Literatura Cronopio

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Sobre este trastorno hay puntos básicos que siempre se han reconocido: es cíclico, con diferentes fases en su evolución y períodos de normalidad entre crisis. Los síntomas principales están expresados en el área afectiva, y van de la depresión a la manía, con todo un espectro de manifestaciones entre ambos estados de ánimo.

Muchos de estos síntomas saltan a la vista en Agustina. Pero ¿de dónde vienen? ¿Pudo haberle ocurrido algo, acaso, un suceso traumático, tal vez, que le hubiera producido la enfermedad? ¿Habría podido evitarse? La confusión en este sentido es, en muchas ocasiones, la causa de que cientos de pacientes hayan sido mal diagnosticados.

El trastorno afectivo bipolar es una enfermedad biológica y genética en su origen, lo cual quiere decir que puede ser hereditaria. Nuestros estados de ánimo están regulados por el sistema límbico, que es algo así como el cerebro de las emociones. Este cerebro es el que nos permite reaccionar de manera coherente con las circunstancias que vamos experimentando a diario: sentir alegría frente a un éxito empresarial y tristeza cuando estamos en duelo, por ejemplo. Pero cuando el sistema límbico funciona mal, las emociones, y por tanto nuestro estado de ánimo, se desordenan sin que podamos evitarlo, produciendo topes de exaltación o de congoja que no son coherentes con lo que estamos viviendo en la realidad. Hay una distorsión entre nuestro estado de ánimo y lo que nos sucede. Desde el punto de vista biológico, los neurotransmisores juegan un papel crucial en este desorden. Existen hipótesis sólidas de que, por ejemplo, hay un aumento de dopamina en las fases maníacas y una disminución de serotonina durante la depresión. En cualquier caso, todo esto ocurre sin que medie la voluntad.
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LA PREDISPOSICIÓN GENÉTICA

Aunque el trastorno afectivo bipolar puede aparecer en pacientes de primera generación, está claro que es una enfermedad hereditaria. En la historia familiar de Agustina hay evidencia relacionada con su mal. En su árbol genealógico salta a la vista su abuelo materno, Nicolás Portulinus, un músico alemán que terminó en Colombia componiendo bambucos y disfrutando del amable clima de Sasaima. El abuelo sufría de trastornos que alternaban la depresión, la irritabilidad y un aumento súbito de la actividad motora. Tenía ideas fijas delirantes y en ocasiones alucinaciones.

Era habitual que confundiera el río Sasaima con el Rin alemán de su infancia, y que viera en un furtivo alumno de piano una especie de enviado de los dioses. En sus delirios, recitaba los nombres de los ríos de Alemania en orden alfabético. De niño, presentó dificultades para hablar y tartamudeaba. En su última crisis, se dejó llevar por las aguas del río Sasaima y se ahogó. Portulinus, para completar, tuvo una hermana mayor en Alemania que sufría de una enfermedad mental. Se masturbaba compulsivamente y, encerrada en su silencio, fue aislándose hasta que los médicos de la época le diagnosticaron ‘quiet madness’ o insania. Un día no pudo más con el mal que la aquejaba, y que aterraba a Portulinus, y se suicidó ahogándose en el Rin.

Más cercana tenemos a la mamá de Agustina, Eugenia, descrita por la tía Sofi, su hermana, como una mujer hermosísima pero rara, y «como ausente», con propensión a deprimirse. Eugenia suele negarse a las evidencias, entre ellas, precisamente, la muerte de su padre. Ella siempre les sostuvo a sus hijos que Portulinus había abandonado a su madre y regresado a Alemania, cuando en realidad se había ahogado por culpa suya, pues la familia la había dejado cuidándolo por el riesgo de que cometiera algún desvarío, como en efecto ocurrió. La verdad fue que ella se quedó dormida mientras lo velaba y, al despertar, supo que, durante su breve sueño, el padre se había tirado al río. Luego negaría también, contra toda evidencia, el hecho de que su hermana hubiera sido amante de su esposo.

La predisposición genética, que en este caso se ve claramente en el abuelo Nicolás, en la tía abuela y en la madre depresiva es, sin embargo, solo eso: una predisposición. Al desorden biológico hay que añadirle dos factores: el sicológico, que es el que nos hace vulnerables a la enfermedad, y el sociocultural, que es el entorno en el que crecemos y maduramos.

Observemos a Agustina y su entorno sicológico. Es la segunda hija de tres hijos, dos hombres y una mujer, de una familia acomodada. No hay datos del embarazo, parto y desarrollo sicomotor, pero parecen ser normales. Mantiene una relación distante con el padre, al cual describe como autoritario y agresivo física y verbalmente con el hermano menor, el Bichi, porque tenía «una cierta tendencia hacia lo femenino» y quería «corregir el defecto» (Restrepo, p. 125).

