Literatura Cronopio

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Dulces

EL JUGO DE DULCE DE FRESA MÁS RARO DEL MUNDO

Por Juan Sebastián Fernández Gärtner*

Es un día soleado próximo a una tormenta estorbosa; las personas lo saben por eso ahora aprovechan con sospecha el bochorno de la mañana. Un joven se acerca a la venta de jugos; pronuncia lo estrictamente necesario para comprar. La mujer dueña de la tienda sonríe incluso después de haber registrado el pago. Entablan luego una conversación.

Me acerco para escucharlos hablar.

No me miran.

Continúo tramando mi admiración por la manera suave como esta conversación se ha dado. Ella, mientras atiende a los demás clientes, parece organizar y pensar en silencio lo que dirá; él la observa de modo atento. Según escucho, el joven le reclama porque no está satisfecho con su compra; al parecer pidió un jugo de dulce fresa y en realidad su sabor es de amarga mandarina. Ella esquiva los juicios del muchacho de manera estratégica; es una de esas situaciones en las que una persona que desde hace mucho tiempo ha tenido ganas de hablar, logra atrapar algún escucha. Esta vez el juvenil cliente ha prestado suficiente atención como para poder interpretar un interés, al menos moderado, por las intenciones narrativas de la tierna señora de senil bigote femenino. Quizá es tímido y necesita de confianza para tirar a la basura el jugo que escasamente ha probado.

Hablan de rutinas, de soledades; hablan de abandono y ausencias; hablan de desenlaces e inicios desagradables; hablan de pequeñas gratificaciones que valen porque reconstruyen el olvido: en fin, hablaban de amores, de relaciones y de sexo. Hablaban de manera tan libre que me logré avergonzar porque es supuesto que la prudencia hace verdaderos sabios y porque parece brillar en mí la culpabilidad y la negligencia.

Ella le advierte que nunca ceda en lo principal; luego surge la pregunta sobre el asunto de lo principal, es decir, cómo determinar ese carácter importante, definitivo: principal. Se ríen y en el silencio de una mirada que exige, el joven debe volver a probar el jugo, como una condición implícita para poder continuar hablando con la señora aseñorada. Pero quien vuelve al afán del parloteo resulta ser él, con una confesión del temor a las enfermedades venéreas; en este momento entiendo que ambos estaban necesitados de charla, padecimiento muy común en la Medellín del progreso, de la velocidad, del amor por el paisaje barrido; la Medellín que viaja en metro hacia el abismo.

Luego, otro silencio; un silencio menos ansioso, más calmo; la lengua del joven parece haberse acostumbrado al sabor que en un inicio tanto le desagradó, y sigue tomando, evitando la mirada de la mujer que ahora se sienta y mira un recuerdo que relata con enojo y agradecimiento, un recuerdo soldado a su manera de entenderse en el mundo.

A quien me lee en este momento, le debo pedir disculpas porque considero que no sería válido escribir algo sin advertir que seguramente he omitido detalles valiosos para muchos, gestos definitivos para otros, y palabras necesarias para todos. Si ha de leerse, sépase que esto no es más que una anotación propia de un joven desempleado sin ganas de emplearse en algo distinto a chismosear y escuchar conversaciones ajenas.
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Cuenta ella que cuando tenía catorce años conoció al joven más feo que jamás hubiera visto. No conocía ni sabía de alguien tan feo. Se llamaba Eleno y era tan feo que resultaba adorable, porque era inofensivo y tierno. Lucía como un hombre que sería capaz de desangrarse por su querida; de dejarse arrancar el corazón por los dientes del romance.

Ella, cual típica historia contada por el personaje que sobrevivió, era hermosa, dulce y deseada por todos. Era tan bonita que podía darse el permiso de ser fastidiosa.

A pesar de lo que recién había contado, complementó con un bello detalle que quizá las personas muy mayores puedan comprender mejor; según lo poco que le entendí, la dulzura y queridura de Eleno eran la máscara de su fatal amargura, de su lucha perdida por integrarse a las facilidades de la belleza social; prefería no salir pero lo hacía porque ni él era capaz de tocarse a sí mismo. Entre compartir su soledad con el monstruo que en él mismo reconocía, o salir a salpicar de su condición desagradable, escogía la que mayor contacto social representaba; es decir, la segunda opción. Ella en cambio se ensalza el carisma de su juventud refiriéndose a su fastidiosa actitud como una dulce manera de llamar más la atención y de amar a los demás.

