras haber sido diagnosticada con preeclampsia cuando llevaba cinco meses de embarazo, se sintió capaz de leer los pliegues de las sábanas. En la quietud de la cama en la que se hallaba postrada por prescripción médica, imaginaba que las arrugas le enviaban señales. «Quédate quieto un momento —le decía a Aguilar— que quiero ver cómo amanecieron las sábanas». Y luego aseguraba que los dobleces de la tela le auguraban un parto exitoso. Sin embargo, en ocasiones los presagios de las sábanas se tornaban más oscuros y pesimistas. «Como si se tratara del dictamen de un juez despiadado, los pliegues de las sábanas determinaban el destino nuestro y el de nuestro hijo, y no había poder humano que hiciera reflexionar a Agustina sobre lo irracional que era todo aquello» (Restrepo, p. 159).

El tipo de delirio puede dar una orientación diagnóstica, por ejemplo en el trastorno afectivo bipolar (TAB), que es de lo que podría padecer Agustina. En las fases de manía predominan las ideas delirantes de grandeza, como el tener poderes adivinatorios o la creencia de realizar un gran negocio de características internacionales, mientras que en las fases depresivas predominan las ideas delirantes negativas y los «malos presagios». Son pistas suficientes para encaminarnos en ese sentido.

El trastorno afectivo bipolar es una enfermedad que afecta los mecanismos que regulan el estado de ánimo. Se caracteriza por la alternación de elevados momentos de euforia con otros de profunda melancolía. La euforia suele venir acompañada de mucha actividad, grandes proyectos por lo general inconclusos, cambios de conducta y una exagerada atención a todo, lo cual dispersa e impide sentir cansancio. No parece haber necesidad de dormir y a veces ni de comer. Durante este periodo de excitación pueden surgir ideas delirantes y hasta alucinaciones. Hay un arreglo personal exagerado y una gran familiaridad en el trato, aun con extraños. Es lo que se denomina manía.

En contraste, en los episodios de melancolía predominan el ánimo triste, la falta de energía, la dificultad para tomar decisiones o iniciativas, el cansancio, el desaliento, las ideas de minusvalía, de soledad, de muerte. En ocasiones se llega a planear un suicidio e incluso a intentarlo. Hay alteración del sueño y propensión a una total inmovilidad. También pueden aparecer ideas delirantes de negación, de culpa, y un descuido evidente en el cuidado personal. Es lo que se conoce como depresión.

Las primeras descripciones del trastorno bipolar datan de la Grecia Antigua. Hipócrates, Plutarco y Galeno hablaron con precisión de los síntomas de manía y de depresión y, además, las interrelacionaron como episodios de la misma enfermedad. En la historia más reciente, en el siglo XIX comenzó a llamarse locura circular, o locura de doble forma. En 1882, el psiquiatra Karl Ludwig Kahlbaum describió la manía y la melancolía como fases de un mismo mal. A la forma leve la llamó ciclotimia, y la forma más grave la denominó vesania typica circularis. Kahlbaum propuso bautizarla con el nombre de locura maníaco–depresiva. Luego fue llamada psicosis bipolar y actualmente se le conoce como trastorno afectivo bipolar.
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