Agustina siente adoración por el padre, aunque no puede contener la rabia y el odio cuando maltrata a su hermano menor, a quien intenta siempre proteger con ceremonias secretas y adivinaciones. Mientras tanto, a la madre la describe como fría y distante.

Estudió en un colegio de estrato alto de niñas, al parecer con un rendimiento promedio, y luego no estudió. Refiere que su temor mayor es «a la sangre derramada» y habla de varios episodios. Uno, mientras le cortaba las uñas al hermano menor, y por error le corta el pulpejo del dedo medio. Entonces se asusta con el llanto del hermano, se siente culpable por hacerle daño ya que es ella la que se cree protectora del dolor que le causa el padre. El segundo, cuando asesinan al celador de los vecinos y muere en la puerta de su casa, adonde se acercó a pedir ayuda. Es la primera vez que ve morir a un hombre. El tercero, con la menarquia, que sucede mientras jugaba en Sasaima en la piscina con los primos. Se asusta, llora, «le parecía horrible que la sangre se le saliera por ese lado y le manchara la ropa y que su mamá la mirara con cara de reproche, como se mira a alguien que hace algo sucio» (Restrepo, pp. 169–170).

Durante su infancia, desarrolló otros temores: a los leprosos; a los francotiradores del 9 de Abril, por las huellas de balas que quedaron de esa época en los postigos de la casa; a «los estudiantes con cabeza rota y llena de sangre y sobre todo la chusma enguerrillada que se tomó Sasaima» (Restrepo, p. 135). Ante estos temores, era la figura del padre la que le daba protección.
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Tuvo dos abortos. El primero fue un aborto voluntario, cuando quedó embarazada de un amigo de la familia, «el midas» McAlister, lavador de dólares. Él no respondió. Y el segundo, cuando le diagnosticaron preeclampsia al quinto mes de embarazo con Aguilar y se concentró en leer el destino de su bebé en los pliegues de las sábanas. Abortó al séptimo mes.

Vive con Aguilar hace tres años y antes de la crisis se ganaba la vida leyendo el tarot, adivinando la suerte e interpretando el I Ching. Su mayor destreza fue haber hallado por telepatía al excursionista colombiano que se perdió en Alaska.

Ahora observemos su entorno familiar. De Eugenia ya hemos hablado, aunque valga añadir que no acepta a Aguilar por ser de otra clase social, porque él no se ha divorciado de su primera mujer y porque es un simple profesor de literatura, un «manteco». Tampoco acepta la enfermedad de Agustina y, en cambio, justifica los síntomas de su hija por la vida que lleva al lado de ese hombre.

Luego están su padre, Carlos Vicente Londoño, un hombre de alcurnia que al final había entrado al negocio de lavado de dólares para conservar su estatus, y los hermanos de Agustina: Joaquín, el mayor, duro y agresivo como el padre, aficionado a los caballos y a los lujos y quien continuó en el negocio de lavar dólares; y Carlos Vicente, a quien le dicen el Bichi y Agustina ama con locura. Por ser homosexual, era rechazado tanto por su padre como por su hermano Joaco, y en la adolescencia decide irse a vivir a México.

Por último, tenemos a la tía Sofi, la hermana menor de Eugenia, quien ayudó a cuidar la casa y a criar a los hijos de su hermana por la depresión de esta, pero también terminó en México, con el Bichi, cuando la familia se enteró de que había sido amante de su cuñado.

Por lo que podemos observar, Agustina es una mujer especialmente sensible y vulnerable, a quienes sus familiares no prestaron suficiente atención para descubrir su anomalía.

Suele suceder en cualquier ámbito que el trastorno afectivo bipolar no sea detectado a tiempo para tratarlo por la propensión a confundir la enfermedad con un rasgo de carácter: «Es que ella es así». Tanto la madre, que culpa a la relación que Agustina sostiene con Aguilar, como el propio Aguilar, que vive de creer que Agustina se va a recuperar por sí sola cuando pase la crisis, son dos ejemplos de la susceptibilidad que existe para negar el problema en vez de enfrentarlo.

Con razón, Aguilar terminará aceptando, uno, que el delirio de Agustina «es de naturaleza devoradora y que puede engullirlo como hizo con ella», y dos, que «el ritmo vertiginoso en que se multiplica hace que sea contra reloj esta lucha que además emprende tarde, por no haberse percatado a tiempo de los avances del desastre» (Restrepo, p. 22). Una vez más, es lo que ocurre muchas veces con esta enfermedad. Se niegan los primeros indicios dándole explicaciones racionales como «es cosa de su personalidad», o «es que ya va a pasar», o «es por lo que le tocó vivir», todas explicaciones plausibles pero que no ayudan a aceptar una enfermedad mental.