La mujer no dio muchos detalles de la vida de Eleno.

Lástima.

…En cambio continuó su relato hablando de las condiciones que rodearon su relación con el feo. «Fue un romance sin besos», dice, «que supimos entablar promovidos por el susto que me daba perder la virginidad». Se querían tanto que según percibo, le duele hablar de él y prefiere virar la historia a la parte en la que el médico le diagnostica a ella una terrible enfermedad sanguínea, padecimiento intratable e incurable a menos de una solución radical que representaría el sacrificio de alguien con su mismo tipo de sangre.

El joven cliente y yo sabemos hacia dónde va la historia; predecimos quién será el sacrificado y esperamos en suspenso a que la señora aseñorada atienda a otro que ha venido por su jugo.

Vuelve a sentarse y prosigue; recuerda en qué parte iba… La cura sería sacar toda su sangre del organismo, implantar otro corazón y bañar en sangre nueva, su cuerpo en coma; toda vena quedaría seca, toda artería consumida con su olor ferroso, como minúsculos senderos alguna vez inundados. Se ponía en riesgo al paciente y era definitivo que sería un sacrificio, mas no una donación: como mínimo se esperaba una muerte: la del donante.

Si era tan determinante la solución, la familia de la señora le instó a resignarse desde un comienzo; a acercarse lentamente al justo final que en la juventud se hace más trágico pero que en esencia resulta siendo la misma situación.

Pero Eleno no soportó siquiera concebir la desaparición temprana de su querida; según oigo, el joven se empeñó en ofrecerse como víctima del trueque con la muerte luego de conocer que tenían el mismo tipo de sangre. Tanto rogó, tanto molestó que al final pudo consagrarse cual héroe.

El proceso fue más lento y experimental; la descripción inicial fue la manera como el médico intentó evitar someterse a la ejecución de un procedimiento suicida como éste, tan polémico y crítico en todo aspecto.

Fue un mes de tratamiento en el que la sangre del joven era succionada y transferida por un mecanismo externo conectado a una bolsa de crudo aspecto. No hubo psicólogo presto a tratar el momento, ni a dialogar con el joven. Fue un experimento que se cumplió de modo disimulado, con absoluta reserva y nula exclamación. Un frío y horrible suspenso de muerte dosificada y heroísmo a cuenta gotas. Los médicos se desentendieron a pesar del otorgado permiso científico de poder actuar como individuos.

La habitación donde escondían a Eleno permanecía iluminada con luz blanca; era al final del pasillo donde guardaban los utensilios del aseo. En la noche, apagaban la luz y entre detergentes y desinfectantes, el panorama vertical de escobas y traperas era ambientado por el sonido de la sangre llenando la bolsa, como pasos flotantes sin ritmo.
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Lo que en un inicio fue una improvisación dramática de médicos mediocres, motivados por la ilusión de la genialidad, se convirtió en una admirable muestra de cariño y ejemplar entrega para las muchachas del aseo que acompañaron a Eleno durante sus últimos días. Cuando lo notaron muy débil, cumplieron con notificar a una enfermera que debió recordarle a la junta directiva que era necesario actuar y transferir toda la sangre. El jueves en la noche, los médicos sedaron a Eleno y le abrieron el pecho para contemplar los esfuerzos de su corazón; pasó el viernes con el pecho abierto y fueron visibles los latidos del atardecer de su vida. La fría pero bella mañana del sábado le encontraron sin vida, con los ojos abiertos y con un gesto de furiosa valentía, inspiradora ruina del coraje concedido por la muerte.

El joven me mira y parece no creer en las palabras de la señora.

Es definitivo: no cree.

Ella asegura que fue muy duro para toda la comunidad este sacrificio, este acto de supuesto amor; el médico encargado de liderar el exitoso esfuerzo de curarla, se volvió adicto a la morfina soleada; ella por su parte decidió estudiar medicina pero luego, cuando llegaron los ataques de pánico, prefirió resignarse y vender jugos. Además dice que jamás se sintió la misma; que su dulzura se amargó como se ennegrece la belleza de una fruta en la intemperie.

El joven sigue sin creer.

Me es inevitable no pensar que tal no fue un acto de heroísmo puro, sino de egoísmo; de celos: debe ser difícil saber que la muerte besaría a aquélla que él nunca podría besar.

El joven toma el último trago del jugo de dulce fresa que antes le supo a amarga mandarina y de modo cortés da las gracias y se despide.

Ella sonríe agradecida.

Quiero continuar pero sé que es imposible.

MI AMIGO JOSUÉ

Inspirado en «A puerta cerrada», de Jean Paul Sartre.

Mi presente es una noche entregada a la memoria, altar del único recuerdo triste que conservo de los primeros años que regalé a la psicología social; era tan joven que creía ser la cura para la terrible enfermedad mental que luego consumió a la ciudad.

El autor de la carta que les presentaré era un joven que conocí en el hospital, pocas semanas antes de su forma de partir; me hacía reír y era sutilmente voraz; dedicaba su vida al estudio de las moscas (fuente de su posterior fascinación por los beneficios de la miasis) y era un reconocido actor (fuente de su posterior aborrecimiento de todas las artes escénicas); se encariñó conmigo y vio en mi futuro un campo virgen presto para ser sembrado por su radical filosofía, que más que ello, resultaba ser una mezcla fatal de deseo sexual acumulado y residuos psicológicos de una inconformista mente bullosa.

Me ahorraré los primeros párrafos de la carta, de tan apesadumbrado soliloquio escrito que así continúa:

«Pues bien querido psicólogo (que más que un psicólogo ha resultado ser usted un amigo) deberé confesarle que he tomado mi decisión porque estoy convencido del rudo bienestar que me aguarda en el infierno; lugar libre de espejos que representa para mí, un sitio donde no tendré que seguir siendo esta deformación extraña de mi niñez. Me da vergüenza mirar mi reflejo… no soporto reencontrarme cada mañana con el papel que el mundo me ha escogido; creen que soy gracioso pero sólo manifiesto mi descontento general con burlas rítmicas, con ironías e incoherencias agresivas, todas muy bien recibidas… me cansé de ser un pusilánime obligado al triunfo, me cansé de no poder dedicar mi vida a contemplar las moscas que atrevidamente frotan sus manos sobre mi comida, simulando un ritual de disimulado onanismo; me cansé de LA PREGUNTA… “¡¿cómosevaganarlavida?!”… respuesta obligada: haciéndole–trampa–a–varios–millones–de–espermatozoides.

Me atreví a frenar el tren y bajarme en mitad del camino; no soporto tampoco la sociedad gay/lesbiana a la que nos obligan; la homosexualidad pareciera ser la nueva dictadura subliminal con la que quieren hacernos sentir amargados… “¡vamos, exploremos; veamos qué tan flexible puede ser tu recto!”. Parece que no hay lugar para los solitarios, e irónicamente, hay una galaxia entera para parejas enfermas, que disimulan su enorme ego en una relación homosexual… siempre lo he creído y ahora lo diré tan abiertamente como a “ellas” les gusta… creo que todos los homosexuales son ególatras, tanto que deben buscarse un homogéneo para «crecer» emocionalmente… igual, mientras no me infecten de su desesperación, todo estará bien.»
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La carta continúa con referencias personales acerca de su familia; habla de los excesos de sus padres, turbadores de la personalidad y la tranquilidad del joven; su escape para tal panorama de desesperación fueron las moscas y la culinaria, y lo más extraño, la mezcla de ambas. Cuando lo visité por última vez, me mostró varios estudios que había realizado, todos enfocados en el impacto positivo de las larvas de mosca para el tratamiento de algunas enfermedades, y además me retrató pero a su manera: una pulida cabeza de mosca, que se suponía era yo, luciendo un traje gris, arrugado pero elegante, de corbata amarilla y camisa verde clara; es válido resaltar que en los ojos de esa mosca retratada, y que supuestamente era yo, demostraba el aprecio que sentía por mí a partir de la cantidad de «omatidios» que dibujara.