ANÁLISIS DEL CASO

Agustina ha presentado en su última crisis cambios bruscos de ánimo, ansiedad y depresión. Duerme poco, producto del aumento de la actividad motora. Ha experimentado pensamientos mágicos y delirantes de grandiosidad, como la espera de la venida del padre muerto para aumentar su poder. Ha tenido momentos de agresividad verbal con la tía y con Aguilar y períodos de aislamiento y mutismo.
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Hay antecedentes de crisis previas, algunas de tristeza a las que le siguen episodios de hiperactividad y de negación de los hechos traumáticos, como el aborto por preeclampsia al que le sigue la idea de un negocio grandioso: la exportación de telas teñidas, el cual fracasa aparentemente por la vuelta a una depresión. Ha sido tratada con múltiples terapias que, según el relato, no contribuyen a la mejoría de los síntomas. Por el contrario, estos se van haciendo más fuertes y más prolongados. Mi impresión diagnóstica sobre Agustina Londoño es trastorno afectivo bipolar. Fase actual: manía.

EL TRATAMIENTO

Es muy importante que la persona y sus familiares entiendan que todos los cambios de conducta, es decir los cambios notables en relación con el funcionamiento previo, la inestabilidad del ánimo y todo lo que sucede durante una crisis, son una enfermedad.

En este sentido, la primera recomendación es conocer la enfermedad y aceptarla. Hacer un análisis de en qué situaciones o en qué época se han presentado las crisis para, en esos momentos, consultar cuanto antes al psiquiatra y poder prevenir una nueva crisis. Sobre todo, estar alerta a las alteraciones del sueño y al insomnio, que generalmente son el primer síntoma de dicho evento.

En segundo lugar, los medicamentos son importantísimos. Contra las crisis, se requieren medicamentos específicos para el control de los síntomas. Los indicados se conocen como estabilizadores del afecto, porque actúan sobre los episodios maníacos o depresivos y previenen nuevas crisis. Existen tres grupos de estos medicamentos, comenzando por el carbonato de litio, primero en ser descubierto y en ser utilizado para el TAB. El segundo grupo es el de los anticonvulsivantes, que actúan como estabilizadores de la membrana neuronal y han demostrado su utilidad. Los más usados son el divalproato de sodio, la carbamazepina y la lamotrigina. El tercer grupo es el de los antipsicóticos, que cada vez son más usados en la fase de mantenimiento. Entre los típicos se encuentran la pipotiazina de depósito, y entre los nuevos la olanzapina, la risperidona, la quetiapina, el aripiprazol y la paliperidona.
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El trastorno afectivo bipolar se puede controlar, pero es fundamental tomar el medicamento de forma permanente. En consecuencia, un psiquiatra debe buscar el que menos efectos molestos genere, dependiendo del paciente. Como es una enfermedad, la voluntad no alcanza para mantenerse bien. Sirve, sí, para aceptar lo que se sufre, y para adoptar una vida con hábitos sanos de sueño, comida y ejercicios. Justamente por eso es definitivo trabajar contra el estigma de los males de la mente como el que sufre Agustina.

*En este ensayo, el experto analiza el caso de Agustina Londoño, personaje central de la novela Delirio, de Laura Restrepo (Bogotá, 1950), ganadora del premio Alfaguara 2004. En ella se narra no solo la vida de la protagonista sino de toda su familia durante los tormentosos años que sufrió Colombia en los tiempos del narcotraficante Pablo Escobar.

RESTREPO, Laura. Delirio. Alfaguara, 2004.
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* Rodrigo Córdoba. Nacido en Bogotá, desde hace 20 años es director de postgrado en Psiquiatría de la Universidad del Rosario, de donde es egresado. Es asesor de investigación del Centro de Investigaciones del Sistema Nervioso de Colombia y ha sido presidente tanto de la Asociación Colombiana de Psiquiatría como de la Asociación Colombiana de Sociedades Científicas. Entre otros textos, es autor de los libros Detección temprana y manejo de los trastornos mentales (Noosfera Editores, 2006), en compañía de Carlos Felizzola Donado y Martha Isabel Jordán Quintero; y Depresión para médicos no psiquiatras (Pfizer, 1996).

El presente ensayo hace parte del libro «12 personajes en busca de psiquiatra: 10 especialistas diagnostican a 12 protagonistas de la literatura colombiana», publicado por Laboratorios Pfizer, ISBN 978–958–57611–0–0.

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