En la carta luego menciona un episodio agridulce de nuestra corta relación:

«Fue grata su visita en el hospital. Jamás creí que el veneno para las moscas fuera a causar tan grave trastorno digestivo. Sabe usted que mi pasión por la comida me lleva a la investigación. Sin duda alguna mezclar el aceite del arroz con el veneno no me trajo buenas noches, pero no puede usted negarme (menos hoy, en mi coloquial despedida) que el día en que me dieron de alta nos divertimos visitando el orquideorama… Recuerdo que mientras caminábamos, me preguntó usted por la razón que me condujo a preparar tan sin igual receta; todo apuntaba a una bizarra intención suicida, pero usted es consciente de la felicidad peligrosa que nos invade a los hombres impulsivos. Yo en plena explicación le aseguré modestamente que podría provocarle náuseas solamente relatándole una pequeña muestra del impacto sensitivo que tuvo aquel arroz en mis papilas gustativas. Como prófugo de su recatada actitud, un «no lo creo», se derramó en su lengua, saltando al vacío hermoso e invisible que hay entre los maxilares. Desde el instante en que ese “no lo creo” fue pronunciado, sin pausa alguna, mi relato atropelló su tranquilidad y atrofió su gusto; su rostro enfermó y su imaginación mediocre fue obligada a crear sabores a partir de las palabras que yo le decía. Usted, ante los anónimos presentes, vomitó, manchando su elegancia e, increíblemente, sonriendo mientras lo hacía. Cuando esto sucedió, usted se ganó mi afecto… no por sonreír mientras vomitaba, sino por sonreír mientras aceptaba (de manera especial) una derrota».

La carta culmina de manera triste pero contundente; un colofón perfecto para nuestra amistad:

«Me cansé de las miradas desesperadas que todos me dirigen cuando me ven llegar: “Dilo, hazme reír, sé que estás a punto de decir algo genial; alégrame el rato con tu sadismo cómico; acompaña con tus burlas esta noche en la que guardaré, en el rincón más sucio de mi voluntad, la sobriedad que desde el lunes me acompañó”. En realidad, mientras ríen me atormentan… pero hacer reír es una adicción de parte y parte; es como si el licor se volviera adicto a la boca que lo bebe… así sucede con el carisma… e igualmente despersonaliza, porque nada más aterrador que el silencio repentino de un payaso… Y eso es lo que soy, una mala copia de la imagen que todos tenían de mí… por eso siempre los miraba a los ojos, para tratar de encontrar en ellos mi “verdadero” reflejo.

Como te lo prometí, viví hasta el final. Y un último consejo fiel loquero: “no dar un paso no significa dejar de caminar”

Amorosamente, tu amigo Josué».

VORÁGINE AMNÉSICA

Vigía: ¿Y desde dónde se acuerda?

Joven: Desde el momento en que mi parla se volvió estéril y aburrida.

Vigía: ¿Ni antes ni después?

Joven: Acordarme de lo de antes es imposible; lo seguido lo recuerdo fácilmente: una caída libre a este lugar, donde usted ahora mismo me interroga, solo en un mundo de hojas sin árboles, mundo de acostumbrado atardecer obrero.

Vigía: ¿Pero entonces, estaba drogado?

Joven: No, simplemente quería probar y conocer los límites, una…

Vigía: ¿Límites, acaso un límite es eso?

Joven: El límite es el premio que se merece el valiente; el cobarde muere ignorante, sobrio, sin haber consumido los pequeños placeres que la vida permite…
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Vigía: ¿Entonces la droga es…?

Joven: Usted me juzga según le conviene… Yo hablaba de placeres verdaderos, no fugaces. Amanecer desnudo junto con la mujer que amas, ver morir a tus padres mirándolos directo a los ojos sabiendo que nunca les mentiste ni los defraudaste…

Vigía: ¿Entonces, por qué asesinó a su esposa y a sus padres?

Joven: …No sé, sólo recuerdo que desperté, y el cuchillo temblaba en mi mano.
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* Juan Sebastián Fernández Gärtner es Comunicador social y periodista de la Universidad Pontificia Bolivariana (Medellín). Cuenta con un blog de escritos automáticos: www.elbailarinsinson.blogspot.com

Los presentes cuentos hacen parte de su libro Vida Querida, editado bajo el sello del Club de Escritores de la Editorial UPB.

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